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Aventureros al servicio del Imperio: los príncipes de Salm Salm

La tradición nos muestra a una hermosa mujer que, arrodillada ante el presidente Juárez, ruega por la vida de Maximiliano. Aquella dama, Agnes Leclerc, figura en la historia mexicana por su audacia y su tenacidad. La estadunidense convertida en princesa europea viajó sin descanso y urdió fugas y sobornos, dispuesta a salvar a su marido y al emperador de México.

La emperatriz Isabel de Austria y su perro
La emperatriz Isabel de Austria y su perro La emperatriz Isabel de Austria y su perro (La Crónica de Hoy)

Ella era estadunidense, hija de una familia acaudalada. Él, un príncipe prusiano que emigró a América perseguido por sus deudores. Enamoradísimos, se casaron en 1862 y vivieron juntos algunos de los años más intensos de la guerra civil norteamericana. Incluso, se casaron en un campo de batalla. Agnes Leclerc, excepcional amazona, y Félix Salm Salm, constituyeron una pareja fuera de serie. Amantes de la adrenalina y, a falta de hijos, reservaron una parte de su amor para un peculiar perrito, Jimmy, que los acompañó en sus peripecias americanas.

Literalmente, en busca de aventuras, los príncipes de Salm Salm llegaron a México. Terminada la guerra civil estadunidense, Félix se aburría: le hacía falta la adrenalina del campo de batalla. Enterados, en 1865, de las complicaciones que experimentaba el imperio de Maximiliano, el príncipe ofreció sus servicios al emperador, quien cortésmente los rechazó. Después, por insistencia de un amigo de la pareja y embajador prusiano en México, el barón Magnus, Maximiliano accedió a incorporarlos a la corte. Pero la importancia de los Salm Salm sólo se haría patente en la crisis final del imperio, cuando, caída la ciudad de Querétaro y preso el archiduque y sus oficiales, Félix entre ellos, la inminencia de la sentencia de muerte hizo que Agnes, con toda su audacia, entrara en acción.

La princesa, mirando que los intentos de fuga sin complicidad republicana estaban condenados al fracaso, decidió que el soborno era el camino más efectivo para lograr su objetivo. Incluso, persuadió a Maximiliano de girar una promesa de pago, respaldada por la corona austriaca, quien recompensaría a los que facilitasen la evasión del archiduque y de Félix, naturalmente. Ese documento estaría firmado por los diplomáticos presentes en Querétaro, para garantizar que se cumpliría la promesa.

 A la hora de la hora, recordaría la princesa en sus memorias, los diplomáticos se echaron para atrás, especialmente el barón Lago, embajador austriaco: Firmar la libranza (una orden de pago) que prometía cien mil pesos para los militares que facilitarían el escape de Félix y de Maximiliano, equivalía a poner en blanco y negro su involucramiento en la conspiración.  Lago llegó al extremo de recortar su firma del documento.

La princesa Salm Salm tenía la certeza de que si los diplomáticos hubieran sostenido su dicho y hubieran firmado las libranzas destinadas a sobornar a los coroneles Palacios y Villanueva, la fuga del emperador y de su Félix habría sido todo un éxito. Así de segura estaba de la fragilidad y de la corrupción de los militares mexicanos.

Con serenidad, Juárez le explicó a la princesa que ella tendría que quedarse en San Luis, bajo vigilancia. Atropelladamente, Agnes le interrumpió: volvió a rogar el perdón para el archiduque  y para Félix.  El presidente le dijo que no se preocupara por su esposo. En cuanto a Maximiliano, nada se podía hacer.

Agnes había llegado a San Luis hacia el 16 de junio, para enterarse de que el embajador prusiano, el barón Magnus, también había abogado infructuosamente por Maximiliano. Obtuvo, eso sí, que el fusilamiento se postergara tres días. Pero Agnes compartió el estado de ánimo de todos los que en Querétaro acompañaban al archiduque: tres días de vida, sin esperanza de indulto, no era sino una crueldad innecesaria que alargaba el dolor de la inminente ejecución.

