Nacional

El largo rencor: la masacre de Topilejo

Tan brutal como el ejercicio del poder que provocó la matanza de Huitzilac en 1927, fue el golpe asestado en el invierno de 1930 contra los rescoldos del vasconcelismo. Violencia gratuita, alentada desde la paranoia de un presidente manipulado, desde el poder que se extendía más allá del mandato constitucional, y que encontró ejecutor en uno de los personajes más terribles surgidos de los movimientos revolucionarios.

historias sangrientas

Si Eulogio Ortiz dio la orden, el famoso Maximino Ávila Camacho fue el ejecutor principal. Comandaba el 51 Regimiento de Caballería, cuyo cuartel era la hacienda de Narvarte, donde se mantuvo secuestrados a los vasconcelistas.

Si Eulogio Ortiz dio la orden, el famoso Maximino Ávila Camacho fue el ejecutor principal.

“Pobrecitos, pobrecitos, ya se los llevó la chingada”, decía aquel militar, mientras ataba con alambre de púas a dos de sus prisioneros. “Pobrecitos, pero, ¿qué quieren que haga, si son órdenes del superior?”, decía con sorna uno de los hombres más violentos de los tiempos revolucionarios, encargado, en febrero de 1930, de ahogar en sangre cualquier impulso de rebeldía, por pequeño que fuese, que todavía alentara entre los derrotados militantes del vasconcelismo.

Ese hombre era el general Maximino Ávila Camacho, cabeza del 51 Regimiento de Caballería, mientras preparaba la ejecución de sus prisioneros, a los que había ido a ocultar en la hacienda de Narvarte, en las afueras de la ciudad de México, que empleaba como cuartel.

Y ahí los tenía, aterrados, amontonados, ciertos de que no saldrían de ahí con vida, y menos después de escuchar el macabro canturreo del general, que parecía hallar cierta diversión en amarrar a los hombres que habría de asesinar.

-Pobrecitos, pobrecitos… ya se los llevó la chingada…

DE LA PARANOIA AL GOLPE DE PODER

Mucho había ocurrido desde las elecciones de noviembre de 1929, cuando, en un entorno violento y agitado, se declaró la victoria electoral de Pascual Ortiz Rubio. A su oponente, el exaltado José Vasconcelos, se le reconoció una cantidad de votos que a la distancia se ve ridícula, comparada con la asistencia de algunos de sus mítines de campaña. Y así había marchado el proceso electoral: accidentado, lleno de incidentes de violencia y amedrentamiento, que, inevitablemente, acabaron en algunas muertes que tocaron el corazón del movimiento, en buena parte juvenil, que impulsaba la candidatura del antiguo secretario de Educación Pública.

Pero la tensión no se acabó con los resultados electorales. Mientras Vasconcelos, fuera de la ciudad de México, esperaba que sus partidarios se levantaran en armas y defendieran su causa, Pascual Ortiz Rubio fue víctima de un atentado ¡el mismo día de su toma de posesión! Y salvó la vida por la decisión, completamente fortuita, de cambiar el auto convertible por uno cerrado para salir de Palacio Nacional.

Herido en la mandíbula el día de su toma de posesión, el presidente Pascual Ortiz Rubio se presentó a su primer acuerdo con su gabinete el 30 de marzo de 1930

Herido en la mandíbula el día de su toma de posesión, el presidente Pascual Ortiz Rubio se presentó a su primer acuerdo con su gabinete el 30 de marzo de 1930

Pero el presidente Ortiz Rubio, aunque vivo, no salió indemne del ataque; fue herido en la mandíbula, y aunque se le atendió de inmediato, a aquel hombre le habían arrebatado la tranquilidad y la paz del corazón. Seguramente, en su fuero interno, Pascual Ortiz Rubio se preguntaba en qué demonios estaba pensando cuando se dejó tentar por el marrullero de Plutarco Elías Calles y accedió a tomar la candidatura a la presidencia del Partido Nacional Revolucionario.

Y ahí estaba Ortiz Rubio, en enero de 1930: convaleciendo, encerrado en la residencia presidencial del Castillo de Chapultepec; muerto de miedo de que otro loco como Daniel Flores, su atacante, decidiera arriesgarlo todo e intentara asesinarlo, y que esta vez de verdad lo mataran, y, para colmo, que algunos tomaran a chunga el atentado, que hicieran burla de él y no vacilaran en llamarlo títere, pelele del único sonorense que permanecía en el poder, aun cuando hubiera abandonado formalmente el poder. Por eso corrían con extraña inercia los primeros días de su gestión, con la presencia, de fondo, del verdadero hombre fuerte del país: Calles.

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Afuera, en la calle, no faltaban los maliciosos que se burlaban del presidente Ortiz Rubio, aprovechando la perversa quinteta que uno de los jóvenes escritores de moda, Salvador Novo, le había escrito al que ya llamaban “Nopalito”:

Logre la bala asnicida

(no por perdida ganada

ni por ganada perdida)

debilitar la quijada

para atenuar la mordida.

