Opinión

Así desapareció el fantasma de la fiebre amarilla del puerto de Veracruz

Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México
Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

Así fue durante siglos. Todos los viajeros que pisaron tierra novohispana, que después fue mexicana, se quejaron del terrible, insalubre clima de Veracruz. Quedarse mucho tiempo en Veracruz era arriesgarse a contraer una enfermedad que podía mandar al paciente al otro mundo sin demasiados trámites.

Cuando la condesa Paula Kolonitz desembarcó en el puerto, con el séquito de Maximiliano, en mayo de 1864, ya traía información de lo peligroso que podía ser para un viajante quedarse mucho tiempo ahí:

“La Villa Rica de la Veracruz, fundada por Cortés, es uno de los lugares más maléficos y malsanos del mundo. Ocho largos meses al año reina aquí la fiebre amarilla, disminuyendo las filas de los pobres europeos, así como las de los mexicanos del planalto pero que, por sus negocios, se ven forzados a pasar algún tiempo en este funesto lugar… para los veracruzanos, son inocuas las fatales miasmas... Frente a la costa, en tierra firme, están sepultados en un vasto camposanto los miles y miles (sic) de franceses que, al principiar la expedición, fueron víctimas del funesto morbo. Con melancólica extravagancia, sus connacionales le llamaron al lugar le jardin d’acclimatation…(el jardín de la aclimatación)”.

La condesa Kolonitz exageraba al hablar de los “miles y miles” de franceses enterrados a causa de la fiebre amarilla. Pero sí hubo entre las tropas invasoras víctimas de la enfermedad. De hecho, el riesgo de contraer fiebre amarilla, el terrible vómito negro, fue un pretexto para que las huestes francesas que llegaron a México en 1862 pudieran avanzar tierra adentro, alejándose del foco de insalubridad, y progresando, de hecho, en lo que sería una invasión.

Abundan testimonios más o menos coincidentes con todo lo que escribió la condesa austriaca. En 1831, un joven francés, avecindado en Coatzacoalcos, Pierre Charpenne, describió así el impacto que la enfermedad causaba: “la fiebre amarilla, fruto de la insalubridad del clima, y las guerras civiles, han envejecido a la ciudad desde su origen… uno de los últimos virreyes españoles, para sustraer a los europeos del terrible azote de la fiebre amarilla, llamada vómito negro, había resuelto demolerla por completo, y mudar a todos los habitantes a Jalapa… la ciudad existe, con sus casas blancas, con sus cúpulas redondas, sus altos campanarios, su muelle, que las olas carcomen temblando; sus fuertes, sus mosquitos, su vómito negro y sus quince mil habitantes…”. Años antes, el inglés Henry George Ward, “encargado de negocios de Su Majestad en México”, que desembarcó con enormes dificultades en Veracruz en 1823, educadamente se refirió a las “sombrías dunas de Veracruz” y a su “peligroso clima”.

Nada de esto cambió durante buena parte del siglo XIX. Una vez más, las cosas empezaron a cambiar, en materia de salud pública, cuando el progreso, ese afán que daba nuevos perfiles a muchas ciudades mexicanas, llegó a Veracruz.

En el porfiriato se realizaron obras portuarias y se construyó una planta de abastecimiento de agua potable, que tuvo acueducto, tanque de almacenamiento y red de distribución. Veracruz tuvo su sistema de alcantarillado, se pavimentaron las calles y los trenes de mulitas desaparecieron para ser reemplazados por tranvías eléctricos.

El diario de un loco
El diario de un loco
Por: Rafael CardonaJune 22, 2025

A la transformación y mejora del puerto se sumó el aprovechamiento de las investigaciones epidemiológicas del médico cubano Carlos J. Finlay, de 1881, y de una comisión de médicos militares estadunidenses. Todo ese trabajo permitía saber que la fiebre amarilla se transmitía por la picadura de un mosquito, el Aedes aegipty, y un solo piquete bastaba para desatar la enfermedad.

