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Jorge Cuesta: un poeta atrapado en la locura

Cuando finalmente se quitó la vida, no importó a la fuente policiaca de la ciudad de México que se tratara de uno de los poetas notables de aquellos días. La nota roja es exigente, y la historia, atormentada y trágica de aquel veracruzano resultó apetitosa para los redactores de la época. Hubo, incluso, alguno que presumió, desde las páginas de su diario, ser el único que se había ocupado de aquella muerte para convertirla en tinta y papel de periódico.

historias sangrientas

Jorge Cuesta tenía 39 años cuando se suicidó. Hoy, el recuento de sus males
se acerca a un probable diagnóstico de paranoia. Sus biógrafos rechazan las
versiones, tanto tiempo contadas, de que era un homosexual que reprimía su
orientación

Jorge Cuesta tenía 39 años cuando se suicidó. Hoy, el recuento de sus males se acerca a un probable diagnóstico de paranoia. 

“Doloroso e interesante”, definió con algo parecido al deleite, el anónimo redactor del periódico La Prensa, que en ese verano de 1942, se ocupó de dar cuenta de una muerte muy complicada. Un hombre, en las orillas de la locura, se había herido seriamente en los genitales. Rescatado a tiempo, e internado en un afamado hospital para que le llegaran la cordura y la paz interior necesarias para restablecerse, había cometido suicidio.

Aquel hombre, el poeta y químico Jorge Cuesta, al matarse en un sanatorio, no solo se libraba de sus demonios internos, sino que entraba en el universo de las leyendas literarias de México. En la actualidad, solo sus biógrafos conocen a detalle las verdades de la vida de Cuesta. En 1942, estaba muy fresco en la memoria del mundillo literario de esos días, una oscura leyenda nacida a raíz de una novela tejida con rencor y mucha mala fe. En “La Única”, publicada en 1938, Lupe Marín, que había sido pareja de Diego Rivera, y después de Cuesta, había tejido una novela con tantos paralelismos y retratos precisos de los intelectuales mexicanos de esos días, que nadie se tragó el cuento de que era mera literatura: se trataba de “encuerar” a aquellos personajes, y, entre otros, y con particular saña, al poeta con el que Marín había vivido un tormentosísimo matrimonio que duró tres años.

En 1942, fueron muchos los que recordaron la portada de “La Única”, un esbozo de Diego Rivera, que representaba a unas mujeres “siamesas”: dos cabezas, un cuerpo, que sostenía una charola donde reposaba una cabeza humana, con los rasgos inconfundibles de Jorge Cuesta, Después de esa portada, Lupe Marín podía decir lo que quisiera; nadie le creería -como ocurrió- que su novela era mera invención.

Lupe Marín escribió una “novela” en 1938: “La Única”, donde exhibía flaquezas e intimidades de los intelectuales que conocía, gracias a su primer matrimonio, con Diego Rivera, y luego su unión con Jorge Cuesta

Lupe Marín escribió una “novela” en 1938: “La Única”, donde exhibía flaquezas e intimidades de los intelectuales que conocía.

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Y en el momento en que se conoció el suicidio de Jorge Cuesta, se removieron los chismes, las habladurías y las maledicencias que habían flotado en torno a aquel matrimonio. Hoy día, son numerosas las investigadoras y biógrafas de Lupe Marín que defienden aquella novela, reeditada recientemente por la UNAM. Pero en su momento, fue vista como un exabrupto tejido con rencor, que exageraba las penumbras del alma de Jorge Cuesta. Fueron muchos los escritores que descalificaron aquel libro. José Juan Tablada escribió en algo que llamó crítica a la novela, pero que era más bien una respuesta igual de venenosa: “el libro es repugnante, indiscreto y deletéreo”. Tablada acusó a Lupe Marín de chismosa y maledicente, la acusó de “marimacho” e ignorante. El libro-del que se ocupó muy poco en aquel texto- era “un chiquihuite inmundo”.

