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La muerte y la política: el asesinato de Rubén Jaramillo

A la distancia que impone el tiempo, aquel brutal golpe del poder político sigue siendo atroz: un líder popular emanado del zapatismo, encontró la muerte a manos de personajes que fueron identificados como integrantes de las fuerzas armadas. No fueron pocos los que señalaron al gobierno de Adolfo López Mateos como el autor material e intelectual de la masacre.

Historias sangrientas

Rubén Jaramillo confiaba en aquel abogado que iba para la presidencia de la República. Adolfo López Mateos le prometió la amnistía, la vida tranquila, las promesas cumplidas. Pero al final no hubo apoyo, y sí traición. El líder agrario de Morelos murió tiroteado junto a su familia.

Rubén Jaramillo confiaba en aquel abogado que iba para la presidencia de la República. Adolfo López Mateos le prometió la amnistía, la vida tranquila. Pero al final no hubo apoyo, y sí traición. 

La escena terrible fue soslayada en buena parte de la prensa: cerca de la zona arqueológica de Xochicalco, apareció, asesinada, una familia. Un hombre maduro, una mujer embarazada, tres muchachos que apenas dejaban la adolescencia. Las heridas de aquellos cuerpos lastimados delataban el uso de la ametralladora. Después, quienes se atrevieron a publicarlo, denunciaron que los cadáveres tenían un tiro de gracia. No pasó mucho tiempo antes de que se identificara a las víctimas: se trataba del líder agrario Rubén Jaramillo. Los otros muertos eran su esposa, Epifania Zúñiga García y sus hijos Enrique, Ricardo y Filemón.

Era mayo de 1962. A pesar de que muchos de los diarios capitalinos de aquellos días no vacilaron en hablar de Jaramillo como un personaje violento y asociado a la delincuencia, aquel hombre era realmente un símbolo del agrarismo que había germinado al principio del siglo, con los movimientos revolucionarios. Él mismo, siendo un adolescente, había ingresado a las filas del zapatismo. Un hombre que a los 17 años fue capitán en el Ejército Libertador del Sur no se amilanaba ante nadie.

Naturalmente, Rubén Jaramillo se había ido convirtiendo en un personaje incómodo, que continuaba la lucha por el reparto de tierras para los campesinos morelenses.

En 1962, año en que gobernaba Adolfo López Mateos, el reparto agrario era algo vivo y vigente. El discurso de los gobiernos posrevolucionarios afirmaba, cincuenta y dos años después del arranque del movimiento maderista, que todas las promesas sociales, contenidas, desde luego, en la Constitución, estaban cumplidas. Con grandes ceremonias y numerosas actividades, el gobierno lopezmateísta había celebrado en 1960 todo lo construido desde el lejano 1910. Incluso, había editado cuatro gruesos volúmenes, donde especialistas de las más variadas disciplinas, hacían corte de caja y evaluaban las hazañas, los logros del Estado mexicano. Naturalmente, el reparto agrario formaba parte de ese discurso triunfalista.

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Pero el edificio de la Secretaría de la Reforma Agraria, cuya encomienda era concretar la gran promesa, ese reparto de tierras entre los campesinos de México, era, en 1962 y en los años que siguieron, un espacio de mucha actividad: en la esquina de Fray Servando Teresa de Mier y Bolívar, en las orillas del centro de la ciudad, el edificio de la dependencia solía ser insuficiente para los cientos de campesinos que persistían en la exigencia de tierras, tal como, a lo largo del tiempo, el gobierno, los gobiernos; el presidente, los presidentes, les habían prometido. Por temporadas, la fila de hombres, vestidos aún con calzón de manta limpísimo y calzados con huaraches, daba vuelta a la esquina de la Secretaría. En esas condiciones, no era extraño que Rubén Jaramillo siguiera, tantos años después, encabezando las demandas y las protestas de los campesinos morelenses.

Pero todo se había terminado bruscamente en mayo de 1962. Por todo el país se supo del asesinato, y en los sectores progresistas el malestar se convirtió en furia cuando se supo que junto a Jaramillo habían matado a su esposa embarazada y a los tres jovencitos que eran sus hijos adoptivos.

El zarpazo mortal había arrastrado a la familia del líder. El escándalo político fue, a pesar de las descalificaciones, de las versiones encontradas, de las invenciones perversas, enorme. El gobierno de Adolfo López Mateos y las redes de poder exhibieron el lado más oscuro de aquello que hoy, quienes no vivimos esos días, llamamos “régimen autoritario”, y es probable que no alcancemos a distinguir las muchas texturas que, en ese entonces, tenía el ejercicio del poder. El crimen político y la represión son dos de ellos.

