Nacional

La disputa por el poder: los muertos del delahuertismo

Adolfo de la Huerta no quería pasar a la historia como “un caudillejo” y, tampoco
quería pensar mucho en las muertes que sus malquerientes políticos le achacaron
y que seguramente cargó en su conciencia para el resto de sus días. De alguna
manera, los rivales del secretario de Hacienda convertido en sublevado tenían
razón: la ausencia de una dirección firme en la rebelión que estalló en diciembre
de 1923, las ambiciones desmedidas y la violencia despiadada, tejieron una red
mortal.

El gobernador socialista de Yucatán tomó partido por el gobierno de Álvaro Obregón. Las fuerzas delahuertistas que se movían por la península desobedecieron la orden de Adolfo de la Huerta de respetar la vida de Carrillo Puerto y lo fusilaron.

El gobernador socialista de Yucatán tomó partido por el gobierno de Álvaro Obregón. Las fuerzas delahuertistas que se movían por la península desobedecieron la orden de Adolfo de la Huerta de respetar la vida de Carrillo Puerto y lo fusilaron.

Enero de 1924 empezó mal para la rebelión delahuertista y terminó todavía peor. La breve experiencia “revolucionaria” que pretendía defender una candidatura presidencial “independiente”, es decir, sin el respaldo del presidente Álvaro Obregón, tuvo las naturales bajas en combates, pero dos muertes, en particular pesarían en el ánimo de Adolfo de la Huerta; dos muertes de civiles, importantes piezas de la lucha política desatada entre esa fracción disidente que no había hallado mejor ruta que la sublevación militar, y el poder del gobierno federal, manejado por Álvaro Obregón con rudeza y brutalidad.

Dos civiles, uno gobernador, otro senador de la República, fueron asesinados en el curso de un mes, mientras los rebeldes trataban de organizarse para presentar un frente unificado de resistencia. No lo lograrían. En cambio, el fusilamiento de Felipe Carrillo Puerto, gobernador socialista de Yucatán, fue un rudo golpe a la estabilidad emocional de De la Huerta, al que Obregón no vaciló en señalar como responsable directo del crimen.

El otro asesinato, cometido en la ciudad de México, era un mensaje inequívoco del obregonismo: al balear al senador por Campeche Francisco Field Jurado en una esquina de la colonia Roma, los operadores del presidente dejaron muy claro que nadie que apoyara o simpatizara con la causa delahuertista saldría ileso de aquel enfrentamiento.

LA MUERTE DEL DRAGÓN ROJO

En enero de 1924, Felipe Carrillo Puerto llevaba 20 meses en la gubernatura de Yucatán. Su vida, en esos días, fue un torbellino, tratando de mejorarle la vida a los indios mayas que, durante siglos, se habían mantenido en resistencia, a veces sorda y soterrada, a veces tumultuosa. Veinte meses habían sido suficientes para enemistarse a muerte con los grandes hacendados del estado, con la “casta divina” que se sentía dueña de tierras y de seres humanos. Ellos habían inventado un peculiar apodo para el gobernador: El Dragón Rojo de los Ojos de Jade.

Hace un siglo, Yucatán era una tierra de extremos: allá convivían dos mundos: el casi feudal de los hacendados del henequén, y el vertiginoso y moderno nacido de la revolución. Cuando Felipe Carrillo Puerto fue electo gobernador del estado, por el 95% de los votos, aspiraba a transformar la vida de todos los habitantes de la península. Sus enemigos jurados, aquellos que veían peligrar sus bienes y sus caudales, decidieron que aquel hombre no duraría mucho en el gobierno estatal.

En esos veinte meses Carrillo Puerto gobernó Yucatán moviéndose por todos lados, corriendo en varios caminos a la vez. Para enero de 1924, había logrado declarar de interés público la industria del henequén, el “oro verde” de la península, y creó organismos modernos para mejorar aquella rama productiva, como la Comisión Exportadora de Yucatán; también favoreció el surgimiento de una Liga de Medianos y Pequeños Productores de Henequén. Con esas medidas, hirió en lo más sensible a los hacendados.

Pero no fue lo único que hizo: resucitó la repartición de tierras e implantó un sistema socializante en la producción de los ejidos.

Yucatán era, desde la década anterior, un muy interesante laboratorio social, donde se habían efectuado congresos feministas donde se debatió con intensidad. El Dragón Rojo hizo realidad la demanda de las activistas: dio a las mujeres del estado el derecho a votar y a ser votadas. Tres mujeres ocuparon, por primera vez en la historia del país, cargos de elección popular: Elvia Carrillo Puerto, Rosa Torres y Genoveva Pérez.