Hoy, las defensoras de Marín afirman que el libro fue censurado. Mirando el contexto en el que se publicó, es muy posible: hablaba mal de muchos personajes, y en particular de los dos maridos de Marcela, la protagonista, hombres cuya descripción era muy cercana a Diego Rivera y Jorge Cuesta. Se dieron por buenas todas las cosas que ahí se leen acerca de un Cuesta apenas disimulado: que era un hombre atormentado por reprimir su homosexualidad, y que había dejado su Córdoba natal para venir a la ciudad de México, cuando sus aterrados padres lo alejaron del hogar familiar, al descubrirlo en un intento de cometer incesto con su hermana. Otra historia de desamor flotaba en el aire: se decía que Cuesta había sostenido un romance con Isabel, la hermana de Marín, cuando Lupe estuvo hospitalizada. El remate era la ilustración de la portada, debida a la vena maligna de Diego Rivera: si la historia era mera literatura, ¿qué hacía ahí la cabeza de Cuesta?

Fue inevitable que “La Única” se transformara en un escándalo que, al publicarse cuatro años después la noticia del suicidio del poeta veracruzano, se reavivó: ¿eran ciertas todas las cosas horribles que Marín contaba ahí? ¿Acaso los demonios de Cuesta, tanto tiempo reprimidos, lo habían orillado a la locura? ¿Moría un hombre enfermo y desesperado? ¿El suicidio era la única forma de ahogar su tormenta personal?

RADIOGRAFÍA DE UN SUICIDIO

Del mismo modo que hoy se defiende la novela de Lupe Marín, los biógrafos de Jorge Cuesta han insistido en que muchas de las historias, exageradas y deformadas, que fabrican a un hombre profundamente atormentado tienen origen en “La Única”. Y no era el único escándalo que tocó la vida del poeta. Por escribir un artículo contra Vicente Lombardo Toledano, se llevó una golpiza. La revista Examen, patrocinada en 1932 por la Secretaría de Educación Pública, y que Cuesta dirigió, no produjo sino tres números, antes de que surgieran las quejas por un texto de Rubén Salazar Mallén, donde se empleaban “malas palabras” y “groserías”. Hasta el periódico del gobierno mexicano, El Nacional, se lanzó contra la publicación financiada por el propio Estado: “Puede calcularse lo que será de la República con esas inundaciones que vienen de las letrinas literarias. Es el resultado del afeminamiento de las letras”. Era darle continuidad a una querella vieja, donde una parte de la comunidad intelectual malmiraba a los integrantes del grupo conocido como Contemporáneos, que, ciertamente, contaba entre sus filas a personajes como Xavier Villaurrutia o el muy notorio Salvador Novo, a quien no le perturbaba en absoluto navegar por México con evidente bandera homosexual. El diario Excelsior llegó a exigir que la policía capitalina recogiera los ejemplares de Examen, y, con sus autores, fueran llevados ante el procurador de justicia del Distrito Federal. Cuesta y Salazar Mallén fueron juzgados, aunque absueltos por un juez inteligente. El incidente fue el pretexto para despedir, de la Secretaría de Educación Pública, a varios escritores incómodos.

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Parecería que Cuesta era ave de tempestades, aunque no solo eso: hoy, los fantasmas que perturbaban su ánimo han pasado a segundo plano, y se recuerda que a pesar de no haber terminado sus estudios universitarios, era un químico muy competente e innovador; que es el primer gran crítico literario de México, un interesante traductor y un colaborador frecuente en todas las publicaciones literarias y culturales de los años 30 y 40 del siglo pasado, aunque la edición de sus obras ocurrió cuando Cuesta ya estaba muerto. ¿Cuál es el origen de la tormenta que lo llevó a la muerte?

Hay quien ve en la niñez del poeta el origen de un padecimiento mental: cuando tenía año y medio, la nana dejó caer al pequeño Jorge, y su cabeza golpeó contra la esquina de una mesa de mármol. A los 9 años, el ojo izquierdo le lloraba continuamente y fue operado para corregir el problema. Hay quien ve en aquel accidente temprano el probable origen de alguna lesión cerebral. Lo cierto es que, a lo largo de su vida, Jorge Cuesta padeció intensas migrañas y desarrolló desde la infancia una actitud que se calificada de extrema seriedad e inteligencia precoz. En alguna entrevista, muchos años después del suicidio del poeta, Lupe Marín detalló el cuadro cotidiano de los males del escritor: “empezaron crisis espantosas, y Jorge sufrió como pocas gentes pueden haber sufrido en la vida, porque en sus ratos de lucidez se daba cuenta de su gravedad, y era un sufrir horrendo”. Marín se refería a los intensos dolores de cabeza que, según el poeta, tenían su origen en “la hipófisis”.

