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Amores fracasados: un disparo en la catedral de Notre Dame

Se sentía acorralada: exiliada, por más que fuera en París, sin un centavo, con un hijo pequeño a quien proteger y sostener; con el dolor de los corazones quebrados, con la frase de José Vasconcelos: “Nadie necesita de nadie”, Antonieta Rivas Mercado entró en la vieja catedral francesa. Llevaba oculto el revólver de su amante

Retrato de Tina Modotti y Xavier Guerrero
Retrato de Tina Modotti y Xavier Guerrero Retrato de Tina Modotti y Xavier Guerrero (La Crónica de Hoy)

El sacristán de Notre Dame rindió su declaración ese 11 de febrero de 1931: la señora entró al templo, que se hallaba casi vacío. “Se había sentado frente a un altar”. Tal vez el pobre hombre no se dio cuenta, pero se trataba del altar de la Virgen de Guadalupe. “Se quedó mirando un crucifijo, y sacando de la bolsa de mano un revólver, disparó, bajo el seno izquierdo, al corazón. Nada más se había doblado con la vista fija en el altar”. Según le informaron al entonces cónsul en París, Alberto J. Pani, el sacristán se apresuró a pedir ayuda, pero cuando llegó la policía, ella ya estaba muerta.

Así terminaba, por propia mano, la intensa vida de Antonieta Rivas Mercado. Tenía solamente 31 años y ya había sido testigo, desde el mundo de las clases más privilegiadas, de la crisis del mundo de Porfirio Díaz, para luego sumarse a esa generación de mujeres a las que la transformación de la sociedad mexicana llevó por caminos de ruptura con las tradiciones, con las obligaciones inamovibles de los “ángeles del hogar” que durante décadas marcaron destinos y biografías.

Había llegado al  París de sus amores en una fuerte crisis. ¡Qué distinto era ese viaje de 1931, comparado con los días de la infancia, cuando llegó a la Ciudad Luz en compañía de su padre, el famoso arquitecto Antonio Rivas Mercado! Aquellos habían sido tiempos hermosos, de conocimiento, de instrucción, de hallazgo de su vocación artística, de sus enormes habilidades como bailarina. A punto estuvo de hacer carrera artística en Francia. Pero ¡era tan pequeña en ese entonces! Papá Rivas Mercado no quiso dejar sola en tierra extranjera a su niña, por talentosa que fuera y por leales que fueran los amigos que se comprometían a cuidar de ella. París era para Antonieta sinónimo de alegría, de emociones, de descubrimientos. Pero esta vez, la realidad era distinta y probaba por primera vez el amargo sabor del exilio.

Antonieta había apostado todo a la carta de la causa electoral de José Vasconcelos, con quien vivía un romance intenso y conflictivo. La derrota electoral del  antiguo Secretario de Educación Pública del régimen obregonista hizo polvo los sueños y las ambiciones de los dos. El problema consistía en que cada uno abrigaba expectativas distintas. Era inevitable que la pareja que habían sido en los días de vértigo de la campaña electoral de 1929, entrara en crisis: nada les quedaba ya.

A los dieciocho años quiso casarse con Albert Blair, un joven ingeniero inglés formado en los Estados Unidos. La vida lo había llevado a la rebelión contra Porfirio Díaz, y en ese torbellino vivió momentos tremendos al lado de sus amigos, los hermanos Madero. Impulsiva, Antonieta le arrancó a su padre la anuencia. Pero el matrimonio, del que nació un niño, Donald Antonio, no fue feliz. Antonieta trató de divorciarse en varias ocasiones, pero nunca lo logró. Aunque desde 1914 Venustiano Carranza había promulgado una ley que normaba el divorcio —cosa que ni los mismísimos liberales del siglo XIX se habían atrevido a plantear—, la oposición rotunda de Albert y la presión social cancelaron la posibilidad de que la muchacha pudiera rehacer su vida formalmente.

Decidida a trascender, Antonieta se convirtió en una de las primeras promotoras culturales del siglo XX mexicano. Heredera de una enorme fortuna a la muerte de su padre, la empleó en impulsar proyectos como el teatro Ulises y la Orquesta Sinfónica de México. Grandes talentos plásticos y literarios de los años veinte y treinta de la centuria pasada recibieron de ella apoyo económico y moral. Trabó amistad con personajes como Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, creadores como Roberto Montenegro y Julio Castellanos. Jóvenes valores como Andrés Henestrosa, Gilberto Owen y Julio Jiménez Rueda hallaron en ella algo muy difícil de conseguir: solidaridad y aliento.

Creyó Antonieta hallar el amor en el pintor Manuel Rodríguez Lozano, a quien escribió espléndidas cartas. Pero el artista jamás la engañó: era homosexual y jamás podría corresponderle. 

México cambiaba: José Vasconcelos creyó que podría llegar a la Presidencia de la República. Al no encontrar respaldo de los grandes generales sonorenses, decidió lanzarse a la empresa, atenido a sus propias fuerzas. En él, pensó Antonieta, había todo lo que deseaba: pasión y ambiciones colmadas. Surgió un romance y un intenso compañerismo. Ella puso su fortuna y sus relaciones al servicio del sueño político de Vasconcelos y creyó que podía ser realidad. No le importó que la alta sociedad mexicana, a la que ella pertenecía, la rechazara al hacer público y notorio su romance con el político oaxaqueño. Pero el dolor de la derrota electoral, la persecución a los vasconcelistas, las vidas perdidas en la represión, la sospecha de fraude, redujeron a cenizas todas sus expectativas. Sólo le quedaba escapar.

Estaba en París y de su fortuna no quedaba nada. Le sugirió a Vasconcelos hacer una revista con la cual pudiesen sostenerse. Él argumentó que ni en sueños podría pagarle un sueldo que costease sus necesidades. Le aconsejó que regresara a México.

Exasperada, Antonieta exigió saber lo esencial: ¿Vasconcelos la necesitaba? ¿Ella era importante para él? La respuesta de su amante le quebró el alma: “realmente, nadie necesita de nadie”. El filósofo contestaba al reclamo de la mujer enamorada; aquella historia se había terminado. Por eso, Antonieta sacó de un cajón, a escondidas, el revólver de Vasconcelos. Caminó por las calles de París y desde un teléfono público avisó en el consulado que iba a suicidarse y que dejaba un mensaje, para que nadie culpase al hombre que aún amaba. Tomó previsiones para que Toñito no se enterara de lo que iba a hacer. Luego, entró en Notre Dame. 

Con todo, su suicidio no deja de tener el sello de los amores fracasados. Un año después de la muerte de Vasconcelos, el poeta Carlos Pellicer escribió, en su memoria, la “Elegía apasionada”. Unas pocas líneas son para Antonieta:

Dios mío, perdónalo.

Te pido también por los que murieron por su causa.

Te pido también por la hermosa mujer

que se suicidó por él una catedralicia mañana.

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