Lo que más inquietaba a sus rivales, era sus proyectos de socialización de la riqueza; llamaba al pueblo a “imponerse”, abriendo y saqueando las tiendas de los comerciantes acaparadores. “Hay que poner en práctica los principios bolcheviques. Hagamos ondear la bandera roja de las reivindicaciones”. Carrillo Puerto era hijo de comerciantes y a través del periodismo se involucró en la política. Había estado en Morelos, para conocer de cerca el ideario y las acciones del zapatismo. Hacia 1915, de regreso en la península, su pensamiento político había virado por completo hacia el socialismo. En 1921, como candidato del Partido Socialista, había ganado por una mayoría que no puede sino calificarse de abrumadora: 95% de los votos.

Era un personaje incomodísimo para la “casta divina”. En 1923 había repartido ya más de 600 mil hectáreas entre 30 mil familias; promovía “bautizos socialistas” y bodas comunitarias. A ellos les entusiasmó la posibilidad de colaborar en la caída y el asesinato del gobernador, cometido al calor de las sublevaciones afines al delahuertismo.

Partidario de Obregón, Carrillo Puerto combatió a los delahuertistas. Pero hubo de salir de la península, porque los hacendados dieron armas y recursos a los rebeldes, acrecentando su fuerza en la península. Salió de Yucatán por mar, pero el barco en el que viajaba naufragó. Sus enemigos le pisaban los talones. Con algo de fatalismo, el gobernador Carrillo Puerto se entregó a sus perseguidores. Fueron los representantes en Yucatán del Partido Cooperativista, que respaldaba la rebelión, quienes lo apresaron en Holbox, Quintana Roo, el 21 de diciembre de 1923. De ahí lo trasladaron a la penitenciaría Juárez, en Mérida.

Adolfo de la Huerta era un hombre honesto. Al enterarse de la captura del Dragón Rojo, envió una instrucción terminante: había de respetarse la vida del prisionero y de sus seguidores. Pero el coronel delahuertista Juan Ricárdez, que se autonombró gobernador de Yucatán, ignoró la orden. Él firmó la sentencia de muerte de Felipe Carrillo Puerto.

Aunque era un civil, el gobernador caído fue sometido a un juicio militar, que lo condenó a muerte. En un gesto de burla infame, la última noche de su vida la pasó en su celda, escuchando a los músicos que tocaban, una y otra vez, “Peregrina”, la canción que mandó componer para la norteamericana Alma Reed, con la que planeaba casarse. En la madrugada del 3 de enero de 1924, Felipe Carrillo Puerto fue fusilado, junto con sus tres hermanos y sus nueve colaboradores más cercanos.

En la capital, Álvaro Obregón denunció el crimen: “El asesinato de Felipe Carrillo Puerto lleva pesar a las casas del proletariado y a muchos miles de seres humildes que, al recibir la noticia, sentirán lágrimas de dolor sincero deslizarse sobre sus mejillas. Don Adolfo de la Huerta comprenderá la monstruosidad de su crimen cuando reciba las protestas furiosas que lanzarán los trabajadores de todo el mundo”.

De la Huerta negó tener responsabilidad en la muerte del yucateco. Culpó al general rebelde Hermenegildo Rodríguez, y al poco tiempo, el verdadero asesino, Juan Ricárdez, fue fusilado en Honduras por petición de Luis N. Morones.

Un periodista inglés, Howard W. Phillips, testigo de la rebelión delahuertista escribió: “El gobierno de los Estados Unidos ayudó al gobierno de Obregón con armas y cartuchos y estableció un embargo de las mismas mercancías para los rebeldes. Sin embargo, como De la Huerta recibía armas por parte de Belice y Honduras Británicas, era imperativo que mantuviera abierta la ruta de Belice, Yucatán y Veracruz. Esta, me parece, fue la razón por la que el gobernador de Yucatán, que permaneció leal a Obregón, fue asesinado”.

El asesinato del senador cooperatista Francisco Field Jurado atemorizó a los legisladores que se oponían a la ratificación de los Tratados de Bucareli. Y aunque el gobierno obregonista prometió una investigación rigurosa. el crimen quedó impune.

El asesinato del senador cooperatista Francisco Field Jurado atemorizó a los legisladores que se oponían a la ratificación de los Tratados de Bucareli. Y aunque el gobierno obregonista prometió una investigación rigurosa. el crimen quedó impune.

CRIMEN EN LA CAPITAL: EL CASO FIELD JURADO

Al senador por Campeche, Francisco Field Jurado uno de los hombres notables del Partido Cooperatista, no le daban miedo las amenazas del obregonismo. Mientras algunos de sus compañeros de partido, como Martín Luis Guzmán, preferían poner tierra de por medio, y otros se habían ido con De la Huerta, como Jorge Prieto Laurens, Field se quedó para bloquear, en el Senado de la República, la ratificación de los acuerdos derivados de lo que hoy conocemos como las “Conversaciones de Bucareli”, el precio a pagar por el reconocimiento estadunidense al gobierno de Álvaro Obregón.

En enero de 1924, los cooperatistas, diputados y senadores, eran amenazados, sistemáticamente, por Luis N. Morones, el muy poderoso líder de la Confederación Regional Obrero Mexicana, la CROM. Aquellas amenazas de muerte, incluso se publicaban en la prensa cotidiana. Una parte importante de aquellas frases iban dirigidas al senador por Campeche. Field Jurado, con desprecio manifiesto, tomaba los mensajes como materia de burla. No les tenía miedo, le aseguraba al país entero.

