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Nydia Camargo ante el jurado: pasión, crimen y amor maternal

¿Por qué los crímenes pasionales de los locos años veinte adquirieron tanta resonancia y desataron grandes polémicas? En realidad no se juzgaba a aquellas mujeres, homicidas confesas, solamente por el hecho de sangre en que estaban involucradas.

historias sangrientas

La prensa simpatizó con Nydia, y la presentaron como una buena madre que se había arriesgado a todo por proteger a sus pequeñas del desamparo y la violencia.

La prensa simpatizó con Nydia, y la presentaron como una buena madre que se había arriesgado a todo por proteger a sus pequeñas del desamparo y la violencia.

Ahí sigue, atrapada en esas máquinas de memoria que son los periódicos antiguos; como la retrató en 1924 el fotógrafo del periódico Excelsior: el cabello corto -una “pelona”, pues-, el vestido suelto, libre del tormento del corsé; la falda, poco más debajo de la rodilla. En suma, una de esas mujeres que hace un siglo aspiraban a vivir mejor de lo que habían experimentado sus madres –“ángeles” porfirianos- o sus abuelas, sufridas habitantes de los altibajos del siglo XIX mexicano. Pero esa mujer, cuyo retrato ocupa buena parte de esa lejana primera plana, vivía un drama: una pasión, un error de juicio; un hombre violento, tres pequeñas hijas indefensas, y, finalmente, un homicidio. Así se resume la historia de esa mujer: Nydia Camargo, otra de las famosas “autoviudas” de hace cien años.

“Autoviudas” fue el calificativo inventado por la prensa de estas primeras décadas del siglo XX para definir a las mujeres que, en un momento de ceguera o desesperación, empuñaron un revólver para defender su integridad, o para intentar resolver una situación que, del romance que parecía perfecto, se evolucionaba a una sucursal del infierno.

No fueron una ni dos. Como en épocas anteriores, las crisis de la vida en pareja derivaban en violencia, en golpes, en gritos, en malos tratos. Como en épocas anteriores, hubo mujeres que pusieron fin a aquellos tormentos mediante el uso de la fuerza. Indefensas en un mundo donde la justicia estaba exclusivamente en manos de los varones, acababan en las inmundas cárceles mexicanas, y cargaban para siempre con el estigma de ser “una asesina”, sin que nadie intentara comprender que las había llevado a empuñar y usar una pistola o un puñal.

El tiempo había pasado. Los movimientos revolucionarios; las luchas femeninas por la igualdad transformaron parte de la vida cotidiana. Los corsés se fueron al baúl de los trastos viejos, el largo de los cabellos y de las faldas se acortaron. Los locos años veinte trajeron a las mujeres de México la posibilidad ¡de divorciarse!, aunque muy pocas se atrevían a hacerlo; cada vez era más frecuente encontrarse con muchachas que preferían estudiar, e incluso ir a la Universidad.

Ya nadie se acordaba de las abuelas que solían afirmar que, una mujer que estudiaba y pensaba, corría el riesgo de que el cerebro se le chamuscara por intentar razonar a la par de los varones. ¿No había, acaso, quien estaba seguro de que a la desdichada emperatriz Carlota le había sobrevenido la locura por pretender asumir los deberes y retos de gobernar, y aplicar su frágil intelecto a las tareas de los hombres?

Las mujeres de los años veinte del siglo pasado se negaban a seguir mirando el pasado; a no pensar y a ceder el margen, todavía estrecho, que la Constitución de 1917 les abrió.

Naturalmente, había resistencias: en el incipiente sistema de salud, en el aparato de justicia, en los valores sociales, en las generaciones más ancianas, que veían con mucha desconfianza a aquellas mujeres, jóvenes, audaces, rebeldes y decididas. De manera que, cuando una de ellas estiraba demasiado la liga, cuando se volvía transgresora, el juicio colectivo podía ser duro, muy duro: porque a través de ellas, los fiscales intentaban procesar a ese mundo nuevo, a esa otra manera de vivir que luchaba por imponerse.

LA PASIÓN DE NYDIA CAMARGO

El interés de la prensa por las responsables de crímenes pasionales, en aquel contexto de cambio, fue inevitable. El escándalo de Magdalena Jurado, ocurrido en 1920, abrió brecha: era una de esas “mujeres modernas”, que se atrevían a viajar solas, a buscarse la vida, a poner negocios, a enamorarse, desencantarse y desenamorarse, e incluso abandonar al sujeto de su pasión.

