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Escándalos Novohispanos: los casos de bigamia

Los siglos virreinales constituyen una época llena de incertidumbres: cualquier iniciativa que fuera más allá del vecindario donde se nacía, era una aventura con finales impredecibles. Quienes, desde España planearon construir una nueva vida en estas tierras, no sabían si volverían, si la fortuna les sonreiría. Por eso, apenas empezaban a sentirse cómodos en lo material, empezaban a atender las necesidades del corazón. Pero la lejanía no era el único pretexto

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Una de las razones de la bigamia como un delito recurrente en el mundo novohispano estaba en la ruptura que suponía moverse de un lado al otro del mar en busca de fortuna.

Una de las razones de la bigamia como un delito recurrente en el mundo novohispano estaba en la ruptura que suponía moverse de un lado al otro del mar en busca de fortuna.

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Cada tanto, había uno de estos escándalos: a Fulano, o a Zutano, que tan respetables se veían y eran conocidos como hombres más o menos decentes en su vecindario, de repente se les descubrían cosas insospechadas. Como, por ejemplo, que el hombre en cuestión tenía esposa al otro lado del mar, con una buena dotación de chiquillos. Es decir, era bígamo. Lo que ocurría es que se había embarcado para la Nueva España en busca de fortuna y… bueno… pasa el tiempo… y uno se siente solo… y…

No fueron pocos los casos de bigamia detectados a lo largo de los siglos. Como casarse dos veces, hace quinientos, cuatrocientos o trescientos años, era transgredir el sacramento matrimonial, pues no existía otro recurso institucionalizado para vivir en pareja, el asunto se volvía un delito contra la fe, y el bígamo en cuestión se volvía cliente potencial del temible Tribunal del Santo Oficio, es decir, de la Inquisición. Esto permitió que en los documentos que hoy se resguardan en el AGN puedan leerse una cierta cantidad de casos de bígamos atrapados en flagrancia por las autoridades eclesiásticas. Al examinar los detalles de estos procesados, es posible asomarse a un hecho brutal: muchos de esos casos de bigamia están sustentados en la vida en el aquí y en el ahora, porque el mañana es incierto, y hay necesidades del cuerpo y necesidades del alma qué atender.

La vida novohispana está llena de extraños rincones, de anécdotas que, unidas, dan cuenta de la manera en que se construyó nuestra identidad, barroca, habituada a la contradicción y dotada de un ingenio increíble para vencer toda clase de obstáculos. Lentamente, en la medida en que los habitantes de la Nueva España fueron construyéndose como una abigarrada y diversa comunidad; en la medida en que la población no se compuso solamente de españoles, indios y africanos como grupos separados, sino de una urdimbre compleja pero rica, basada en muy diversos mestizajes, empezamos a adquirir un particular modo de vivir y ser. Porque, aun cuando el “mestizo”, tradicionalmente, era el hijo de español e india, poco a poco esos mestizajes involucraron a la población africana que empezó a llegar a la Nueva España. La rígida escalera social del virreinato metió a muchos de esos novohispanos en el muy incómodo bote que llamó “castas”, donde los mulatos, los cuarterones, los saltapatrás, los lobos, los zambos y muchos más, eran el resultado de un principio capital, viejo de siglos, que todas las mujeres y todos los hombres, de ayer y de hoy conocen: en el corazón no se manda.

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Y como esa es una de las grandes verdades de la condición humana, las grandes distancias entre una y otra población, el paso de un modo de vida a otro, la soledad y la gana de volver a empezar en un nuevo lugar fueron todas condiciones que determinaron la vida en la Nueva España, y propiciaron que la persecución de los bígamos no fuera una rareza en la vida de aquellos siglos.

COMPLICACIONES DE LA VIDA EN PAREJA

En la persecución de la bigamia durante el virreinato hay dos momentos muy definidos del mismo fenómeno: los bígamos de los primeros años post-Conquista y, andando las décadas, de muchos personajes perdidos en el día a día de la vida del reino de la Nueva España.

