
Empezaba mayo de 1920, y la rebelión de Agua Prieta era un hecho. Pero don Venustiano no se iba a dejar impresionar. No entregaría el poder, le dijo el 5 de mayo de aquel año a los periódicos, sino hasta que la rebelión militar fuese aplastada. Desde luego, dejaría la presidencia a quien fuese designado legalmente como su sucesor, faltaba más.
Pero una declaración tan contundente y echada para adelante fue sucedida por un gesto que muchos consideraron malo y contradictorio. Menos de 24 horas después de haber emitido aquellas frases retadoras, don Venustiano, y los poderes de la Unión, abandonaban la capital, con el propósito de establecerse en el estado de Veracruz.
La operación final se hizo de manera rápida, acaso un tanto precipitada. Al anochecer, los jefes de Departamento de la Secretaría de Guerra y Marina, recibieron instrucciones: tendrían que hablar con todo su personal. Los que decidieran acompañar al presidente Carranza y a su gobierno en el viaje a Veracruz, podrían cobrar esa misma noche, dos decenas de sueldo, adelantadas. El asunto era totalmente voluntario, trascendió. Nadie emprendería a fuerzas ese viaje, que todos sabían riesgoso.
Se trabajó con celeridad aquella noche. Toda la documentación de la Secretaría de Guerra fue empacada y sumada a los archivos de la Presidencia, que, se supo entonces, llevaban varios días embalados. Llegó la orden para la Dirección del Ferrocarril Mexicano: para la mañana del 6 de mayo, no debería haber ni un solo tren en los patios de la estación de Buenavista.
Ocho trenes se dispusieron para el traslado de los Poderes de la Unión a Veracruz. En el cuarto tren iría el presidente Carranza con su gabinete, y con ellos viajaba el candidato a la presidencia, el ingeniero Bonillas, conocido por todos como Flor de Té. Todo ese aparato era apenas suficiente para transportar al personal; en otros convoyes iría todo el mobiliario y los enseres que se llevaban para amueblar oficinas en el puerto. Fueron cientos los curiosos que vieron salir, esa mañana, al grueso del personal del Poder Ejecutivo. Don Venustiano no lo sabía entonces, pero al ir a buscar su destino en el puerto de Veracruz, en una maniobra que en otros tiempos había funcionado, lo único que estaba haciendo era acudir a su cita con la muerte.
En adelante, el drama político de mayo de 1920 transcurriría fuera de la Ciudad de México. Sus habitantes, acaso aliviados en su fuero interno, fueron testigos remotos de los hechos, y continuaron con lo que había sido su vida en el pasado inmediato. Siguiera en el poder don Venustiano, o viniera algún otro a sentarse en la silla presidencial, la firme creencia de que lo peor de los días revolucionarios ya había pasado, y el país se preparaba para mejores épocas, era algo que traslucía en las diversiones, en las ofertas de las tiendas departamentales, en la inminente llegada del verano, que traía consigo momentos de actividad al aire libre, y había que estar bien, estar fuerte, estar sano y vestido adecuadamente para esas ocasiones de contento que tanto anhelaban los capitalinos.
Mientras más cálido fuese el clima, pensaban algunos, más lejos estaba la posibilidad de padecer influenza española o gripe. Vivir sanamente, pensaban algunos, y aireaban las habitaciones y corrían las cortinas para que entrara el sol. Por las dudas, ahí tenían su caja de Pastillas del Doctor Adams, eficaz para combatir aquellas ingratas enfermedades. La receta era muy buena: había que tomarse las dichosas pastillas, y luego, guardar cama “por dos o tres días”, después de aliviarse de los síntomas. Si se podía, añadían desvergonzadamente los fabricantes del remedio del Doctor Adams, valía la pena buscar un médico, y “seguir todos sus consejos”.
Si el tema eran los nervios alterados, la “naturaleza débil”, pues, hombre, ahí estaba el remedio adecuado: el Cordial de Cerebrina del Doctor /Ulrici de Nueva York, que fortalecía el cerebro (?), nutría los nervios (¡?) y “daba sangre más rica” (¿?). El debilucho o la debilucha tendría apetito, experimentaría insospechadas energías y en-gor-da-ría (eso de engordar, en 1920, era signo inequívoco de excelente condición).
Seguramente importaba mantenerse en buen estado de salud. En mayo de 1920, las diversiones estaban a la orden del día, y había acontecimientos que, quien pudiera pagárselos, no se perdería por nada del mundo. Sin ir más lejos, en el Teatro Esperanza Iris, se presentaba, “con gran éxito”, el Gran Circo Pubillones, que atraía multitudes con su acto estrella: “Los Leones Africanos”, que impresionaban a la concurrencia, admirada de la valentía del domador de los grandes felinos, el señor Peter Taylor.