Conocía el origen de los mensajes, y señaló abiertamente a Morones. Lo llamó corrupto, y matón a sueldo de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. A nadie le era desconocido el origen de tanta inquina: con otros compañeros senadores, Francisco Field formaba un bloque que se oponía a la ratificación, por considerarla dañina para la Nación, de la Convención General de Reclamaciones, que México sostenía con el gobierno de Estados Unidos. Probablemente esos acuerdos no suenen familiares; en la actualidad se les llama Tratados de Bucareli.

El senador Field hablaba claro y fuerte: afirmaba que aquel pacto daba a los estadunidenses privilegios que ni los mexicanos tenían.

La aprobación de los acuerdos de la Convención General exigía la ratificación del Senado. Field Jurado organizó a los legisladores que se oponían al pacto, para que se ausentaran sistemáticamente del pleno y no se alcanzara el quórum de 38 senadores que se necesitaba para cerrar el asunto. Los pleitos en el Senado se hicieron más agresivos a medida que se retrasaba la ratificación. Nada hizo flaquear al legislador campechano, y eso le costó la vida.

A fines de ese oscuro enero de 1924, Field Jurado llegó en camión a la colonia Roma, donde residía. Ignoraba que detrás del vehículo, a bordo de un auto Dodge, viajaban cinco hombres, con el encargo de interceptarlo y asesinarlo. Eran militares: el coronel José Prevé, un capitán de apellido Zentella, y otros tres: Ramírez, Planas y Jaramillo.

Cuando advirtieron que el senador bajaba del autobús, cuatro de los matones saltaron a la calle. Disparan. El atentado está en marcha, ninguno hiere a Field Jurado, que escapa por la calle de Tabasco. Sus atacantes lo persiguen, gritándole insultos. Field tiene que apurarse si quiere salir con vida.

El senador por Campeche da vuelta al llegar a la calle de Córdoba, pero dos de los criminales han rodeado la cuadra por Colima; Field Jurado se los encuentra de frente. Ya nada puede hacer Prevé y Zentella le disparan casi a quemarropa.

Francisco Field Jurado cae al piso, muriendo. Prevé vuelve a insultarlo, dispara nuevamente contra el cuerpo que yace en el piso. Los vecinos de Córdoba y Tabasco dirán que escucharon ocho tiros. Luego, la estridencia de los neumáticos delata el escape de los asesinos.

El crimen, naturalmente, se vuelve un escándalo nacional. La protesta se acalla con brutalidad: tres senadores son secuestrados. Francisco J. Trejo, Enrique del Castillo e Idelfonso Vázquez son metidos a la fuerza en un auto, y temiendo lo peor, entre golpes e insultos, son conducidos a una hacienda, el Ojo de Agua, cercana a la carretera a Pachuca.

El miedo puede más que la indignación: en el senado se escuchan los gritos de Vito Alessio Robles: ¡el bloque cooperatista debe protestar! Asesinados, exiliados, secuestrados, ¿Qué más debe ocurrir para que se escuchen las voces de los delahuertistas en derrota? ¿Ya se les olvidó a los compañeros senadores que solamente han transcurrido diez años desde que el huertismo mató a Belisario Domínguez, a Pastelín y a Serapio Rendón?

Alessio Robles señala a Morones como el autor intelectual del homicidio y los secuestros; Morones, que también es diputado, debe ser consignado ante la Comisión Permanente para que, despojado del fuero, se le procese como el asesino que es.

En respuesta, Álvaro Obregón ofrece respaldar la investigación y encarga el asunto al Procurador General y al Gobernador del Distrito Federal. Pero nadie tiene demasiadas esperanzas. Muchos se contentan con el hecho de que, dos días después del asesinato de Field Jurado, los tres senadores secuestrados regresen sanos y salvos, pero muertos de miedo. Es el pavor lo que apaga la beligerancia cooperatista en el Senado; ya saben que el cuerpo de Field recibió diez tiros, varios de ellos en el rostro. Nadie quiere seguir su suerte.

El miedo se convierte en el factor decisivo, y los Tratados de Bucareli son ratificados por el Senado, por 28 votos a favor. Solo hay 14 votos en contra. Ya a nadie le importa llevarle la contraria a Álvaro Obregón.

¿Y la investigación policiaca? ¿Y las promesas del presidente? Todo se vuelve humo; todo es impunidad. Aunque se saben nombres y cargos, la investigación se estanca. En un par de ocasiones, el procurador del Distrito Federal intenta inventar culpables, para sacar de la mirada pública a los asesinos, gente cercana a Morones. Como la artimaña no funciona, prefieren dejar que el fragor político ayude a desvanecer el interés público. Solo Vito Alessio Robles seguirá, durante años, denunciando a los asesinos, que nunca pisaron una cárcel.