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Amores, los reales y los ficticios, de los caudillos insurgentes

¿Cómo eran Miguel Hidalgo y José María Morelos? ¿Cómo, más allá de esos instantes en que decidieron entrar en la historia? Lo sabemos, fueron seres humanos, con instantes de duda, de furia, arrepentimiento. Hay instantes, hay destellos de una vida privada, de la que se dice mucho, se especula más, y se imagina todavía más. Pero aquí están, con ese puñado de sombras en las manos; esos fantasmas en los que alguna vez anidó el amor.

La lucha por la libertad de expresión
La lucha por la libertad de expresión La lucha por la libertad de expresión (La Crónica de Hoy)

¿Cómo eran Miguel Hidalgo y José María Morelos? ¿Cómo, más allá de esos instantes en que decidieron entrar en la historia? Lo sabemos, fueron seres humanos, con instantes de duda, de furia, arrepentimiento. Hay instantes, hay destellos de una vida privada, de la que se dice mucho, se especula más, y se imagina todavía más. Pero aquí están, con ese puñado de sombras en las manos; esos fantasmas en los que alguna vez anidó el amor.

Pocas cosas tan arriesgadas que meterse con los sentimientos más íntimos de los “padres de la Patria”, porque de eso sabemos ¡tan poco! Pero la necesidad de comprender a esos hombres, que hace 210 años abandonaron la vida que su calidad de párrocos les había deparado, es lo que, a lo largo de estos dos siglos ha hecho que los mexicanos se pregunten por su dimensión humana, por los sentimientos que albergaron, por la gente que fue cercana a ellos. ¿Tenían familia, quisieron a alguien? Son cuestiones que hoy permiten que los habitantes del presente puedan entender a esos personajes a los que seguimos manteniendo en pedestales y a los que, cada tanto, nos empeñamos en bajar a la vida real, como personajes actores de la historia, y por lo tanto, seres humanos.

Tanto de Miguel Hidalgo como de José María Morelos, tenemos abundantes datos de sus periplos personales: dónde y con quién estudiaron; a qué se dedicaron y en dónde hicieron carrera eclesiástica. También sabemos de sus errores y sus aciertos; de la afición al juego de Hidalgo, y de los regaños que Morelos les propinaba a sus feligreses de la Tierra Caliente. Sabemos de los alcances intelectuales de Hidalgo, cuya vocación de teólogo era muy conocida en la Nueva España de finales del siglo XVIII, y de los esfuerzos que Morelos tuvo que realizar para poder estudiar y ordenarse.

¿Sabemos de sus familias? Sí. Conocemos detalles de los hermanos de Hidalgo, y del tremendo impacto que le supuso al que sería el líder de la primera campaña insurgente, la muerte de uno de sus hermanos, enloquecido cuando la ruina alcanzó a la familia y tenemos el dato de que otro de sus hermanos, también sacerdote, ocupó por un tiempo el curato de Dolores antes que Miguel. También sabemos que en aquella población, vivían con el señor párroco sus hermanas, y que, aquella madrugada de septiembre, ellas se levantaron también, para ocuparse de que les sirvieran chocolate a aquellos que, junto con su hermano Miguel.

De José María Morelos conocemos también sus orígenes, y los empeños de su madre por que su hijo entrara en religión para recuperar una capellanía –un dinero dejado en herencia por un pariente rico para el familiar que hiciera carrera religiosa-, sabemos que se empeñó en tener, a fuerza de trabajo, una cierta prosperidad que, se dio cuenta muy pronto, no provendría de su empleo de párroco. Es conocido su negocio de arriería, y la frecuente correspondencia que mantenía, al respecto, con su hermana y su cuñado. Es decir, tanto Morelos como Hidalgo son seres humanos, con necesidades e intereses materiales y con naturales aspiraciones de progreso y prosperidad. Hidalgo no tiene negocios particulares, pero su talento le granjeó la simpatía de su obispo, Antonio de San Miguel, quien lo fue ubicando en distintos “empleos”: de la rectoría de San Nicolás al curato en Colima; de Colima al curato de San Felipe Torres Mochas, y de éste a Dolores; en este último curato su sueldo eran tres mil 500 pesos anuales, una suma bastante considerable para la época.

