Opinión

Aventuras de La Monja Alférez: fingió ser hombre durante medio siglo

(La Crónica de Hoy)

Pecado nefando”. Así se llamaba en los siglos del virreinato a la homosexualidad, y, por lo tanto, era competencia del Tribunal del Santo Oficio, pues atentaba, en la lectura católica de hace trescientos cincuenta años, contra el orden natural emanado de Dios. Era delito tener una orientación sexual “distinta” a la “común” en el  mundo establecido, reglamentado y vigilado desde el tribunal de la fe.

Lo usual era que sus víctimas fueran sujetos de procesos que no excluían la tortura y la muerte en el quemadero de aquellos a quienes declaraba convictos de sodomía. Uno que otro personaje insólito y no por eso menos sospechoso, se libraba de sus garras. Hoy, a la distancia de los siglos, allí encontramos sus contradicciones y sus desconciertos. Contra la famosa Monja Alférez, no pudo hacer nada.

Doña Catalina, hasta donde se sabe por sus propias narraciones y los testimonios de quienes la conocieron, fue siempre de genio fuerte y arrogante. Una rencilla con una monja mayor, la llevó a cambiar de aires. La religiosa en cuestión, su tocaya Catalina de Aliri, la “maltrató de mano” (es decir, la golpeó). Eso bastó para que la joven decidiera que la vida conventual no era lo suyo.

Catalina de Erauso se fugó del convento la noche del 18 de marzo de 1600. Transformó su vestimenta, se cortó el cabello y se echó al camino. Llegó a la población de Vitoria, a unos cuatro días de distancia. Creyó la joven ex monja que era suficiente para romper con su pasado. Halló acomodo en casa de un pariente de su madre. Viendo que el “muchacho” era vivo y se le daba leer bien en latín, el patrón en cuestión, Francisco de Cerralta, quiso educar a Catalina. Pero como privaba la creencia de que “la letra con sangre entra”, Catalina sufrió de nuevo pescozones y golpes. Eso la decidió a fugarse nuevamente.

Con unas monedas robadas a don Francisco, Catalina, que ya no dejaría nunca la vestimenta masculina, se apalabró con un arriero, con el que llegó a la ciudad de Valladolid, donde por esos años se asentaba la corte del rey Felipe III de España. Allí se quedó, afortunada, como paje del secretario del monarca, don Juan de Idiáquez. La muchacha tuvo que inventarse otra identidad. Allí la conocían como Francisco de Loyola, y aún así, fue localizada por su padre, que le seguía el rastro desde San Sebastián.

Apenas pudo escaparse nuevamente. Se fue a Bilbao, y de allí a Navarra. Algún ramalazo de nostalgia la llevó, en 1603, a asomarse por su tierra, San Sebastián, a ver de lejos a su madre. Pero de ninguna manera quería volver a ser la monja Catalina. Tomó camino para Sevilla y de allí para el puerto de Sanlúcar, donde se alistó como grumete en un galeón. Tenía 18 años cuando se fue a la América española.

En 1619, desempleada, se alistó en las tropas que libraron la guerra contra los indios mapuches en lo que hoy es Chile. Allí, a fuerza de valor y buena espada, se ganó el grado de alférez. Y todo hubiera ido bien de no ser por su carácter siempre explosivo, peleonero, violento y dado al juego.

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Tenía fama de maltratar a los indios, y por eso nunca la ascendieron. Furiosa y frustrada, se convirtió en un ser violento que mataba a la menor provocación.  Cuando ya cargaba con dos homicidios y la perseguía la ley, cruzó los Andes y pasó a los que después fue Argentina, donde le prometió matrimonio a dos diferentes muchachas. A ninguna le cumplió, pero se quedó con los regalos que ambas novias le habían dado.

Volvió a alistarse en las milicias que combatían indios, pero se le hizo costumbre resolver sus pleitos asesinando cristianos y refugiándose en iglesias para escapar de la justicia. En más de dos ocasiones la sentenciaron a muerte, y la libró por perdones súbitos o escapándose. Finalmente, en 1626 la atraparon en Perú y para evitar la pena de muerte, le confesó al obispo de Huamanga, Agustín de Carvajal,  que era mujer, que se llamaba Catalina y que había sido religiosa. No sólo no la ejecutaron, sino que la enviaron a España.

Convertida en celebridad, Catalina viajó a Roma, donde la recibió el papa Urbano VIII, que, probablemente divertido por las ocurrencias de Felipe IV le dio permiso de continuar su vida vestida de hombre. El asunto no era menor. Que una mujer adoptara la vestimenta de varón era juicio inquisitorial seguro. La Monja Alférez, jamás pisó una cárcel del Santo Oficio.

Llamada por la aventura, se regresó a América en 1630. Eligió para vivir la Nueva España y se estableció en las cercanías de Orizaba. Ya no era violenta ni asesina. Puso un negocio de arriería y a ello se dedicó hasta su muerte. El cronista Artemio de Valle Arizpe asegura que La Monja Alférez murió de melancolía y mal de amores, prendada de una joven que no correspondió a sus cortejos. A la fecha, no se ha dilucidado si en verdad Catalina era una mujer lesbiana o simplemente había decidido adoptar una identidad masculina para sobrevivir en un mundo de hombres.

No obstante, hay noticia de las diversas ocasiones en que cortejó y enamoró a diversas muchachas en América. Como reveló su condición femenina para evitar la ejecución, nadie se había dado cuenta. De otro modo, acaso habría terminado sus días en un quemadero inquisitorial, como ocurrió, en esa misma época, con grupos de homosexuales que no pudieron escapar del brazo del Santo Oficio.

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