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Escape hacia Estados Unidos: el gran viaje de Guillermo Prieto

Había salido huyendo de México, decidido a correr la misma suerte que su gran amigo, José María Iglesias. Para no variar, le había tocado ser ministro de hacienda de aquel “gobierno legalista”, compuesto por un puñado de amigos leales que intentaron enfrentarse en 1876 a Porfirio Díaz, y evitar que se quedara, a la fuerza, con la presidencia. La derrota los envió al otro lado de la frontera, donde solo encontraron novedades y asombros.

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Empezó a escribir como loco en enero de 1877, a bordo del barco que, desde el puerto de Manzanillo, lo llevaba al exilio. Nuevamente, Guillermo Prieto, poeta, economista antes de que inventaran a los economistas, periodista y político, había abandonado su zona de confort, y su diputación en Tacubaya, y ahí estaba, escapando de México para eludir la persecución de Porfirio Díaz, que se acababa de hacer con la presidencia de la República.

Astuto, Porfirio, que estrenaba apodo -unos cuantos meses antes los burlones lo habían bautizado como “El llorón de Icamole”- había logrado imponerse a las leyes vigentes, y era el nuevo presidente, le gustara o no al mundo entero, y en eso estaba incluido José María Iglesias, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que se había atrevido a reclamar la presidencia, tal y como lo disponía la ley, en vista de la salida del país de Sebastián Lerdo de Tejada.

Pero la fortuna no los acompañó, y Porfirio Díaz no estaba dispuesto a dejar que los límites que imponía la Constitución de 1857, una vez más la presidencia se le fuera de las manos. Lerdo y su gente estaban neutralizados. Iglesias y los suyos correrían la misma suerte. No mandó matar a ninguno, pero los fue acorralando, hostigándolos por donde se movían. El grupo que acompañaba a José María Iglesias era, de hecho, muy pequeño: nunca un presidente -o presunto presidente- de México tuvo un gabinete tan pequeño, y, al mismo tiempo, tan lleno de sentido de la legalidad.

Porque eso era lo que había sacado de sus casas a esos hombres, dos de ellos acompañados de sus hijos, jóvenes vigorosos y educados en la tradición liberal, y por lo tanto resueltos a acompañar a sus progenitores hasta el mismísimo infierno, si era necesario. A ratos, esa era la sensación: se movían en algo parecido al infierno, porque una vez más la sombra de la guerra civil se paseaba por tierra mexicana, y eso era, precisamente, lo que Iglesias deseaba evitar, a medida que se alejaba de la ciudad de México.

Especial

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Cada vez con menor margen de maniobra, aquellos hombres, a los que la prensa bautizó como “los legalistas”, llegaron al puerto de Mazatlán. Era el 13 de enero de 1877, y a Iglesias, quien seguía ostentándose como presidente interino constitucional. Lo acompañaban cuatro hombres que, junto a él, se jugaban su destino político: Francisco Gómez del Palacio, que tenía la cartera de Relaciones Exteriores, Juan Alcalde, que había sido nombrado ministro de Fomento, Alfonso Lancaster Jones, ministro de Justicia, y Guillermo Prieto, que al mismo tiempo llevaba el encargo del ministerio de Hacienda (una vez más) y el de Gobernación. Completaban el grupo los hermanos de Iglesias y su hijo Juan, y Francisco, el hijo mayor de Guillermo.

Manzanillo le llevó muchos recuerdos al buenazo de Guillermo Prieto, hecho a carreras, viajes y aventuras. Pensó en los agitados días de la guerra de Reforma, cuando pasó por ahí, acompañando al presidente Juárez. A sus casi sesenta años, ya había visto muchas cosas en cuanto a vida política y nacional, y la verdad es que, aun cuando estaba dispuesto a defender la legalidad de la suplencia presidencial, no le impresionaba demasiado otra intentona militar para hacerse con el poder, que, desde los días de la creación de la constitución de 1857, era asunto de civiles.

Aquellos dos generales que se habían atrevido a participar en el autogolpe de estado de Ignacio Comonfort, y se atrevieron a proclamarse presidentes de la República, usurpando a la presidencia liberal, habían tenido mal fin: Zuloaga había pasado años en el destierro, y había regresado al país poco después de la muerte del presidente Juárez; vivía alejado de la política, cultivando tabaco, sin atreverse a asomar la cabeza. A Miramón le había ido peor: tenía su residencia fija en el panteón de San Fernando, después de haber compartido con el archiduque Maximiliano de Habsburgo una fuerte dosis de plomo que lo mandó, junto con el fracasado emperador, al otro mundo.

El Manzanillo que vio en 1877 le gustó: ya no era la enorme playa semidesierta que conoció casi una veintena de años atrás. En esa nueva visita, las calles eran anchas y limpias, el puerto había crecido. Ahí se embarcaron, rumbo a Mazatlán, pensando que en el trayecto las condiciones mejorarían y podrían desembarcar en Sinaloa, con mejores probabilidades de entablar una alianza que les permitiera enfrentarse a Porfirio Díaz. Pero se equivocaron.

Cuando el barco en que viajaban, el Granada, llegó a Mazatlán, los legalistas se enteraron que ahí también se habían pronunciado los generales que decidieron respaldar a Porfirio Díaz. Nada había qué hacer ya en Sinaloa. Pero si ya no quedaba espacio para resistir en aquel lugar, no lo habría más al norte. Tuvieron que resignarse. Porfirio Díaz había ganado la partida, y en ese momento los legalistas tenían dos opciones: o dejarse atrapar, y si bien les iba, quedarse arrinconados, desprovistos de todo poder público, o, si agarraban a Porfirio en mal plan ir a dar a la cárcel, o convertirse en exiliados, igual que Sebastián Lerdo.

Conversaron largamente. Iglesias había ido despidiendo a todos los leales que los siguieron, a medida que avanzaban hacia el norte. No quería que nadie se arriesgara por su causa. Es decir, sus compañeros de viaje hacia Estados Unidos eran los leales entre los leales.

Era el 25 de enero de 1877 cuando el Granada llegó a la bahía de San Francisco. Empezaba una estadía que duró seis meses: deslumbrados, aquellos liberales se asomaban a la pujante cultura de la Unión Americana, y el viaje les dejaría honda huella.

Guillermo Prieto debe haberse visto a sí mismo, en la cubierta del Granada, como un inquieto pajarillo, que todo deseaba ver y todo deseaba conocer. Aunque los periodistas de 1877 no “reporteaban” como los de hoy, fue imposible para el bueno de Prieto sustraerse a esa lluvia de sensaciones, de formas y de modos. Muchos años habían transcurrido desde la invasión norteamericana; muchos años habían pasado desde que Guillermo vio entrar a los gringos a un Zócalo atiborrado, donde la gente se movía como las olas de un mar embravecido. No sintió el poeta y periodista que le aguijoneara el corazón algún rencor de treinta años atrás. Era tan grande su curiosidad, su entusiasmo por lo novedoso que se extendía ante él, que ni siquiera pensó en los estadunidenses como los antiguos invasores.

Así comenzó un viaje, durante el cual, aquel puñado de hombres pasó por veintiocho ciudades y pueblos, residiendo por breves periodos en San Francisco, Nueva Orléans, y luego, Nueva York. Guillermo anotaba todo lo que le llamaba la atención. Así, fue juntando papeles, que paseó por el territorio estadunidense: el resultado sería una crónica divertida y monumental. (Continuará)