En la oficina presidencial, apropiado del espacio, como un enorme felino salvaje, el miedo roía los días de Ortiz Rubio. Fuera de Palacio Nacional, acaso en las oficinas del PNR, o en los salones de la residencia de Plutarco Elías Calles, la muerte hacía antesala: estaba próxima una nueva misión.

LA PERSECUCIÓN, LAS VÍCTIMAS, LAS DESAPARICIONES

Porque de eso se trataba: de que nadie, en los años por venir, se atreviera a disputarle el poder a los sobrevivientes de la lucha de facciones, que habían demostrado ser, o los más fuertes o los más despiadados; que a nadie le quedara duda de que eran los hombres del PNR, agrupados en torno al general Calles, los que mandaban en México. Quien se atreviera a cuestionarlo, como los muchachitos que se habían dejado arrastrar por el enfebrecido Vasconcelos, ya sabían a qué atenerse. ¿Acaso no seguían llorándole, cinco meses después, al tal Germán de Campo, el que se llevó su tiro en la cabeza ahí en el jardín de San Fernando?

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Pero lo cierto es que, casi tres meses después de las elecciones, había algunos, pocos, es cierto, que se quejaban públicamente del “despotismo callista”. Dispersos, sin iniciativa que llevara a la realidad el Plan de Guaymas de Vasconcelos, que llamaba a defender una victoria que no era del todo demostrable, seguían en la vida pública, permanecían en la vida pública, haciendo patente su inconformidad.

Por eso empezaron las desapariciones.

Las órdenes directas salieron de la oficina del general Eulogio Ortiz, comandante militar del Valle de México. Uno, dos, después tres. A los pocos días, otro, y otro más. Las familias de los vasconcelistas en derrota sabían, solamente que el hijo, el hermano, el primo, el ahijado o el esposo nunca habían vuelto a casa. Empezaban los rumores: Era la gente del “Güero” Ortiz la que andaba desapareciendo vasconcelistas.

Y la maniobra era retorcida, oscura y envolvente: hubo personajes extraños, disfrazados de vasconcelistas exaltados, que aparecían de la nada, exigiendo venganza, llamando a revuelta, incrustándose en los círculos de los verdaderos seguidores del candidato derrotado, incitándolos al levantamiento. No faltaron los que, de buena fe, prestaban oídos a quienes se mostraban decididos. Y bastaba solo un gesto, un leve asentimiento, para que, a las pocas horas, los secuestraran con violencia, y entre golpes e insultos, los arrojaran a cuartuchos oscuros donde, poco a poco, se iban hacinando. Para que se les quiten las ganas de andar de levantiscos, les decían, cuando, de un empellón, los arrojaban a aquellas mazmorras improvisadas en la hacienda de Narvarte.

Así desaparecieron notorios antirreeleccionistas que habían creído en Vasconcelos. Una de esas víctimas fue el general León Ibarra, hombre ya muy anciano, secuestrado en el pueblo de Texcoco. Hubo otros: el ingeniero Ricardo González Villa, Roberto Cruz Zequera y J. López Aguilera, Macario Hernández, Vicente Nava, un ingeniero de apellido Domínguez, Carlos Olea y Casamadrid, Toribio Ortega, homónimo de aquel chihuahuense que fue el primero en levantarse en armas en 1910; Manuel Elizondo, Jorge Martínez, Pedro Mota, Carlos Manrique, Félix Trejo. Eran personajes conocidos, pero no fueron los únicos secuestrados. Se habló de varias docenas de víctimas. Y nadie en la policía capitalina daba razón de ellos. No se sabía nada, no había rastro de ellos.

Las respuestas estaban en la hacienda de Narvarte.

LOS ASESINATOS, EL ESCÁNDALO, LA IMPUNIDAD

De lo que ocurrió después, hubo un sobreviviente, Vicente Nava, quien luego contaría los horrores de la noche del 14 de febrero de 1930, cuando Maximino Ávila Camacho se apersonó en el lugar de encierro de los vasconcelistas. “Pobrecitos, pobrecitos…”, empezó, mientras desenrollaba el alambre de púas para atar a los presos de dos en dos.

Luego, fue el horror. Los prisioneros quedaron en manos de un teniente al que todos llamaban “El Gato”, quien los subió, entre golpes e insultos, a un camión. El vehículo arrancó y abandonó la hacienda de Narvarte.

Se detuvieron en el kilómetro 28 de la carretera a Cuernavaca. Estaban muy cerca del pueblo de Topilejo. Los soldados bajaron, a empellones, a sus víctimas. A pocos metros había una milpa. Desataron a varios; un jardinero japonés, que formaba parte de la tropa, empezó a repartir picos y palas. Con espanto, los vasconcelistas se dieron cuenta del asunto: iban a cavar sus propias tumbas.

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Un árbol grande atrajo la atención de El Gato y sus hombres. Era perfecto para lo que querían. Sacaron cuerdas, empezaron a preparar horcas. Aterrorizados, los prisioneros apenas podían cavar. Llovían los golpes y los insultos.