Pero todo eso ocurría desde hacía décadas, tal vez siglos. ¿Qué hacía la diferencia? Que las protagonistas de los sucesos de los años veinte formaban parte de algo que ya empezaba a llamarse “clase media”, y que habitaba en las ciudades. Algunas, ya con cierto nivel de estudios; todas, con acceso a las tentaciones que, en materia de vestido y arreglo personal, llegaban a este país por medio del cine y de las agencias de noticias que nutrían las páginas de los periódicos. Ellas no formaban parte de la legión anónima de mujeres que se ganaban el pan con los oficios más humildes o menos honorables.

Estas mujeres modernas eran uno de los signos inequívocos de que las cosas sí habían cambiado en México, y parte de aquel cambio había llegado tomado de la mano de “la revolución”. En ese sentido, el caso de Nydia Camargo era todavía más impresionante para las buenas conciencias que el de Magdalena Jurado. Porque Nydia Camargo era una mujer “con historia”: pretendía divorciarse de un hombre que no era al que asesinó. Es decir, además tenía un amante, y ese perfil la convirtió en protagonista en un sonoro escándalo.

Y es en esa coyuntura donde comienza el drama de Nydia Camargo, quien tenía 29 años en 1924, cuando mató a su pareja, Alberto Márquez Briones.

Nydia se había casado en 1911. Era regiomontana, hija de una numerosa familia, devota católica. Desde niña vivía en la ciudad de México. A esta hija cuidada y vigilada, le llegó una propuesta de matrimonio, proveniente de un hombre mucho mayor que ella, un español llamado Enrique Vázquez Calleja. Emocionada, tal vez irreflexiva, acogió aquel cortejo, que había entrado a su hogar con el beneplácito de la madre de Nydia. En su proceso, Camargo admitiría que el señor Vázquez, bien podría ser su padre. Ella se casó cuando tenía unos 17 años.

El matrimonio no fue feliz. Para empezar. Nydia se había casado, un poco “por locura”, y otro poco por “darle en la cabeza” a un noviecito que la había dejado.

Para cuando Nydia salía de la iglesia, vestida de novia, en su fuero interno ya se había dado cuenta del enorme error que había cometido. No quería en verdad al español, por más rico que fuera, y por más elegante que resultara la ceremonia matrimonial. Pero en 1911, una muchachita que había requerido permiso expreso de su padre para casarse, como mandaban las leyes mexicanas para las menores de 21 años, no tenía muchas posibilidades de poner fin a algo que, estaba segura, no iba a funcionar. Resignación era lo que cualquier mujer mayor, su madre incluida, le recomendarían a la pobre muchacha.

La pareja vivía en casa propia, en la calle de Madrid, en lo que hoy es la colonia Tabacalera. Nydia tuvo cuatro hijas, de las cuales solamente dos sobrevivieron. Hasta ese momento, parecía que la muchacha tendría una vida como tantas otras, con muchos hijos, padeciendo la muerte de varios y disfrutando el crecimiento de los que “se lograban”; sin más entretenimientos que los que su esposo le diera.

Pero el matrimonio fue infeliz: Enrique era celoso, muy celoso; reclamaba a Nydia que hombres más jóvenes la saludaran y la trataran con deferencia. Ella se quejaba de malos modos, de brusquedad, de avaricia. Años después, él reconocería que, de los once años que permanecieron juntos, solamente tres habían sido realmente armoniosos.

A todas esas tensiones, se añadió la pobreza. Enrique, propietario de un negocio importante de carrocerías de autos, perdió su fortuna. Se lo achacaba a la revolución. Nydia decidió que no se quedaría cruzada de brazos. No hay claridad con qué recursos lo hizo, pero viajó a España, donde aprendió a preparar productos de belleza. Para ese momento, su matrimonio estaba quebrado, y ya no vivían juntos. Si se arriesgó a aprender algo que le permitiera sostenerse a ella misma y a sus hijas, era porque Enrique siempre pedía ver a las niñas, pero jamás dio un peso para su manutención.

Cuando volvió de España, se estableció con las niñas en una casa de huéspedes de la colonia San Rafael. A esa casa llegó Enrique, y discutieron. Los ánimos se alteraron, hubo gritos, él la golpeó. Intervinieron los otros huéspedes. Nydia Camargo tomó una decisión inusual para su época: empezó a tramitar el divorcio, que las leyes revolucionarias habían hecho una realidad.

En medio de esa crisis apareció otro huésped de la casa: Alberto Márquez Briones, cónsul honorario de Chile en México.

