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Crimen en la campaña vasconcelista: la muerte de Germán de Campo

El canto de las sirenas acabó por tentar a Ulises. No satisfecho con la vida al frente de la Secretaría de Educación Pública, José Vasconcelos soñó con ser gobernador de Oaxaca, pero no consiguió entusiasmar a Álvaro Obregón y no llegó a la candidatura. En 1929 quiso ser presidente de la República, y se embarcó en una aventura que costó vidas de jóvenes que lo siguieron en aquella lucha.

historias sangrientas

De principio a fin, los vasconcelistas fueron hostilizados. A pesar de las promesas de protección del presidente Portes Gil, el candidato y sus partidarios fueron agredidos y hostilizados en todo el país.

Todos los vasconcelistas sabían que la vida de su candidato corría peligro. Las peores agresiones ocurrieron en la ciudad de México.

Cae la noche en la ciudad de México. Es septiembre de 1929. Los ánimos están caldeados, pues los tiempos electorales se aprietan. En noviembre, los mexicanos decidirán si quieren por presidente a Pascual Ortiz Rubio, el candidato oficial, al que, a esas alturas todos miran como un personaje demasiado blando para los tiempos que corren, o a José Vasconcelos, “el loco Vasconcelos”, como lo ha bautizado alguno de sus malquerientes. La violencia ha reinado en todo el proceso: enfrentarse al poder es cosa de todos los días, y en más de una ocasión la muerte se ha aparecido en la ruidosa campaña del ex ministro de educación.

Pero esta vez, la tragedia se anuncia con el escándalo mortal de las ametralladoras.

A pocos metros del jardín de San Fernando; cerca de donde, fundidos en la eternidad, reposan los liberales y los conservadores que hicieron de México un campo de batalla, estalla el pánico; la gente corre, se tira al suelo, se pega a los muros, grita, intenta salvar su vida. Una niña, vendedora ambulante de pasteles, suelta la charola donde lleva su mercancía; escapa, pisoteando las golosinas.

Recién terminaba un mitin vasconcelista; lleno de jóvenes universitarios, entusiastas, seguros de la victoria política al lado del antiguo rector. Había obreros, mujeres, niños, una parte de ese pueblo que le tiene simpatía al candidato oaxaqueño, al que vio, en algún momento, poner patas arriba el barrio universitario para ganar espacios para la Universidad, para construir ese edificio, el ministerio nuevo donde organizó conciertos, tablas gimnásticas, teatro para niños, donde aquellos seres raros muralistas, pintaron imágenes prodigiosas que hablan del sueño de la educación.

Pero los años han pasado y el aroma del poder tentó a José Vasconcelos, que pretende ser presidente. Pero al llevar a los hechos su campaña, ha atraído la ira de sus viejos conocidos, que ahora tienen nuevo partido político, para mantenerse en el sitio donde se deciden los destinos del país.

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Los días revolucionarios no están tan lejos como parecen; la costumbre de resolver los problemas mayores a balazos no se ha desvanecido. Y, como si no se hubiera aprendido la lección brutal de 1927, que mandó a la tumba a los generales Gómez y Serrano; como si nunca hubiera ocurrido el asesinato de Álvaro Obregón, el poder del Partido Nacional Revolucionario, donde sigue mandando Plutarco Elías Calles, es grande y no admite que alguien le dispute el lugar. ¿Qué Vasconcelos quiere ser presidente? Ya le explicarán que le conviene dedicarse a otra cosa; a escribir libros, a dar clases, a redactar artículos para periódicos. Como si no supiera quiénes son, como si no los conociera; como si no los hubiera visto, como fieras salvajes, matando por el poder.

UNA SOMBRA SINIESTRA

En sentido estricto, nadie debió sorprenderse, esa noche del 20 de septiembre de 1929, cuando un grupo de matones, a bordo de automóviles con placas del gobierno federal, arremetieron contra los asistentes a un mitin vasconcelista en la ciudad de México, a muy pocas calles del Zócalo. Y nadie debió llamarse a sorpresa, por que la campaña de José Vasconcelos había estado llena de incidentes violentos, algunos más intensos que otros.

A pesar de que la amenaza flota encima del ex secretario de Educación Pública desde que decidió lanzarse a la lucha electoral, nada ha bastado para amedrentar al candidato. Más bien, lo enardece y ofende, y convierte su indignación en discursos con una buena dosis de bravuconería. Acaso porque le tocó convivir con los sonorenses que mandaron a la muerte a Venustiano Carranza, cree que los conoce y cree que sabe sus límites. Pero la ambición da sorpresas.