Lejos, muy lejos estaba la zozobra y la inquietud del presidente Carranza y de los fieles que lo acompañaban. Tan sólo daba uno la vuelta a la página, y ya estaban listas las novedades para el verano: blusas femeninas, ideales para hacer deporte, con corbatines de seda roja o azul, perfectas para mujeres de cualquier edad. El complemento ideal eran los zapatos de tela blanca, sin tacón, de lo más cómodos para jugar tenis.
Claro está, la vida tenía su lado serio y formal. Para eso, para ayudar con su imagen a los caballeros, estaban los fabricantes de las Ligas París, que, bien colocadas en las pantorrillas masculinas, evitarían que los calcetines se arrugaran o desmayaran. Pícaros, los publicistas de las Ligas París le planteaban, a sus potenciales compradores, un diálogo, entre señoritas, de este tono: “Fíjese usted lo bien que se ven sus calcetines (los del señor que usaba las ligas), y qué buen aspecto tienen sus tobillos” (¡¡) ¿Qué más podía pedir un caballero a la moda? ¡Un buen sombrero de carrete! Que podían ser finos (de 5, de 6 o de 7 pesos), más finos (de 9, de 10 o de 12 pesos) o los ex-tra-fi-nos, que costaban la estratosférica suma de 16 o 18 pesos.
Las señoritas de sociedad seguían posando para aparecer en las páginas de los mismos periódicos que daban cuenta de cómo el general Pablo González retiraba su candidatura a la presidencia, y un corresponsal del periódico El Universal, un hombre que firmaba como Aldo Baroni, presentaba su trabajo; un diario, el 6 al 14 de mayo, a bordo del tren presidencial, narrando los momentos de tensión que ahí se vivían. Como toda la prensa de la época coincidía en que sería muy difícil que Carranza pudiera llegar, con su comitiva, al puerto de Veracruz, el enviado tituló su material, con algo de oscuro presentimiento, “El Crepúsculo Trágico de Carranza”.
Diariamente, los cines tenían historias emocionantes o románticas, para todo el público. Solamente en mayo de 1920, fueron abundantes los estrenos de películas de todo género, de importación y de factura nacional. Muy esperada fue “La mano invisible”, un “drama policiaco” rodado en España, en el cual un señor apodado “El Adonis castellano” y llamado Antonio Moreno, hacía de detective. Los críticos consignaban que el gran atractivo de la película consistía en mostrar “los procedimientos científicos” de los cuales echaba mano la policía moderna para combatir el crimen.
“Flores de Azahar” —protagonizada por una señora de la que nadie sabía el nombre, pero sí sabía que se trataba de la esposa de Chaplin—, “Buffalo y Bill”, “La Mujer Cirujano”, “La Historia de los 13”, y la muy aplaudida comedia “Los Detectives”, de Mack Sennet, son tan sólo algunos de los filmes que, divididos en varias partes, hacían las delicias de los cinéfilos en esos días.
Había frontón, y toros: en el Toreo de la Condesa, se ovacionó, el día 16, a los toreros Juan Silveti y Joé Corzo, El Corcito, que triunfaron en aquella corrida que tenía a seis toros, seis, de la ganadería de San Mateo.
“Adiós, señores, estamos perdidos”, dijeron los periódicos del día 17 que había dicho don Venustiano. Los capitalinos probablemente entendieron el drama, pero esos detalles, junto con el recuento del dineral que se había encontrado en los trenes abandonados por Carranza —60 mil pesos en monedas, 2 cajas de oro y plata acuñada, barras de oro, plata y zinc, y 2 mil pesos en bolsas de puros tostones—, los pudieron leer, con toda comodidad, antes de ir al teatro, o después de ir al cine, mientras comían en el Sanborn’s, que ya desde entonces tenía a sus tres tecolotitos como emblema, y que por tres pesotes ofrecía un menú de cocktail de camarones, consomé, pavo en mole, frijoles refritos, ensalada, Melba de piña, pastel y hasta café.
Nada de eso se interrumpió cuando llegó la noticia del asesinato de Venustiano Carranza. Mientras traían sus restos, para depositarlos en una tumba de tercera clase en el panteón de Dolores, y Álvaro Obregón, candidato a la presidencia que ya no tenía oponente fuerte, garantizaba la integridad de los seguidores del Presidente muerto y empezaban las averiguaciones sobre aquella noche en Tlaxcalantongo, los capitalinos siguieron yendo al cine y al teatro, comprando libros como Cartas a una joven ama de casa, de Jane Prince, o adquiriendo discos novedosos, recién llegados, que incluían arias de Enrico Caruso.
Adolfo de la Huerta era el presidente provisional, y a él le tocaría entregarle el poder al general manco. Discreta, una nota en los periódicos anunciaba que el nuevo rector de la Universidad Nacional era el joven señor José Vasconcelos. A la vuelta de un año, muchas cosas cambiarían en este país.
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