-Eso, ¿No tiene remedio? Preguntó ella.

-No. Esto no tiene remedio. A los treinta y cinco años, te lo juro, voy a estar loco…. He estudiado todos los tratados sobre glándulas, y eso es una de las cosas que producen la locura…

Jorge Cuesta empezó a tener alucinaciones, a desarrollar un cuadro que hoy se identificaría con la paranoia. Veía serpientes por todas partes, y sus crisis de inestabilidad coincidían con las noches de luna llena. A veces, quería llenar de ceniza la tina de baño para hundirse en ella. Acudió a un siquiatra español, establecido en México, el doctor Lafora, quien diagnosticó un conflicto interno derivado de una homosexualidad reprimida. Cuesta se resistió a las conclusiones del siquiatra, aunque transformó una crisis de hemorroides en una señal de “un cambio de sexo”, porque se trataría de una menstruación. El padecimiento mental no afectaba su lucidez: estudiaba con desesperación tratados médicos para discutir con el siquiatra, a quien le asegura que “una degeneración de la próstata” podía llevar a estados “intersexuales”, y que el origen de sus males está en las “sustancias enzimáticas” que ha estado consumiendo por iniciativa propia. Hoy las especulaciones acerca de la homosexualidad de Cuesta han sido desestimadas.

¿En dónde residían los males de aquel hombre? ¿En la mente? ¿En algún rincón de su cuerpo?

EL SUICIDIO BRUTAL

Aquella dinámica de ingerir “sustancias enzimáticas” cobró su precio. Padeció diversas crisis que ameritaron atención médica de urgencia. En una de esas oportunidades, antes de que los enfermeros se lo llevbaran, alcanzó a escribir, sobre la esquina de un mueble, las últimas líneas de su gran obra poética, “Canto a un dios mineral”. En 1940, Jorge Cuesta fue hospitalizado en el sanatorio Mixcoac. Se le atendió con una terapia a base de “choques” de insulina, al tiempo en que aplicaba toda su creatividad para obtener enormes cantidades de golosinas.

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En 1942, entró en otra crisis aparentemente paranoide. Su familia lo encerró en una casa en el Desierto de los Leones, propiedad de unos paisanos de Córdoba. Fue ahí donde Jorge Cuesta se acuchilló los genitales.

Ensangrentado, nublada la razón por el dolor físico, fue llevado a una clínica donde lograron detener la hemorragia y salvarle la vida. Fue evidente que no podía quedarse sin vigilancia. Se le trasladó al todavía muy famoso hospital del Dr. Lavista, en Tlalpan.

La tormenta estaba desbocada. De nada valieron las precauciones. El 13 de agosto, tuvo una “crisis mística”: estuvo más de una hora de rodillas, con los brazos en cruz. En un papel dejo escrito algo que llamó “una plegaria”. Buscaba ya la oportunidad de acallar al viento que rugía en su cabeza y en su corazón.

A las pocas horas, aprovechando un descuido de los enfermeros, Jorge Cuesta se colgó de los barrotes de su cama, utilizando las sábanas.

La familia del poeta se apresuró a darle descanso a aquel cuerpo torturado. Cuando la noticia de su suicidio se hizo pública, sus restos ya estaban sepultados en el Panteón Francés de la Piedad. Las fantasías macabras acrecentaron la leyenda de un poeta atormentado: se dijo que antes de ahorcarse, había intentado arrancarse los ojos, que los enfermeros lo descolgaron con vida, pero que había muerto a las pocas horas. El titular de El Universal decía: “Un conocido escritor murió trágicamente”. La Prensa aseguraba que había intentado suicidarse en varias ocasiones. Un chisme asegura que una publicación, torva pero ingeniosa, dio la nota resumiendo: “Loco y Poeta”.