CUARENTA Y OCHO AÑOS DE LUCHA

Rubén Jaramillo había nacido con el siglo, en Sultepec, en el Estado de México. Pero en 1914, cuando se fue a la bola, a las órdenes de Emiliano Zapata, escogió el estado de Morelos como el lugar donde pasaría el resto de su vida. Así habían pasado los años: dejó el zapatismo en 1918, y cuando asesinaron al caudillo, fue perseguido. Se fue a San Luis Potosí, y ahí trabajó en ingenios; llegó hasta Tamaulipas, donde fuer obrero petrolero. Su primera esposa, Epifania Ramírez le había enseñado a leer y a escribir y lo atrajo a la religión metodista. Cuando Álvaro Obregón triunfó y llegó a la presidencia, Rubén Jaramillo decidió que era hora de volver a Morelos y obtener la tierra de manera pacífica. Se stableció en Tlalquitenango.

Aunque poco a poco el país se pacificó, y los gobiernos posrevolucionarios iban, trabajosamente, construyendo instituciones y bregando para convertir en realidad las grandes promesas que habían incendiado el país, se había rebasado el medio siglo y muchas eran todavía las tareas pendientes.

Jaramillo jamás abandonó la lucha por la tierra y la organización campesina. En los días en que Lázaro Cárdenas fue presidente, había respaldado al antiguo zapatista para fundar una cooperativa de ejidatarios en Zacatepec.

Las falsas promesas lo impacientaban. Pasaban los años y aprendía que no bastaba la buena fe, los apretones de manos de los hombres del poder. En 1921 había conseguido dotaciones de tierras, en 1926 formó una sociedad de crédito agrícola; había apoyado a Cárdenas para tener la candidatura del Partido Nacional Revolucionario, y le había formulado numerosas peticiones para los campesinos de Morelos: agua, electricidad, un ingenio en Zacatepec. El ingenio se hizo realidad y lo administraba una organización que se llamó Sociedad Cooperativa de Ejidatarios, Obreros y Empleados. El presidente del primer Consejo de Administración era Jaramillo. Ironías atroces: el joven abogado que redactó las bases constitutivas de la Sociedad Cooperativa, se llamaba Adolfo López Mateos.

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Parecía que la buena vida en el campo de Morelos podía ser posible. Jaramillo se hizo, también, pastor metodista y promovió la construcción de un templo en Tlalquitenango. Ahí, y en otros pueblos cercanos, gustaba de predicar.

predicaba, y salía a otros pueblos. Los que lo vieron en aquellos días, no dejaban de observar, con cierta curiosidad, que Rubén Jaramillo solía llevar consigo una Biblia y una pistola. Ese era el mundo en el que se movía.

EL PERSONAJE INCÓMODO

Y si Jaramillo solía llevar Biblia y pistola consigo, tenía sus buenas razones. Por algún tiempo se interesó y militó en el Partido Comunista, pero su fe religiosa era mayor. Su peso como dirigente campesino fue creciendo. A ese viejo zapatista no le intimidaba nadie: promovió una huelga en el ingenio en 1942, que fue reprimida sin contemplaciones. Les echaron al ejército, hubo detenidos, despedidos. Jaramillo denunció las maniobras de los gobernadores de Morelos, Elpidio Perdomo y Jesús Castillo López, como autores de la represión.

Como el hostigamiento no se acababa, Rubén Jaramillo decidió que volvía a levantarse en armas. Era febrero de 1943 cuando, secundado por un grupo de viejos zapatistas, volvió la mirada a los principios del Caudillo del Sur. En septiembre de ese año había lanzado el Plan e Cerro Prieto, profundamente inspirado en el Plan de Ayala. Un año duró agazapado en la sierra, después de haber intentado tomar Jojutla.

Lázaro Cárdenas intervino a su favor, y el presidente Ávila Camacho le concedió la amnistía. Incluso, le ofreció tierras en el Valle de San Quintín, en Baja California. Jaramillo no aceptó. En cambio, trabajó, por algunos meses, en el mercado Dos de Abril, de la ciudad de México. Cuando dejaron de perseguirlo, supo que su esposa había muerto. Con el tiempo, encontraría a otra compañera, la que lo siguió hasta la muerte.

No tuvo Jaramillo una vida tranquila. En 1945 había competido por la gubernatura de Morelos, respaldado por un partido que él había fundado: el Partido Agrario-Obrero Morelense. Prometía muchas cosas: escuelas rurales, becas para los niños, desayunos, mejoras para el ingenio. Al cuestionar el triunfo de su rival Ernesto Escobar, muchos de sus seguidores fueron encarcelados. Jaramillo empezó a vivir en la clandestinidad, pero siempre presente, apoyando las causas populares. En 1952, cuando estaba aliado al movimiento henriquista, volvió a protestar por la elección de un gobernador, Rodolfo López Nava. La historia de represión y persecución volvió a repetirse. De hecho, Jaramillo y su gente iban a participar en un levantamiento nacional, y el compromiso era apoderarse de Cuernavaca. Pero finalmente el plan fracasó y los jaramillistas ya no pudieron hacer su parte.

