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Pequeñas esperanzas y rápido declive: la rebelión delahuertista

De mala gana, Adolfo de la Huerta se dejó arrastrar por el círculo de políticos y militares que le exigían convertirse en el líder de una sublevación contra el gobierno obregonista. Se lo habían dicho muchas veces: enfrentar al poderío del Estado posrevolucionario no sería sencillo y el recuerdo de la vieja fraternidad entre él, Calles y Obregón, era solo eso, un recuerdo que no detendría la dura respuesta desde la ciudad de México. Por algunos días, el que había sido presidente interino y secretario de Hacienda se permitió soñar con la victoria.

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Los primeros días de la rebelión delahuertista fueron optimistas: menudearon las adhesiones militares, sin las cuales no se podía avanzar en el proyecto. Pero muy pronto aparecieron traiciones dentro de las tropas sublevadas y el movimiento empezó a decaer/

Los primeros días de la rebelión delahuertista fueron optimistas: menudearon las adhesiones militares, sin las cuales no se podía avanzar en el proyecto. Pero muy pronto aparecieron traiciones dentro de las tropas sublevadas y el movimiento empezó a decaer/

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No había camino de regreso, y Adolfo de la Huerta ya se había resignado a ello. Después de la treta publicada a ocho columnas en el diario veracruzano El Dictamen, donde se le presentó a la nación como el líder de una rebelión armada contra el gobierno de Álvaro Obregón, ya no había ni modo de acercarse al presidente e invocar la antigua amistad para volver a entenderse, ni había más ruta que esperar a ver cómo el llamado a la sublevación obtenía respuesta entre los jefes de operaciones militares de todo el país, porque, sin ello, el proyecto estaría condenado a fracasar.

Como después de la publicación de El Dictamen, obra de Jorge Prieto Laurens, empezaron a brotar las primeras adhesiones, no le quedó otra a De la Huerta que asumir su papel de jefe del movimiento, aunque no supiera bien a bien en qué pararía todo aquello. El 7 de diciembre de 1923 dio a conocer lo que se llamó La Declaración Revolucionaria de Adolfo de la Huerta, proclama con la que el sonorense deseaba hacer una especie de exposición de motivos que sustentara la rebelión, y demostrar que el comportamiento del presidente Obregón no le había dejado otra ruta que la de la rebelión armada.

En aquella Declaración Revolucionaria, De la Huerta aseguraba que, empleando todo el peso del Estado, Álvaro Obregón había traicionado la buena fe de la ciudadanía para imponer como candidato oficialista a la presidencia de la República a Plutarco Elías Calles. Para eso, aseguró, Obregón no había vacilado en usar lo mismo la estructura burocrática que al ejército mexicano. Esto último era de particular gravedad, dijo, porque corrompía “su preclaro origen revolucionario y el noble espíritu de la institución”.

De la Huerta denunció que en las elecciones de varios estados, como San Luis Potosí, Michoacán, Coahuila y Nuevo León, la libertad de sufragio se había pisoteado, es decir, insinuaba que el gobierno federal pretendía ignorar resultados electorales. Todo esto se encaminaba a denunciar que Obregón trabajaba para imponer una “candidatura impopular”, la de Calles, y que el propósito ulterior era, a la larga, cimentar una reelección para Obregón, “que la nación rechaza y que nuestra ley condena”.

Aquella declaración terminaba desconociendo al gobierno obregonista y a los poderes legislativo y judicial.

Después de ese 7 de diciembre de hace cien años, a Adolfo de la Huerta ya solo le quedaba la fuga hacia adelante.

LAS PRIMERAS ADHESIONES

En los días posteriores a aquel mensaje, que era la ruptura definitiva y en malos términos con sus paisanos, Adolfo de la Huerta pudo acaso soñar con la victoria. Ocurrieron cosas que inyectaron optimismo a los delahuertistas: a pesar de que la ruptura entre De la Huerta y Obregón se había cocinado a fuego lento desde el otoño de 1923, parecía que el gobierno federal no se tomó en serio, al menos al principio, los reclamos de “Fito”. Tal vez no lo consideraron capaz de lanzarse a la rebelión armada; “Fito” estaba hecho de otra madera. Y si Obregón pensaba así, no se equivocaba, pero tal vez le falló el cálculo acerca de lo que podían hacer los colaboradores cercanos de De la Huerta, que también veían por su propio futuro político.

El caso es que en esos días de diciembre, el ejército federal no estaba preparado para enfrentar, pronto y con eficacia los pequeños y grandes pronunciamientos que empezaron a darse, y, en consecuencia, hubo algunas batallas y escaramuzas que dieron ventaja a los delahuertistas.

La primera -y más importante- de las sublevaciones de bandera delahuertista ocurrió en Jalisco, encabezada por el general Enrique Estrada, quien, no bien se pronunció, se acercó al gobernador de Oaxaca y al jefe de operaciones del mismo estado, Manuel García Vigil y Fortunato Maycotte, para que lo secundaran y públicamente apoyaran la causa de don Adolfo.

En Aguascalientes, el coronel Arnáiz; en Campeche, el coronel Vallejo. En Guerrero, un general apellidado Figueroa y en Chihuahua el general Manuel Chao se declararon delahuertistas. Proliferaron los pronunciamientos y las primeras batallas. En Veracruz, el general Villanueva Garza se apoderó de Jalapa. Hasta ese momento las cosas parecían marchar. Pero ese avance fue breve, fugaz.

De la Huerta encomendó a Prieto Laurens negociar con los jefes militares de Tabasco para que enviaran sus tropas a Veracruz. En la ciudad de Frontera, un general Segovia accedió a la petición, pero advirtió que, entre los hombres que enviaba había obregonistas que se habían rendido en Villahermosa no bien se anunció la rebelión. Eran una especie de “conversos”, y Segovia consideraba que era necesario mantenerlos vigilados. La propuesta de Segovia era desarmarlos y enviarlos a reforzar el movimiento en la Huasteca. Pero desde el cuartel general de De la Huerta recibió la orden de embarcarlos con sus jefes y con sus armas y mandarlos a Veracruz, como había sido la petición original. Segovia consideró que De la Huerta o su Estado Mayor se equivocaban, y actuó por su cuenta: los desarmó y se preparaba para mandarlos a Tuxpan cuando volvió a recibir la orden de enviarlos a Veracruz. Allí, el mando directo de De la Huerta le devolvió las armas a aquella tropa y fueron aceptados para que reforzaran a los hombres del general Guadalupe Sánchez, el primero que había presionado para que don Adolfo se lanzara a la rebelión. A la par de aquella tropa, también se había aceptado el apoyo de dos generales federales, Miguel Henríquez Guzmán y Vicente L. González, quienes se presentaron ante De la Huerta, comprometiéndose a seguir la causa de la rebelión.

Tanto González, como Henríquez traicionaron su dicho: repentinamente cambiaron de bando y atacaron por la retaguardia al general Guadalupe Sánchez, quien, sorprendido, no atinó a sobreponerse. Esa fue la primera derrota militar del delahuertismo. Todavía no se cumplían dos meses de haber iniciado la rebelión, y las cosas empezaron a cambiar. Era el 28 de enero de 1924, y la batalla de Estación Esperanza terminó mal para el delahuertismo. Aunque había sublevaciones en el resto del país, no acababan de consolidarse en un solo movimiento. Esto, al cabo de unas pocas semanas, terminaría con la rebelión que tenía por líder a un hombre que, indudablemente, se sentía más cómodo administrando la hacienda pública o disfrutando de una buena función de ópera, que decidiendo los movimientos en un campo de batalla.

(Continuará)