Con esa información, un equipo integrado por cinco médicos y un ingeniero, se echó a andar, en julio de 1903, la primera campaña contra la fiebre amarilla en el puerto de Veracruz.

Los protagonistas de ese primer proyecto eran los médicos Manuel M. Macías, Carlos Manuel García, Manuel S. Iglesias y Anastacio Iturralde. Tuvieron apoyo logístico y operativo de otro médico, Narciso del Río, y del ingeniero José Ugalde.

Empezaron por tomar medidas que hoy día nos parecen obvias, pero que en 1903 transformaron la vida en Veracruz: aislaron a los enfermos, y a los casos sospechosos. Después, se emprendió una cacería de mosquitos. En aquella época se usó como insecticida el bióxido de azufre. A quienes vinieran de lugares donde había casos de fiebre amarilla, se les puso en observación durante seis días.

El puerto fue dividido en cuatro distritos, cada uno a cargo de un médico. Cada distrito se dividió en seis cuarteles, que constantemente eran recorridos por un “agente sanitarista” y un asistente. Hicieron numerosas visitas domiciliarias, en busca de enfermos o de casos sospechosos. Inspeccionaban las habitaciones, los patios, y desaconsejaban mantener recipientes con agua, para evitar la formación de criaderos de mosquitos. Se colocaron mallas metálicas en puertas y ventanas para impedir la entrada de los insectos, y se inspeccionaban y fumigaban los trenes que pasaban por Veracruz. Durante aquella campaña, los agentes sanitaristas presentaban al médico en jefe, Manuel M. Macías, dos informes diarios, uno a las 12 del día y otro a las cinco de la tarde.

A pesar del esfuerzo, costó mucho instrumentar aquella campaña: muchas casas carecían de agua potable entubada, y en cambio tenían pozos y aljibes que eran espacios ideales para que el mosquito se reprodujera. La población, hecha a vivir con la fiebre amarilla, se resistía a ponerle tapa a los tinacos que no la tenían o a deshacerse de sus depósitos caseros de agua.

Así, la realidad del puerto, poco a poco empezó a cambiar. Era cierto: pasar por Veracruz no necesariamente significaba convertirse en víctima de los mosquitos y de la fiebre amarilla.

En junio de 1920, por un viajante que venía de Yucatán se desató un brote importante de fiebre amarilla. De nuevo, la autoridad médica emprendió una campaña, que, por razones desconocidas, sólo comenzó tres meses después, en septiembre.

Una vez más, se aislaron enfermos y casos sopechosos, se fumigó, se tiraron recipientes de agua. El equipo de médicos y agentes revisores estaba comandado por el doctor Juan Graham Casasús, y recurrieron a un insecticida muy peligroso, el gas cianhídrico. Tenían que sacar de sus hogares a las familias y a todos los vecinos por espacio de cuatro horas, tiempo necesario para que el gas matase a los mosquitos. La campaña, que también implicó revisar los ferrocarriles, se extendió a Oaxaca y a Tuxpan.

El brote alcanzó su punto más alto en el otoño de 1920 y mató a 75 personas. De diciembre de ese año a febrero de 1921, se registraron un puñado de enfermos. El último caso, un paciente que se restableció sin complicaciones, se dio en marzo de 1921.

Fue Álvaro Obregón, recién llegado a la presidencia, quien, en enero de 1921 auspició la firma de un convenio entre el Departamento de Salubridad mexicano y la Fundación Rockefeller, del cual nació la Comisión Especial de la Campaña contra la Fiebre Amarilla, integrada por médicos estadunidenses y médicos mexicanos.

El último caso documentado de fiebre amarilla en nuestro país, fue dado de alta en febrero de 1923.

Dos años después, en 1925, el fantasma del vómito negro había sido erradicado del puerto, y de territorio mexicano también.

Durante siglos, el puerto de Veracruz tuvo fama de insalubre. Apenas hace un siglo que las campañas de combate contra la fiebre amarilla fructificaron.

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