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Crimen, espectáculo e impunidad: los delitos de Alfredo Ríos Galeana

Los recuentos de la criminalidad del México ochentero reflejan la desesperanza que la crisis económica y el fracaso de las utopías de la década anterior habían creído posibles. La miseria material y emocional quebrantaba límites, y, encarnado en delincuentes de gran eficacia, empezó a crecer un fenómeno que, hasta la fecha, forma parte, tristemente, de la vida diaria: la impunidad

Historias sangrientas

Ríos Galeana se retiró de la industria del crimen. Casi veinte años después de su espectacular fuga, fue recapturado en Estados Unidos y extraditado a México. No se salvó de la prisión.

Ríos Galeana se retiró de la industria del crimen. Casi veinte años después de su espectacular fuga, fue recapturado en Estados Unidos y extraditado a México. No se salvó de la prisión.

Era inevitable que el agobio económico que dejó el sexenio de José López Portillo también influyera en el modo en que la violencia, la criminalidad y la muerte se filtraron en la vida pública del México de los ochenta. La corrupción soterrada, de baja intensidad, que menudeaba en forma de “mordidas” de poca monta, nacida al calor de las pequeñas ilegalidades –pasarse los altos, soltar “una lana” para no pisar el Torito, robarse una chuchería en un supermercado- seguía ahí, pero hubo quien aprendió, de las escaramuzas de la guerrilla urbana de los 70, que los asaltos bancarios eran, cuando tenían éxito, sinónimo de dinero rápido. Solamente se necesitaba afinar los procedimientos. Así surgió un personaje petulante, habilidoso en lo suyo, casi casi un favorito de la prensa policiaca del México ochentero que vio con asombro ribeteado de torcida admiración, las hazañas delictivas de Alfredo Ríos Galeana.

El personaje impresiona por la petulancia que exhibió tanto en su comportamiento criminal como por su manera de enfrentarse a los medios de comunicación, después de las varias ocasiones en que fue capturado por los cuerpos policiacos.

Ríos Galeana llegó a resultar tan llamativo para la prensa, que el análisis de su personalidad fue publicado por la prensa, y no solamente por los pasquines policiacos: hasta la culta audiencia de un joven y progresista periódico, el Unomasuno, se interesaba por conocer la naturaleza del personaje, por saber quién era ese hombre, treintón hacia 1981, guerrerense, que a los 17 años se fue a la ciudad de México, escapando de un hogar miserable. No encontraría, para alejar el fantasma de la miseria que atenazó sus primeros años, mejor ruta que la de asaltante de alto impacto, de criminal despiadado y escurridizo.

Como además Ríos Galeana resultó un criminal de palabra fácil y muy dado a las fabulaciones, su biografía tiene aires de novela picaresca. Afirmaba que estuvo en el ejército, que llegó a sargento segundo; en una de esas ocasiones en que se le aprehendió, afirmó que estudió ingeniería civil, y hasta exhibe un título, que está a nombre de un tal Luis Fernando Gutiérrez Martínez.

En otro interrogatorio declaró que solamente llegó al quinto semestre de ingeniería. Los sicólogos que lo evaluaron confirmaron su paso por las fuerzas armadas. A partir de esa experiencia, opinan los expertos, “fue adquiriendo un desarrollo ascendente para el rompimiento de la norma”. De ahí a hacer carrera delincuencial, es la reflexión de aquellos días, no hay mucha distancia.

POR LA SENDA DEL CRIMEN

Con ese análisis psicológico, y con el currículum que sí puede probarse de Ríos Galeana, se empezó a pintar parte de la trama oscura de la década. La espectacularidad del delincuente hace que su historia se vaya desgranando en las páginas de las secciones policiacas, y lo vuelve personaje en los noticiarios televisivos. Los archivos policiacos consignan que por algún delito menor, Ríos Galeana estaba fichado desde 1974, pero algún conveniente olvido, o la muy probable corrupción, le permitió ingresar, nada menos, que al Batallón de Radio Patrullas del Estado de México, el tristemente célebre Barapem.