El primero fue el general Ibarra. Tenían prisa los hombres de El Gato: uno de los soldados se le colgó de los pies para que el viejo se muriera de una buena vez. Y así empezó el desfile de víctimas. El Gato dio permiso para que la tropa esculcara los cadáveres y se quedaran con lo que hallaran. Borrachos de violencia, algunos se atrevieron a sacar dientes de oro de las bocas muertas. Arrojaron los cuerpos en las zanjas cavadas, los malcubrieron y se marcharon a toda velocidad.

Pasaron los días. Los familiares de los desaparecidos seguían en busca de sus seres queridos. Después se sabría que tanto Vicente Nava como un italiano, Carlos Verardo, habían escapado con vida de aquella jornada espantosa, pero el escándalo detonó hasta el 9 de marzo, cuando el perro de unos campesinos de Topilejo, buscando qué comer, dio con los restos de los vasconcelistas.

El escándalo fue breve pero muy intenso. Nunca se ha tenido una cifra precisa de los muertos de Topilejo: algunos hablaron de un centenar de cadáveres; otros afirmaron que habían matado a 70 personas. Como la noticia se extendió con rapidez, no había manera de ocultar los asesinatos, pero es probable que tampoco hubiera mucha intención de mantener el secreto.

Llevaron los restos al Hospital Juárez, en la capital. Empezó un lento y doloroso fluir de los parientes de vasconcelistas desaparecidos, que asistían con el corazón en un puño, temiendo encontrar al familiar secuestrado. Los cuerpos estaban irreconocibles, tanto por el tiempo transcurrido desde los asesinatos, como porque los victimarios se habían dedicado a destrozarlos a golpes de culata. Después se dijo que algunos cadáveres habían sido descuartizados para asegurar que no los identificarían.

No obstante, las autopsias practicadas en el Hospital Juárez determinaron que todos aquellos desdichados habían perecido ahorcados, y después fueron vejados y golpeados. Algunos, como el general Ibarra, fueron reconocidos por los restos de sus vestimentas.

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Se empezaron a conocer chispazos, datos aislados de lo ocurrido. Las familias de los asesinados interpusieron denuncias contra los soldados del 51 Regimiento de Caballería y sus mandos. Hubo otra denuncia, levantada por un hermano del general Ibarra, contra el general Eulogio Ortiz, sin cuyo mandato nada hubiera ocurridos. Un abogado, José C. Aguilar, logró una reunión con el procurador general de la República, apellidado Aguilar y Maya, que no sirvió para nada.

Víctor E. Góngora, presidente del Partido Antirreeleccionista, envió un telegrama a la atención del presidente Ortiz Rubio. Parientes de las víctimas intentaron protestar en el Senado de la República. Nada pasó.

Eulogio Ortiz decidió “cubrir las apariencias” con una declaración: negó la responsabilidad de los crímenes, y en cambio, explicó que sí hubo una investigación en torno al atentado contra Ortiz Rubio. Pero nada tenía que ver, aseguró, con aquellos muertos. No era sino un intento de “la reacción” de desestabilizar a las instituciones nacidas de la Revolución. Maximino Ávila Camacho negó con tranquilidad haber secuestrado y aprisionado a los vasconcelistas

Las muertes de Topilejo quedaron impunes.

ECOS DE UN CRIMEN

La persecución de los seguidores de José Vasconcelos no se terminó en Topilejo. Quienes seguían exigiendo justicia para las víctimas fueron amedrentadas de manera continua. En 1932, la hija del general Ibarra, acosada hasta la desesperación por la gente de Eulogio Ortiz, se suicidó.

Algunos afortunados salieron con vida de aquel oscuro torbellino: por ejemplo, un joven escritor tabasqueño, Carlos Pellicer, apresado, pero liberado por la intervención del Secretario de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada. Un chamaco militante comunista, José Revueltas, fue a dar, en esos días, al penal de las Islas Marías.

Hubo censura: viniera de Eulogio Ortiz, del PNR o de más arriba, lo cierto es que, durante meses, no se escribió de nota roja en la prensa de la capital, porque inevitablemente, alguien volvería a mencionar los crímenes de Topilejo.

De los sobrevivientes, Verardo y Nava, se supo poco. Aparentemente, dominados por el miedo, escaparon de la capital donde se mataba con tanta impunidad. Tiempo después, Vicente Nava habló del asunto con el escritor Alfonso Taracena, quien convirtió el testimonio en un libro: “Los asesinatos de Topilejo”. Al italiano Verardo lo mataron en 1939, y poco después un semanario famoso de aquellos años, “Hoy”, publicó su versión de los hechos: habría salvado la vida por ayudar a matar a la última víctima.

Tanta violencia era imposible de disimular. La historia de aquella masacre llegó a José Vasconcelos, exiliado. Tres años después de los sucesos de Topilejo, el candidato en derrota publicó un volumen de cuentos, “La Sonata Mágica”, donde dedicó dos narraciones a las apariciones de la muerte en su relampagueante campaña electoral. Una se tituló, simplemente, “Topilejo”. La otra, “Misa Solemne”, evocaba el doloroso epílogo de la aventura: el suicidio de Antonieta Rivas Mercado. 

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