Si sabemos todo esto, del mismo modo en que abundan los testimonios y documentos de sus vidas como líderes militares, hasta el último día de sus vidas, ¿Nos puede extrañar que intentemos conocer sus sentimientos más personales, su vida amorosa, si la tuvieron? ¿Nos puede extrañar que se apartaran de sus ministerios o que lo mantuvieran al mismo tiempo que tenían una vida sentimental?

Tal vez, la palabra clave en este momento, es “vocación”. No era extraño, pero no generalizado, que en la Nueva España se diesen casos de sacerdotes faltos de vocación religiosa: la milicia o la vida eclesiástica eran alternativas de vida en un mundo duro, difícil para los criollos, que jamás alcanzarían los puestos más altos de la escala sociopolítica del reino. En tiempos de Hidalgo y Morelos, había también sacerdotes “sin beneficio”, es decir, sin empleo, sin curato asignado, y por lo tanto sin sueldo. El problema de la vocación no se acaba con los dos grandes líderes insurgentes, sino que se menciona, a menudo, respecto de algunos de los sacerdotes que también se lanzaron a la guerra de independencia.

Por lo tanto, ¿nos tendría que extrañar que Hidalgo o Morelos tuvieran parejas e hijos? No, especialmente, si nos adentramos en sus biografías.

DE LA FRANCIA CHIQUITA A LA ETERNIDAD

Es conocida la anécdota según la cual, el talentoso cura de Dolores le suelta un pícaro pero elegante piropo a los senos de Victoria de Saint Maxent, la criolla francesa cuñada del difunto virrey Bernardo de Gálvez, y esposa del Intendente de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño. También se conocen las muchas historias, muchas sin comprobación de los sucesos en torno a la vida de Hidalgo en el curato de San Felipe Torres Mochas, donde su hogar fue conocido, para bien y para mal, como “La Francia Chiquita”. Ahí surgieron abundantes historias que hablan de un ánimo galante y amante de la diversión, que, a la hora en que la Inquisición quiso indagar. No halló pruebas y dejó por la paz al sacerdote.

Pero calumnia, que algo queda. Hidalgo llegó a San Felipe en enero de 1793. No era un mal trabajo, después de un año pasado en su primer empleo como párroco, en Colima, y después de sus años como rector del Colegio de San Nicolás. Definitivamente, era progresar: cada nuevo trabajo era mejor pagado, con responsabilidades muy definidas: predicar, dar auxilio espiritual a los enfermos y moribundos, ayudar a los pobres de su parroquia y constituirse en el mejor ejemplo posible para sus feligreses.

Aunque no oficiaba misa a diario –para eso tenía un equipo de clérigos auxiliares Hidalgo cumplía con sus obligaciones, y aún le quedaba tiempo para dos de sus grandes aficiones: la música y la lectura.

Se sabe que en esos días Hidalgo se dedicó a leer a Cicerón, a Demóstenes, a Esquines. Estudiaba a un teólogo apellidado Serry, a dos estudiosos de la Biblia, Natal Alexandro y Agustín Calmet –autor éste último, por cierto, de un curiosísimo tratado sobre los vampiros- y también se sabe que leyó en italiano la Historia Antigua de México de Clavijero, al que llegó a conocer en Valladolid antes de la expulsión de los jesuitas. En francés leía la Historia Natural del conde de Buffon, las Fábulas de La Fontaine y el teatro de Racine y de Moliére, de quienes traduce varias obras y llega a montar en escena el Tartufo, que tuvo “muchas representaciones en sus casas curales”, y se sabe que uno de sus vicarios hizo de apuntador. ¡hasta dio alguna clases de francés! Hacer teatro era diversión honesta y sana, sí, pero era también una aguda crítica política –el gran tema del tartufo es la hipocresía- y era reflexionar sobre la condición humana.

Pero el teatro no era lo único que alegraba la vida del párroco de San Felipe. La música era importantísima. Reúne a los músicos del pueblo y en los poblados cercanos; arma una orquesta, y pone a la cabeza de ella a José Santos Villa, del que se sabe era pariente suyo. Y tienen el cometido de endulzar el óído de los frecuentes invitados a comer con Hidalgo en su casa cural. “Los tiene como de su familia”, cuentan. De esos días es que surge una de las muchas cosas que luego serán materia de averiguación: el párroco de San Felipe afirma que la fornicación no es pecado.