Allí, Alfredo Ríos Galeana se conviertió en un personaje destacado de la que presumía ser un “modelo” de las corporaciones policiacas. En esa agrupación, que presume, en los años 70 del siglo pasado, de eficacia, Ríos Galeana destaca: era hábil y de pronta reacción; imparte clases de tiro, de defensa personal y de educación física. Se vuelve todo un personaje, un policía modelo.

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Hasta ahí todo suena muy bien. Pero al cabo de un año, el Barapem se había convertido en sinónimo de deshonestidad, de miedo, de corrupción.

Los integrantes del afamado cuerpo policiaco se conviertieron en una amenaza pública: todos les temían en el Estado de México: hacían redadas, secuestraban gente adinerada, asaltaban autobuses, y uno de sus pasatiempos preferidos era cazar a los obreros y albañiles el día de pago. Si se resistían, los golpeaban, los torturaban y los amenazaban con sembrarles droga. El Barapem es muy temido, no sólo por sus delitos y por su violencia, sino por la impunidad que los arropa. Nadie levanta una mano para frenar los crímenes de los policías corruptos.

Es esa impunidad la que detona el escándalo: Fidel Velázquez, ese líder del sector obrero, tan longevo que parece eterno, se sale de la institucionalidad y amenaza con marchas y manifestaciones de protesta en Toluca. Es tal la presión, que en septiembre de 1981 el Barapem desaparece.

Pero Alfredo Ríos Galeana, formado en las filas del corruptísimo cuerpo policiaco, contempla de lejos esa historia. Dejó el empleo en 1978 por dos razones: una, el bajo salario. La segunda, en los primeros días de enero de ese año, comete su primer robo en serio. Ya no necesita la cobertura del Barapem: ¿Por qué quedarse en las ligas menores? En su fueron íntimo, llega a varias conclusiones: la chamba de policía no vale la pena, aunque se engorde el salario con mil transas y delitos. Decidió Ríos Galeana que el dinero estaba, realmente, en los asaltos bancarios son su fuerte y en eso concentró sus energías y sus habilidades.

UN ASALTANTE FAMOSO Y OCURRENTE: “ME AGARRABAN MADRES”

México comenzó a saber del asaltante Ríos Galeana y de su banda en septiembre de 1979, cuando atracó una sucursal de Bancomer en Hidalgo. En la persecución, aparatosa y espectacular, protagonizada por los delincuentes y la Policía Federal de Caminos, quedan muertos oficiales, taxistas y agricultores que se han resistido a ceder sus automóviles a los ladrones en fuga.

Cuando fue apresado, en 1981, la historia de la corrupción policiaca Salió a flote. Se le interroga y sus respuestas asombran a las autoridades: están ante un estratega del crimen: Alfredo Ríos Galeana aprovecha todo lo aprendido en sus años del Barapem. Monitorea los movimientos policiacos –tiene una radiopatrulla- conoce las claves de comunicación y conserva numerosos amigos y cómplices en los cuerpos de policía. Asegura que reparte mucho dinero –cinco millones de pesos al mes- porque lo dejen “trabajar”. Fanfarronea: si está tras las rejas, es porque alguien “de muy arriba” pidió mucho más dinero.

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Es 1981, y los reporteros sacan cuentas: entre 1978 y 1981, Ríos Galeana y su banda –a la que gusta encabezar en los asaltos- son los responsables de 26 asaltos bancarios, 50 robos a casa habitación, 6 asesinatos, robos a 17 negocios, y asaltos a 10 tiendas de abarrotes. En la lista de los comercios e instituciones asaltadas, hay oficinas de Telégrafos de México, y numerosos almacenes de la empresa gubernamental que vende alimentos a precios subsidiados: la Conasupo.

El país se asombró con la verbosidad de este expolicía que, no contento con dedicarse a los asaltos muy sonados, le daba por cantar. De hecho, cuando lo capturaron, gracias al soplo de un cómplice, la policía se encontró con que Ríos Galeana se había operado la nariz en tres ocasiones, para no ser reconocido, y, sintiéndose seguro y completamente impune, dedicaba sus ratos de ocio a presentarse en los palenques y en algunos cabarets de bajo nivel. En los escenarios adopta la personalidad de Luis Fernando, el Charro Cantor.