La amenaza que pendía sobre Vasconcelos no arredró a sus principales partidarios: los estudiantes universitarios. Uno de aquellos jóvenes, el que después sería escritor, Mauricio Magdaleno, escribió después que "no nada más nuestro candidato a la presidencia de la República, sino el apóstol de cuanto constituía para nosotros la más preclara excelencia del espíritu”. Eran jóvenes, impulsivos y estaban esperanzados. Pero tampoco conocían a los hombres que habían formado el PNR y todo lo que estaban dispuestos a hacer para permanecer en el gobierno.

Fueron esos jóvenes universitarios quienes se movilizaron para formar clubes y organizaciones que apoyasen a Vasconcelos. Fueron ellos los que acompañaron al candidato en su recorrido por el país, y fueron ellos las víctimas inevitables de la represión. Con más éxito en las ciudades que en el campo, arengaban a la gente en plazas, en mercados, en vecindades, en parques, reuniendo pequeños donativos. La propia candidatura de Vasconcelos se había construido laboriosamente, partiendo de un Frente Nacional Renovador, de origen estudiantil, hasta convertirlo en el abanderado del Partido Nacional Antirreeleccionista, con un discurso que donde lo mismo se adjudicaba la calidad de sucesor directo del pensamiento maderista, que ejecutor del mito de Quetzalcóatl.

Los jóvenes universitarios asumieron con entusiasmo la tarea de hacer proselitismo en favor de José Vasconcelos.

Los jóvenes universitarios asumieron con entusiasmo la tarea de hacer proselitismo en favor de José Vasconcelos.

El presidente provisional, Emilio Portes Gil, había prometido garantizar un ambiente respetuoso y libre para el desarrollo de las campañas. Los estudiantes, que le debían la autonomía de la Universidad Nacional, y antes, la de la Escuela Libre de Derecho, le creyeron. Pero en el fragor de la campaña se dieron cuenta de que no bastaban con las buenas intenciones de Portes Gil. El recorrido por el país estuvo lleno de amagos, de amenazas, de agresiones. En Oaxaca, hubo un incidente terrible: no solo fueron tiros al aire para dispersar a los asistentes a un mitin vasconcelista; hubo machetazos. Vasconcelos afirmó después que en aquel suceso murió un niño de corta edad, degollado por uno de los atacantes,

Desde enero de 1929 el recorrido nacional de Vasconcelos estuvo marcado por las hostilidades. En lo formal, no había obstáculos gubernamentales, pero las agresiones se sucedían una tras otra. En Guadalajara, a donde el candidato había llegado en enero, sus seguidores sufrieron agresiones con palos y machetes; incluso hubo varios apuñalados. Furioso, Vasconcelos protestó dirigiéndose a Portes Gil. El presidente condenó el ataque, y llamó a todo mundo a serenarse. Incluso solicitó a los gobernadores que no autorizaran contramanifestaciones y que garantizaran la seguridad de todos los candidatos. Fueron palabras al viento. En Tampico, se hizo visible el encargado del trabajo sucio en el PNR: Gonzalo N. Santos, que ordenó cerrarle el paso a los vasconcelistas, a los que aterrorizaron con disparos. En Torreón, las agresiones contra Vasconcelos fueron directas, tiroteando el hotel donde se hospedaba. A la capital llegaron las versiones de que se pretendía asesinar al candidato.

De principio a fin, los vasconcelistas fueron hostilizados. A pesar de las promesas de protección del presidente Portes Gil, el candidato y sus partidarios fueron agredidos y hostilizados en todo el país.

De principio a fin, los vasconcelistas fueron hostilizados.

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Esa cauda violenta siguió a José Vasconcelos hasta su regreso a la ciudad de México, donde la muerte esperaba a sus apasionados seguidores.

LA MUERTE DE GERMÁN DE CAMPO

Eran jóvenes “de ardiente pureza”, sacrificados. Así los evocaría después Antonieta Rivas Mercado, también militante de la campaña. Le tocaría a aquella mujer, audaz y riquísima, consolarlos la noche en que las balas arrebataron a Germán de Campo.

Septiembre 29: era ya de noche. Terminó el mitin en el Hemiciclo a Juárez. El orador había sido Germán, un muchacho rubio, al que Antonieta Rivas Mercado recordaría con cara todavía de niño, que había contenido a la gente, cuando descubrió, entre los asistentes, a un sujeto que, la noche anterior le había atacado con un garrote. “A nuestro paso no han de quedar cadáveres”, dijo De Campo, cuando los vasconcelistas quisieron cobrársela al agresor.

Alborotada aún la gente, quisieron caminar pacíficamente por lo que hoy es Avenida Hidalgo, pensando en rearmar la manifestación en el jardín de San Fernando, en la colonia Guerrero. Entonces empezó la tragedia.