Siempre con Tlalquitenango como base de operaciones, Rubpen Jaramillo se volvió un personaje incómodo, interesado por las causas sociales más allá de la vida de los campesinos de Morelos. Conforme avanzaban los años, su presencia era mayor. Entre 1959 y 1960 había sido solidario con los movimientos de los maestros y de los ferrocarrileros, y había sido favorable a la revolución cubana. Se decía de él que era compadre de Lázaro Cárdenas y a través de él había llegado a conocer a Fidel Castro.

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Rubén Jaramillo ya no peleaba contra los hacendados, como en su juventud. Sus enemigos, en 1962, eran gobernadores que no concretaban el reparto de tierras, intermediarios y empleados que explotaban a los trabajadores de los ingenios. En aquella lista estaban también los políticos que habían medrado diciéndose revolucionarios y que, con aquella careta, se habían enriquecido.

EL FALSO ABRAZO Y LA MUERTE

Rubén Jaramillo pasó mucho tiempo en la clandestinidad, como líder de un grupo armado. Vivía en pie de lucha, enfrentado a los que todavía poseían latifundios en Morelos. No se podía ignorar su presencia. El candidato a la presidencia de la República en 1958, Adolfo López Mateos, le prometió la amnistía, una vez que llegara a la presidencia. Jaramillo aceptó, y se dieron la mano el 18 de mayo de aquel año. Muchos periódicos reproducirían la foto del candidato presidencial, dándose un abrazo con el ex zapatista proscrito por la ley.

En realidad, nada cambió. Lo nombraron delegado de la Confederación Nacional Campesina (CNC) en Morelos, y emprendió un proyecto para creare una comunidad campesina, de 6 mil personas, en terrenos de Michapa, El Guarín y Huajintlán. Originalmente, el gobierno les concedió aquellas tierras, pero luego cambió de opinión y mandó que los seguidores de Jaramillo salieran de esos predios.

Los jaramillistas se establecieron en El Guarín y ahí se quedaron durante un mes, instrumentando la comunidad que soñaba su líder. Después, los sacaron de ahí policías judiciales y tropas del ejército. Rubén Jaramillo intentó reunirse con el presidente, pero López Mateos permaneció inaccesible. Se decía que en los terrenos de El Guarín había intereses del expresidente Miguel Alemán. Empezaron a correr nuevos rumores, según los cuales, Jaramillo preparaba ya otro levantamiento armado. La violencia se apoderó de su hogar. La casa en que habitaba con su esposa y sus hijos fue atacada. La dañaron, la saquearon. Jaramillo levantó una denuncia ante la Procuraduría General de la República y señaló como culpable al gobernador López Avelar. Todo eso ocurría el 21 de mayo de 1962.

Dos días después, Jaramillo y su familia entera fueron sacados a la fuerza de su casa. La gente que alcanzó a ver el secuestro identificó a los atacantes: eran soldados vestidos de civil, y los mandaba un capital, José Martínez Sánchez, un hombre conocido en el estado y que llevaba en la cara una cicatriz. A los secuestradores los guiaba un antiguo jaramillista, traidor: Heriberto Espinosa, “El Pintor”.

Se los llevaron hacia la zona arqueológica de Xochicalco. Ahí los mataron. Los asesinos se sentían poderosos, impunes. Eso explica que, poco después, los periodistas que se asomaron por ahí, recogieron cartuchos percutidos fabricados por las fuerzas armadas. Hubo testigos: vecinos, la madre de Epifania, que estaba embarazada. Poco después, la hija sobreviviente de Rubén Jaramillo levantaría una denuncia, acusando al militar de la cicatriz y a “El Pintor” como los asesinos materiales.

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El escándalo crecía y se contaron historias acerca de los repetidos intentos de Jaramillo por ser recibido por López Mateos, para denunciar las persecuciones en su contra y contra sus seguidores. Jamás obtuvo respuesta.

Los testimonios de aquella masacre corrieron por todo el país. El escritor Carlos Fuentes, oído atento, pluma indignada, describió así, en la revista Siempre!, aquellos asesinatos:

“Los bajan a empujones, Jaramillo no se contiene: es un león de campo, este hombre de rostro surcado, bigote gris, ojos brillantes y maliciosos, boca firme, sombrero de petate, chamarra de mezclilla, se arroja contra la partida de asesinos; defiende a su mujer, a sus hijos, al niño por nacer; a culatazos lo derrumban, le saltan un ojo. Disparan las subametralladoras Thompson. Epifania se arroja contra los asesinos; le desgarran el rebozo, el vestido, la tiran sobre las piedras. Filemón los injuria; vuelven a disparar las submetralladoras y Filemón se dobla, cae junto a su madre encinta, sobre las piedras, aún vivo, le abren la boca, toman puños de tierra, le separan los dientes, le llenan la boca de tierra entre carcajadas. Ahora todo es más rápido: caen Ricardo y Enrique acribillados; las subametralladoras escupen sobre los cinco cuerpos acribillados. La partida espera el fin de los estertores. Se prolongan. Se acercan con las pistolas en la mano a las frentes de la mujer y los cuatro hombres. Disparan el tiro de gracia. Otra vez el silencio en Xochicalco.”

Aquellas cinco muertes quedaron impunes.