El asombro no decrece cuando se trata de Alfredo Ríos Galeana. Con su personalidad de cantante, ya tiene grabado un disco LP y tres discos sencillos. Sorprendido cuando se disponía a iniciar su show en un palenque clandestino, intercambió disparos con la policía. Cuando se quedó sin balas decidió rendirse, y después, cuando se le presentó ante los reporteros, en un alarde que muchos califican de cínico y fanfarrón, prometió fugarse antes de un año. Lo cumpliría.

Las fugas de Ríos Galeana generaban tanto escándalo como sus capturas: logró huir de una prisión en Pachuca; en 1982, se fugó del penal de Barrientos, en Tlalnepantla. Se volvió personaje de leyenda.

Sus asaltos con inconfundibles: en 1983 se llevó 200 millones de pesos de un banco poblano. Una docena de miembros de la banda cayeron presos por aquellos días, y se evaden con absoluta tranquilidad. La discusión pública habla, sin tapujos, de corrupción en los penales. En 1984, vestido con elegancia, Alfredo Ríos Galeana entró al Banco de Cédulas Hipotecarias y le abrió camino a sus hombres. El botín, 236 millones de pesos.

Así pasaron un par de años, vertiginosos, en fuga constante. Fue detenido después de una persecución que inició en una casa en las cercanías de Plaza Aragón, y en la que Ríos Galeana usó, para escapar, un camión de pasajeros que asaltó y abandonó, para luego abordar un auto compacto a cuyo propietario le dice que lo persiguen para asaltarlo. Cercado por patrullas del estado de México y una nube de judiciales, no le queda otra que rendirse, no sin rezongar: “al correr por primera vez se me cayeron 4 cargadores y no pude disparar más; de no ser así, me agarraban madres”.

Las declaraciones del asaltabancos hicieron las delicias de la fuente policiaca: al detenerlo en 1986, se recuperaron 100 millones de pesos y muchas armas; en sus siete años de actividad, dicen los acuciosos, dio, por lo menos, un golpe grande al mes, y el monto total de sus robos se estima en unos mil millones de pesos. No hay institución bancaria del país que no haya sido asaltada por Alfredo Ríos Galeana. Lo mismo pueden decir todas las cadenas de supermercados e, incluso, mismísimo Instituto de Cardiología.

Sin duda, en 1986 era el delincuente del momento; Alfredo Ríos Galeana tenía algo de superestrella y los periódicos vespertinos vivían pendientes de lo que declarara, aunque en ello abunden las fanfarronadas, los chismes y las amenazas: “soy muy inteligente, y mi captura no fue por un error sino por un chivatazo”. Procesado, se le envía al Reclusorio Sur.

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Allí, se supone, debió cumplir una condena de 40 años. Pero solo habían transcurrido 22 meses cuando se fugó por todo lo alto: el escape del famoso David Kaplan, ocurrido en los años 70, dejó de ser un caso de excepción. En noviembre de 1986, un grupo de hombres y mujeres entró al Reclusorio por los juzgados. Con una granada sembraron el pánico y llegaron hasta la celda de Ríos. Con la complicidad de un custodio, ganaron la entrada principal y se robaron los autos que encontraron ahí. Los testimonios dicen que Alfredo Ríos Galeana se marchó conduciendo un Mustang rojo, a toda velocidad.

El escándalo fue mayúsculo. Se habló de corrupción, de sobornos al director del penal, que iban de los 70 a los 200 millones de pesos. Pero a Ríos Galeana nadie lo volvió a ver. Cuando lo capturaron, dijo que, después de todo, “ya se iba a retirar del robo.

Volvió a aparecer en la prensa casi 20 años después, en julio de 2005, cuando, en la población californiana de South Gate, intentó tramitar una licencia de conducir a nombre de Arturo Montoya. Extraditado a México, las autoridades encontraron que quince de los delitos por los cuales se le había procesado ya habían prescrito, pero no se escapó de la cárcel; quedaba pendiente una condena por homicidio, y fue enviado al penal de alta seguridad del Altiplano.

Alfredo Ríos Galeana muró en diciembre de 2019, a causa de “una infección en la sangre”. Solamente había pasado cinco años en prisión.