Esos primeros bígamos tienen un factor en común: se trata de españoles que hartos de las sequías en su tierra, cansados de que los empleos sean pocos y mal pagados, aburridos de ver lo mismo día tras día, lían un atado con un poco de ropa y cuatro pertenencias y se van a buscar a la diosa Fortuna al otro lado del mar. Muchos dejan hogar con mujer e hijos, a los que dejan con mil abrazos y cientos de promesas: dicen que hay ciudades donde se barre el oro, apenas junte algo, mando por ustedes. Nada más que me haga rico en esas tierras, me vuelvo al hogar. Ya verán, ya verán, ya verán…

Muchas de estas promesas no se cumplían. Si bien es cierto que hubo quienes, efectivamente, al volverse un poquito más prósperos de los que eran en España, se traían a mujer e hijos, otros, acaso agobiados por la miseria, por la poca generosidad que su tierra de origen les había dispensado, o porque sus ambiciones eran muchas, se forzaban a olvidar, día tras día, hora tras hora, hasta que el hogar lejano se desdibujara, se desvaneciera bajo el sol tibio de la Nueva España. Y entonces, se buscaban mujer. Y llegaban los nuevos hijos, y la vida parecía marchar. De vez en cuando, alguna de las mujeres que se quedaron esperando juntaba dinero y valor, y cruzaba el mar en busca de su hombre. Y a veces daban con ellos. Y entonces eran los pleitos y los llantos, las quejas y las denuncia. Tal vez un bígamo podía pasar buenos años, tratando, a diario, de ahogar esa vocecilla interna que cada mañana le recordaba que, cualquier día, en cualquier momento, lo agarrarían con las manos en la masa.

Uno de los primeros que padecieron estos escándalos caseros, aunque no fue exactamente un caso de bigamia, fue el mismísimo Hernán Cortés, quien, terminada la batalla que arrasó Tenochtitlan, se retiró al pueblo de Coyoacán, donde la pasó razonablemente bien… hasta que apareció doña Catalina Xuarez (Juárez o Suárez) Marcaida, su legítima esposa, que se cansó de esperar al conquistador en su casa de Cuba, y agarró camino para eso que se empezaba a llamar Nueva España.

Aquel asunto terminó mal. De hecho, muy mal. Bernal Díaz del Castillo cuenta que doña Catalina tenía muy mal carácter, y todo eran gritos y reclamos (una historia de las emociones tendría algo que decir de los motivos de don Hernán, aparte de su sed de gloria, para largarse de Cuba hacia la aventura). Seguramente no abonaba a la armonía hogareña el hecho incontrovertible de que en Coyoacán había una mujer indígena objeto de toda clase de consideraciones y que iba a darle un hijo a Cortés. Si eso no era estrictamente bigamia, se le parecía mucho. Y aunque nunca sabremos en realidad cuáles eran los matices y la profundidad de los vínculos entre Malintizn, doña Marina, y Hernán Cortés, es muy probable que las cosas tuvieran un fuerte matiz emocional desde el momento en que se supo que nacería el niño a quien el español dio el nombre de su propio padre: Martín, que sería conocido como El Mestizo.

Siguiendo a Bernal, el hogar coyoacanense de Cortés se volvió un caldero ruidoso y desagradable con la presencia de la Marcaida. El asunto se acabó de manera contundente una noche, cuando, después de un banquete en el que doña Catalina se la había pasado incordiando, peleando con uno de los hombres de Cortés, quejándose y reclamando. Un griterío atrajo a los criados y allegados a don Hernán: en la alcoba del matrimonio los encontraron, ella, muerta, con el rostro amoratado, y él “sujetándola por el cuello”. Catalina había desfallecido repentinamente, aseguró Cortés. Pero las mujeres que amortajaron a la esposa del conquistador contaron después que el cadáver tenía en el cuello marcas de fuertes dedos. Los malquerientes de Cortés se encargaron de hacer correr esas historias, al tiempo en que corría la versión oficial de que Catalina había muerto de asma, aun cuando, hasta su llegada a la Nueva España, era una mujer joven y rebosante de salud.

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Para eludir la maledicencia, Cortés llegó a casar a una de sus cuñadas con uno de sus hombres apellidado Barrios, “porque no le acusasen la muerte de su mujer”, chismea Bernal. Pero no le valió. En 1529, siete años después de la muerte de Catalina, uno de sus excuñados, Juan Suárez de Peralta, lo denunció por asesinato, en nombre de la madre de la muerta y suegra de ambos. Y aunque el juicio se llevó a cabo, Cortés, en 1529, era muy poderoso: ese mismo año había sido ennoblecido con el título de Marqués del Valle de Oaxaca. Todo aquel barullo de tener a dos mujeres en el mismo lugar, que ya no era sino un mal recuerdo, porque Catalina estaba muerta y doña Marina, según algunas fuentes, moriría ese mismo año, ya no eran sino recuerdos.

Pero otros bígamos no tuvieron ni tanta suerte ni tanto poder como Cortés. Son ellos los que, con lujo de detalles, son perseguidos por la Inquisición.

(Continuará)