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Francisco Villa y Felipe Ángeles: unidos por la lealtad a Madero

Al Centauro del Norte y al antiguo director del Colegio Militar los unió la devoción por el presidente Madero, cuyo asesinato los lanzó sin vacilaciones a la gran rebelión contra el huertismo.

historias sangrientas

A aquellos dos hombres, la devoción por Francisco I. Madero los unió.

A aquellos dos hombres, la devoción por Francisco I. Madero los unió.

Uno murió fusilado, el otro, baleado a traición. Uno, militar de carrera que había permanecido leal hasta el final, junto al presidente Madero. El otro, bronco norteño, con fama de valiente, pero también de atrabiliario, que finalmente había pactado y dejó las armas por las herramientas de labranza, pero con el revólver listo, por si se necesitaba. Esos dos hombres, Felipe Ángeles y Francisco Villa, se hermanaron para luchar por la memoria del mandatario asesinado, pero las luchas entre los líderes de la revolución acabaron por llevarlos a la muerte.

EL GENERAL ÁNGELES: HISTORIA DE UN HOMBRE HONESTO

Regresó a tierra mexicana en diciembre de 1918, animado por un raro idealismo. Le dijo, a todos los que quisieron prestarle atención, que volvía porque los mexicanos se mataban entre sí, y algo había que hacer para detener aquellos ríos de sangre. No le importaba si acababa muerto, “colgado de un árbol, o fusilado, o en el combate, o en una prisión”. Aquellas palabras, escritas antes de volver a su patria, lo pintaban como el hombre honesto y razonable que siempre había sido.

Hijo de un antiguo combatiente de los días de la intervención, que se había vuelto agricultor, Felipe Ángeles, hidalguense, logró entrar, a los 14 años, al Colegio Militar, becado, gracias a los méritos militares de su padre. Se reveló como un excelente estudiante, que destacaba en matemáticas y en ciencias. Comenzó a especializarse en artillería, e incluso fue enviado al extranjero para hacer cursos de especialización. A los treinta años ya era un apreciado profesor del Colegio, y se sabe que también impartió clases en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Escuela Nacional de Tiro y en la Escuela de Aspirantes.

Todos hablaban bien de este profesor, afable, sereno, al que, en los ratos muertos siempre se le veía con un libro en la mano, pues no solo era un militar hábil. También era un hombre culto, que afirmaba que el buen militar no solo debía ser eficaz, sino tener sólidos principios y honestidad. Se cuenta que en algunas ocasiones manifestó su inconformidad por la forma brutal en que el ejército porfiriano sofocaba las rebeliones de los indios yaquis.

En 1902, formó parte, en su calidad de especialista artillero, de una comisión que viajó a Francia, con objeto de comprar armamento. La anécdota cuenta que fue devuelto a México cuando se opuso a los negocios del general Manuel Mondragón, que pedía a los proveedores un sobreprecio de 25 por ciento, que, naturalmente, era para él. A Ángeles lo separaron de todo lo que tuviese que ver con compras de armamento e insumos cuando, por segunda ocasión, obstaculizó un negocio turbio, al objetar técnicamente la adquisición de una pólvora, novedosa y especial, que escondía beneficios torcidos.

Pero como era excelente en los ámbitos de competencia, nada había que reprocharle. Los primeros años del siglo XX los pasó consolidando su formación: en 1905, con 36 años, estudiaba en Francia, en las escuelas de Aplicación de Fontainebleau y en la de Tiro de Mailly. Tres años después, era ya Coronel Técnico de Artillería.

Como se sabe, la revolución maderista no afectó de manera radical las estructuras del ejército porfiriano. Ángeles y Francisco I. Madero se conocieron, y entre aquellos dos hombres cultos, honrados y sensibles, surgió la cercanía, y la amistad. No fue raro que, con el nuevo presidente, el militar hidalguense ganara nuevas responsabilidades. Entre sus primeros actos de gobierno, Madero designó a Ángeles jefe del 1er Regimiento de Artillería, y, a las pocas semanas, el 8 de enero de 1912, director del Colegio Militar.

Seis meses después, Ángeles recibió otra encomienda: dirigir, de manera interina, la séptima zona militar, en Morelos, donde los zapatistas continuaban en pie de guerra. Con 4 mil soldados a sus órdenes, tenía que combatir a los rebeldes, pero, a diferencia de su antecesor en el encargo, el general Victoriano Huerta, Ángeles intentó ser negociador; su estrategia no era ni de lejos, tan violenta ni brutal como la de Huerta.