Originalmente, Márquez Briones sostenía relaciones amorosas con la dueña del hospedaje. La dominó a grado tal que acabó quedándose con el negocio. Al mismo tiempo, comenzó a cortejar a Nydia, quien cedió a sus pretensiones. Alberto, declararía ella, cantó en sus oídos una melodía que nunca antes había escuchado: “la canción del amor”.

DEL AMOR AL ODIO, Y DEL ODIO AL CRIMEN

La colonia Juárez fue el escenario de aquel drama. Por razones que Nydia nunca supo, Alberto cerró el negocio de la casa de huéspedes. En cambio, apoyó la idea que ella tenía, de fabricar productos de belleza y algunos medicamentos, pues en España también había estudiado farmacia. Como no hallaron a ningún médico prestigiado que fuera la imagen del negocio, inventó Alberto al médico japonés Keichi Ozaki, que había traído de su lejana tierra las fórmulas que la pareja producía. ¿Qué era ilegal, fraudulento? Lo era, pero Nydia tenía más miedo de que un día Salubridad metiera a Alberto a la cárcel que a cualquier otra cosa. Sin embargo, accedió a vivir en el engaño comercial, con tal de estar al lado del hombre que le había jurado casarse con ella.

Pero no hubo tal boda, y sí nuevamente un fracaso amoroso. Alberto se volvió violento. Además, explotaba las ideas y el trabajo de Nydia. Llegó a maltratar a las niñas. La vida de la pareja se convirtió en una densa y sorda pelea constante. Ella trabajaba sin descanso, mientras Alberto se iba a comer a los mejores restaurantes de la capital. La desconfianza, los celos, la decepción, inundaron el alma de Nydia Camargo. 

Empezó a sospechar que él pretendía quitarle el negocio por el que tanto había trabajado y echarla a la calle con las niñas. Como en su momento hizo la dueña de la casa de huéspedes, Nydia buscó asesoría legal, y fue a dar al despacho del célebre Querido Moheno. Cuando habló con el famoso abogado era un hecho: el negocio estaba completamente a nombre de Alberto, y encima, ella había escrito una carta, a instancias de él, donde admitía que nada había aportado al negocio.

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En suma, Alberto era un explotador, hábil en el oficio de engañar mujeres, enamorarlas y despojarlas.

Nydia pensó en suicidarse, y matar a sus niñas, para que no quedaran a merced de Alberto. Tomó la pistola que había en casa, subió a su auto y se fue con las pequeñas a Chapultepec. No tuvo valor para hacerlo. En cambio dejó a las niñas con una de sus hermanas, y volvió a casa, a esperar a aquel hombre que le había destrozado el alma.

Cuando llegó él, discutieron. Ella quería dinero para irse. “¿Cuánto quieres?”, respondió él, burlón. Nydia contó después que perdió la cabeza, al verlo reírse y arrojarle un puñado de billetes.

“Sí, me voy”, dijo ella. “Pero antes te mato”.

Los disparos retumbaron en la habitación.

DEL AMOR AL ODIO, Y DEL ODIO AL CRIMEN

Naturalmente, a Nydia Camargo se le apresó. Alberto, herido de muerte, alcanzó a declarar, y en general su versión coincidió con lo que ella contó. Fue procesada, ante un jurado popular, en 1925. Su defensor fue, ¿quién más? Querido Moheno.

La prensa simpatizó con Nydia, y contribuyeron a crear un clima favorable para esta mujer explotada por un extranjero. Ese fenómeno le vino de perlas al abogado Moheno, que aprovechó al máximo las declaraciones de aquella mujer, que reclamaba el derecho a ser amada por un hombre sincero.

Las fotografías de Nydia Camargo mostraban a una mujer moderna, una representante de los vientos de cambio en la vida femenina.

Las fotografías de Nydia Camargo mostraban a una mujer moderna, una representante de los vientos de cambio en la vida femenina.

Otro factor que Moheno explotó fue el amor maternal: la prensa describió a Nydia como una madre amorosa, que sufría por estar lejos de sus pequeñas. Los reporteros hablaron de una joven de buenos sentimientos, religiosa, arrastrada al crimen por los malos tratos. La defensa trabajó y mucho para satanizar al embaucador chileno que tanto daño había hecho. Así, el ánimo se inclinó a favor de Nydia: los 23 testigos que fueron llamados, hablaron de los malos tratos, de la violencia, del despilfarro de Alberto, y de la explotación a la que había sometido a esa mujer enamorada.

No fue una sorpresa, pues, que Nydia Camargo fuera absuelta, delante de una audiencia enorme, compuesta mayormente por mujeres como ella, modernas, jóvenes, que también esperaban tener la fortuna de encontrarse con un hombre que las amara y que no las orillara a empuñar un revólver.