Terca, la princesa Salm Salm decidió porfiar e insistir hasta el final. Un día, antes del fusilamiento de Maximiliano, logró que Juárez la recibiera de nuevo. Eran las ocho de la noche cuando Agnes Leclerc se presentó de nuevo ante el Presidente. Nuevamente rogó por el indulto. Juárez respondió que no accedería y, además, no prolongaría el sufrimiento del austriaco; Maximiliano moriría en la madrugada del día siguiente.

Agnes tuvo un arranque: “Temblando en todo el cuerpo y sollozando, caí de rodillas y rogué con palabras que salían de mi corazón. El presidente quiso levantarme, pero yo me abracé convulsivamente a sus rodillas y no quise soltarlas hasta que me hubiese prometido su vida [de Maximiliano]. Vi que Juárez estaba conmovido, pero me dijo con voz suave, triste: “me causa pena, señora, verla de rodillas ante mí, pero si todos los reyes y reinas de Europa estuviesen en su lugar, no podría preservar su vida. No soy yo el que la toma, es el pueblo y es la ley”.

A la mañana siguiente, por telégrafo llegó la noticia del fusilamiento de Maximiliano. Sólo hasta principios de julio de 1867, las autoridades mexicanas permitieron a Agnes regresar a Querétaro a reunirse con Félix y su querido Jimmy. Aunque la princesa publicaría sus testimonios de aquellos días, es cierto que en esas memorias se autodescribió como una heroína abnegada, decidida a todo por salvar a Maximiliano.

Lo cierto es que el interés de las posibles ganancias y recompensas que les proporcionaría a los Salm Salm el salvamento del archiduque constituyeron un motor poderosísimo para todas sus intrigas y conspiraciones, y si las autoridades mexicanas no le aplicaron un castigo importante por intentar sobornar a los guardianes del Habsburgo, fue porque, siendo ella estadunidense, lo que menos necesitaban los republicanos era un incidente con Washington.

Las tensiones geopolíticas que se convirtieron en la guerra franco-prusiana arrastraron el destino de los Salm Salm. En 1870, Félix se incorporó al ejército del Rin, que se enfrentaría a las tropas francesas. Agnes realizó unos apresurados estudios de enfermería para acompañarlo en el frente, e incluso consiguió permiso para ir en el vagón hospital que seguía al ejército. Cuando Félix se enteró, no sólo se opuso, sino que arregló que Agnes fuera enviada lejos del campo de batalla, nombrada jefa de enfermeras de la Armada.

El 18 de agosto de 1870, Félix Salm Salm fue mortalmente herido en combate. Recibió un tiro en el pecho y murió tres horas después. Agnes, su princesa, no pudo llegar a tiempo para decirle adiós. Le entregaron, con el cuerpo de su esposo, una carta escrita por él antes de la terrible batalla de Gravelotte  en la que Félix le dejaba una despedida que ya sonaba a definitiva:

“En una hora comienza la gran batalla. Quiera Dios que podamos volver a reunirnos, pero si muriese, querida Agnes, te pido que perdones todas las penas que te he causado y que creas que te he amado siempre y que llevo conmigo a la tumba ese único amor. Mi hermano cuidará de ti. Consérvame en el alegre recuerdo.  De todo corazón, tu esposo que te ama cordialmente, Félix. (Besos al pequeño Jimmy). En el campo de Metz, el 18 de agosto de 1870”.

Agnes se sobrepuso a su pena y continuó en las tareas de enfermería de la guerra franco-prusiana. Incluso, el káiser Guillermo I la condecoró por los servicios prestados. Publicó en 1876 sus memorias, Ten years of my life (1862-1872), donde contó muchas de sus aventuras, entre ellas su odisea mexicana. En sus páginas, quedó claro lo que fue el sino de su vida: el amor por el riesgo y la aventura y la audacia puesta al servicio del emperador.

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