Y en eso estaba cuando estalló la rebelión contra el presidente Madero, quien, en un viaje relámpago se trasladó a Morelos, para llevar a Ángeles de vuelta a la capital, para que encabezara la resistencia contra los golpistas. Interpretaciones recientes subrayan la razón absurda por la cual Ángeles no fue nombrado jefe de las operaciones de las tropas leales: su rango era menor que el de Huerta, y no se le podía poner por encima de él. Ni siquiera pudo tener una posición relevante en los combates: lo colocaron en una zona alejada de la Ciudadela. Si hubiera estado ahí, probablemente se habría dado cuenta de las maniobras traicioneras de Huerta.

Conocido por su cercanía a Madero, no fue extraño que, a la hora de apresar al presidente, estuviera con él y lo acompañara en las horas oscuras, encerrados en la Intendencia de Palacio Nacional. A Ángeles lo dejaron ahí la noche del 22 de febrero de 1913, cuando se llevaron al presidente y al vicepresidente Pino Suárez para asesinarlos. Acaso el general llevó, el resto de sus días, una tristeza extraña, por no haber muerto junto a Madero.

No lo mataron. Quisieron enjuiciarlo, y lo encerraron en la prisión de Santiago Tlatelolco. Luego, prefirieron deshacerse de él enviándolo a Bélgica. Pero Ángeles entró en contacto con los constitucionalistas: volvió a México en octubre de 1913, y se reunió con Venustiano Carranza, quien lo nombró subsecretario de Guerra. Desde aquel momento tuvo malquerientes. Los revolucionarios miraban con desconfianza a aquel militar que se formó en el ejército de don Porfirio y que había salido con vida del cuartelazo.

No hubo entendimiento completo con Carranza, y Ángeles se unió a la División del Norte, de Pancho Villa. Se hicieron amigos, los unía el recuerdo de Madero. Como el excelente artillero que era, fue notoria su presencia en diversas batallas: Torreón, San Pedro de las Colonias, Zacatecas. Bajo su mando, ocho mil jinetes cargaron contra los huertistas en la batalla de Paredón. Caído el huertismo, Ángeles se mantuvo al lado de Villa, que se enfrentaba abiertamente con Carranza. El triunfo final del carrancismo lo hizo separarse de Villa y exiliarse en Estados Unidos, donde trabajó para formar una oposición fuerte contra el Primer Jefe. Promovía la llamada Alianza Liberal Mexicana, que pretendía hacer un frente común para rescatar y hacer triunfar el legado maderista, sobre las ambiciones de Carranza. Por eso regresó a México en 1918.

Pero solamente regresó a morir. Por espacio de seis meses, volvió a unirse a Villa, pero se alejó por el empeño del jefe de la División del Norte, en ir sobre Ciudad Juárez. Pensaban diferente esta vez: Ángeles aspiraba a forman nuevamente un gran ejército, y Villa se sentía cómodo en su estrategia de guerrilla. Ángeles logró, incluso, que le perdonara la vida a numerosos prisioneros carrancistas, pero el asesinato de los familiares del general Maclovio Herrera los separó en definitiva. Con una docena de hombres, Felipe Ángeles se fue a la sierra.

Cuatro meses después. En noviembre de 1919, aislado, acompañado de cuatro leales, Ángeles fue capturado en las montañas de Chihuahua por antiguos villistas convertidos al carrancismo. La muerte de Zapata estaba muy reciente y había causado escándalo: se señalaba a Carranza como artífice de la traición de Chinameca. Para que no les ocurriera lo mismo con Ángeles, condenado a morir apenas se le atrapó, fue conducido a la ciudad de Chihuahua, para que se le hiciera un juicio, que de antemano muchos calificaron de farsa.

Se cuenta que miles salían al paso del prisionero para aclamarlo. Se armó con rapidez un consejo extraordinario de guerra, en un teatro, el de los Héroes, a reventar. Afuera, cientos de simpatizantes del general prisionero aguardaban noticias.

De nada valió la defensa de Ángeles, que argumentaba la invalidez del consejo de guerra, pues Ángeles había abandonado el ejército. Se le acusó de rebelión y se le declaró culpable, a pesar de las diversas peticiones de indulto, que el gobierno de Carranza ignoró. Lo mataron a las seis de la mañana del 26 de noviembre de 1919, después de dictar cartas para su familia. Dolor mas dolor: Ángeles ignoraba que al mismo tiempo que él, Clarita, su esposa, también fallecía, de enfermedad.

El general Ángeles era un militar con fama de honesto, en tiempos en que en el ejército porfiriano se hacína muchos negocios turbios con la compra de armamento.

Como el carranciscmo no quería que se le acusara de asesinar a Ángeles, le hicieron un consejo de guerra q ue, en dos días, lo enjuició por rebelión y lo envió al paredón de fusilamiento.
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Cuarenta y ocho horas después del fusilamiento, Pancho Villa se lanzó contra la guarnición militar de Santa Rosalía y la arrasó. No dejó a nadie con vida.