Caminaban juntos algunos de los principales activistas y oradores del movimiento: Germán de Campo, Mauricio Magdaleno,

Manuel Moreno Sánchez, Vicente, el poeta hermano de Mauricio. Entonces aparecieron el automóvil, en sentido contrario.

Del vehículo salieron las ráfagas de ametralladora; la gente intentaba escapar. De Campo, pretendiendo reagrupar a los vasconcelistas, gritó: “¡Si nos han de matar, que sea de frente!”

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En ese momento, un hombre se le acercó y le soltó un tiro en la nuca. Germán de Campo cayó, sin darse cuenta de que se moría. Sus compañeros quisieron levantarlo, pensando que el muchacho había resbalado. Cuando vieron sus cabellos claros empapados de sangre, entendieron la tragedia. Los vasconcelistas alcanzaron a detener al asesino. Era el mismo hombre al que De Campo había salvado en el Hemiciclo.

El auto se fue, tan rápido como había llegado. Pero hubo quien identificara a los ocupantes, quien anotara las placas. En ese auto iba Gonzalo N. Santos.

Los compañeros de Germán de Campo, pasada la dolorosa tarea de proteger el cadáver, acabarían en la casa de Antonieta Rivas Mercado, que los puso a beber coñac, para que el alma les regresara al cuerpo. El PNR había mandado a su peor gatillero a atacarlos.

UN FUNERAL, UNA DERROTA Y EL OLVIDO

El funeral de Germán de Campo fue multitudinario. De la calle de Bolívar, donde fue velado el muchacho, hasta el panteón de Dolores, una multitud lo acompañó, mientras Vasconcelos, furibundo, exigía justicia. El presidente Portes Gil se comprometió a encontrar a los culpables. Nadie vacilaba en señalar a Gonzalo N. Santos como el autor intelectual del crimen.

Pero todo quedó en la impunidad. “No es que el gobierno no se atreviera a proceder contra el instrumento del PNR”, se quejó Antonieta. “Es que no quería hacerlo”.

La tragedia hirió en el alma el espíritu festivo del movimiento, que antes cantaba estribillos a favor de Vasconcelos, con la música de la Adelita o de La Cucaracha. Hubo pretextos, dilaciones, tortuguismo. La muerte de Germán de Campo quedó en la impunidad.

La violencia continuó. El 10 de noviembre hubo otro enfrentamiento entre matones del PNR y vasconcelistas; hubo 10 muertos y varios heridos graves, hasta el jefe de la policía, el famoso Valente Quintana, salió de ahí con una herida en la cabeza.

Lo que siguió es historia política: Vasconcelos, oficialmente, fue derrotado por Ortiz Rubio, con cifras que, incluso hoy día, resultan ridículas. Es tema de debate, todavía, si Vasconcelos perdió o no la elección- Lo que es cierto es que, las cifras que se le concedieron nada tenían que ver con el volumen visible de adeptos que lo seguían. El día de las elecciones, en la ciudad de México, murieron 9 personas y se registraron 19 heridos.

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Ofuscado, Vasconcelos esperaba la oleada revolucionaria que defendiera la victoria que proclamaba. Pero hubo escasos, pequeños levantamientos. El movimiento no pudo o no supo enfrentarse a la brutalidad del PNR. Ardiendo de indignación y decepción, Vasconcelos se exilió. A lo largo de los años, sus biógrafos se han preguntado si el antiguo ministro de educación no sentía culpa por los muertos durante su campaña. En marzo de 1930, se encontraron los cuerpos de más de un centenar de vasconcelistas en el pueblo de Topilejo. No solo era asegurar la victoria electoral, sino de procurar que a nadie más se le ocurriera oponerse al poder.

¿Y los jóvenes? Les ganó el desencanto, el horror. Mauricio Magdaleno escribió después un texto sobre la derrota de Vasconcelos, que él consideraba un fraude electoral. Lo tituló “Las Palabras Perdidas”. Lo que más dolía, dijo, “fue salir sin el menor disimulo a la calle y hablar y gritar rabiosamente nuestra desesperación. Nadie nos hizo caso, como si lo de 1929 no hubiese existido nunca. Uno de los nuestros, un artesano de nuestros clubes de barriada, se plantó un día en una esquina de San Juan de Letrán y gritó agresivamente: ¡Viva Vasconcelos! Ni lo aprehendió el policía de la esquina ni menos nos tomaron en consideración quienes transitaban por ahí. El vasconcelismo pertenecía al pasado, un abstracto y fantasmal pasado”.