Para algunos, la vida en la Francia Chiquita es una vida de libros, música, bailes y honesta diversión. Para otros, es una vida de escándalo, donde la “gente villana” que se acoge a la generosidad del cura, permanentemente “bebe, come y putea”, mientras todo es música y baile. Lo cierto es que Hidalgo le abre las puertas a indios, castas y mestizos, y para todos hay comida bebida, baile y teatro. Por eso, por igualdad de trato, es que se evoca a la Francia donde ya hubo revolución y todos son ciudadanos.

Para ese momento, según sus primeros biógrafos, ya había tenidos dos hijos, Mariano Lino y Agustina, con Manuela Ramos Pichardo. Después se dijo que Agustina había acompañado a su presunto padre en la guerra de independencia, ataviada como hombre, y a la que, confundida por el vulgo con Fernando VII, fue apodada “la Fernandita”. Pero, si bien existió Manuela Ramos, se casó en la ciudad de México y tuvo varios hijos, uno sí llamado Mariano Lino, que no usó el apellido Reyes, del hombre con quien casó Manuela, sino Hidalgo y Costilla, como afirma una inscripción parroquial de su matrimonio. El rastro no es concluyente, porque, además, señala a Lino Mariano como “Hijo legítimo” de Hidalgo, cosa imposible.

Después, se habló de otra mujer, de Josefa Quintana Castañón, a quien el cineasta Antonio Serrano dio vida en su película de 2010, “Hidalgo, la historia jamás contada”. A doña Josefa, se señala, la conoció Hidalgo en los días de la Francia Chiquita, y de ella habría tenido dos hijas: Micaela y María Josefa, que habrían vivido en Dolores, con las hermanas del cura. En el caso de esta pareja y de estas hijas, aunque hay historiadores prestigiados que consideran “probable esta paternidad”, también se consigna que no hay pruebas concluyentes, y sí una leyenda que se mantuvo al correr de los años.

Una mujer más, María Manuela Herrera, denunció, en 1808, que ella vivía con el cura Hidalgo, manteniendo “ilícita amistad”. Cuando la Inquisición indagó, la mujer se hizo humo.

Todavía se habló de una tercera pareja, Bibiana Lucero, quien le habría dado un hijo llamado Joaquín… que, se ha demostrado, nació en 1820, nueve años después del fusilamiento de Hidalgo. El rastreo documental muestra que este Joaquín Hidalgo sí fue hijo de un señor llamado Miguel Hidalgo Espinosa, oriundo de Puebla, pero, en algún momento del siglo XIX se juzgó conveniente jugar con el equívoco.

De “la Fernandita”, en diciembre de 1810, se dijo, además de que era hija de Hidalgo, que era su amante. Pero tampoco lo era. Se trataba en realidad de una joven de Valladolid, Mariana Gamba, hija de un hombre que había sido tomado prisionero por los insurgentes. Hidalgo le había prometido a la muchacha liberar a su padre, español, en cuanto sus huestes dejaran Valladolid. Pero no cumplió, pues aquel caballero, Luis Gamba, había sido asesinado con otros españoles en las afueras de la ciudad. Ignorante del crimen, Mariana se había unido a la caravana insurgente, esperando recuperar a su padre. Después de aquellos días oscuros, y una vez derrotado Hidalgo en el Puente de Calderón, en enero de 1811, Mariana Gamba siguió su vida.

No obstante, la idea de que Hidalgo tuvo parejas e hijos, es sostenida por muchos. Incluso, en Dolores Hidalgo reside una familia que se dice orgullosa descendiente de Hidalgo. A lo largo de 200 años, mucha gente, argumentando ser descendiente del cura de Dolores, ha solicitado y obtenido pensiones de gobiernos federales y estatales. Pero, en su interrogatorio en Chihuahua, Hidalgo jamás declaró tener mujeres e hijos. ¿Disimuló o fue sincero? Ninguna de estas historias ha resistido la investigación documental. Los amores de Miguel Hidalgo son una bruma que le da sentimientos y humanidad al padre de la Patria. Muy diferente a José María Morelos, que, sin rodeos, dijo tener hijos, y dio los nombres de sus madres. (Continuará)

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