LA MUERTE AGUARDABA A VILLA EN UNA CALLE DE PARRAL

Francisco Villa era un torbellino, un huracán que disfrutaba la guerra. Aquel hombre tosco, que tenía aterradores accesos de ira, que no temía entrar en batalla en primera línea, se doblegaba ante la autoridad moral del chaparrito Madero, al que le profesaba devoción. Lloró como niño desconsolado cuando se enteró del asesinato del presidente, y acto seguido juró vengarlo.

Muchas veces se ha contado la odisea guerrera de Pancho Villa, que sigue teniendo enorme entusiasmo popular, a grado tal que existe, en las tiendas de artículos “mágicos”, una veladora acompañada de una oración a San Pancho Villa, para que proteja al devoto de los ataques de los enemigos. Peculiar devoción es esa, para un personaje de orígenes muy humildes, que se convirtió en uno de los grandes caudillos revolucionarios, y que murió acribillado a traición, cuando parecía que ya se había acostumbrado a la vida pacífica y familiar en la hacienda de Canutillo.

Era 1923. Acaso el Centauro del Norte había visto ya demasiada muerte por todas partes, incluyendo las que él había ordenado. Los líderes se iban muriendo en aterradora sucesión: entre 1919 y 1920, había visto morir a Zapata, a Carranza y a su amigo Felipe Ángeles. Acaso Villa empezaba a cansarse.

Tal vez, por eso cedió a las propuestas negociadoras del presidente interino, sucesor de Carranza, Adolfo de la Huerta, que intentó ser conciliador con todos los que aún vivían. Hombre honesto, que, probablemente le recordó a Madero, De la Huerta fue bien visto por Villa, y se sentó a negociar. Pidió garantías, unas tierras con las que ganarse el sustento. Todo se le concedió. Se firmaron unos acuerdos que se conocieron como de Sabinas, por los cuales accedió a deponer las armas. A cambio, mantuvo su escolta, y recibió la hacienda de Canutillo, donde se aplicó a los negocios, a hacer productiva aquella hacienda, que, se contaba, era parte de sus ambiciones desde hacía mucho.

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Bertha Hernández
Durante muchos años corrió en Morelos la leyenda de que el cadáver recogido en Chinameca no era Emiliano zapata.

Que Villa, a pesar de todo, seguía siendo un asunto de riesgo, era convicción de los generales sonorenses, especialmente después de la famosa entrevista que concedió a la prensa de la capital, donde aseguró que, si se le antojaba, en dos días podía tener un ejército en pie.

Son muchas las hipótesis acerca de la autoría intelectual del asesinato de Villa: los sonorenses, los propios habitantes de Parral, que, como consta en los archivos locales, tenían muchos reclamos contra él, los parientes de Maclovio Herrera, familia diezmada por los rencores de Villa. Pero son identificables los artífices materiales del complot: Jesús Salas Barraza y Melitón Lozoya.

Ellos fueron quienes siguieron a Villa y se enteraron de sus movimientos; con frecuencia iba a Parral, acompañado de su escolta, y volvía a Canutillo. Una invitación para apadrinar a un niño les pareció la ocasión propicia a sus perseguidores.

El 20 de julio de 1923, a bordo de un automóvil Dodge, que él conducía, Villa se encaminó a Parral. Como siempre, lo acompañaba una escolta pequeña, y de copiloto iba su secretario, el coronel Miguel Trillo. Agazapados, lo aguardaban los asesinos.

Cuando el auto dio la vuelta en la avenida Juárez, en un punto donde bajó la velocidad a causa de los grandes charcos de la zona, llovieron los balazos. La escolta no alcanzó a reaccionar con rapidez: No había modo de salir con vida. El cuerpo de Villa, acribillado, quedó colgando de la portezuela del auto.

Con presteza se levantó el cadáver, y, como en el caso de Zapata, se permitió que se le fotografiara desde diversos ángulos. Se trataba de que no hubiera duda: Francisco Villas estaba muerto y bien muerto. Dieciséis heridas, de pistola y de rifle, tenía el difunto.

Como en el caso de Zapata, el cadáver de Villa fue muy fotografiado, para que a nadie le quedara duda de que estaba muerto.

Como en el caso de Zapata, el cadáver de Villa fue muy fotografiado, para que a nadie le quedara duda de que estaba muerto.

Al día siguiente lo enterraron en el panteón civil de Parral. La leyenda creció cuando, al poco tiempo, se profanó la tumba y se hurtó la cabeza de Villa. Durante años se ha especulado con la especie de que los restos depositados en el monumento a la Revolución de la ciudad de México, no son los del caudillo. Su recia personalidad todavía sobresale en las narrativas revolucionarias, y deja aún un intenso olor a pólvora.