
El culto a la personalidad es uno de los secretos del poder. La figura del líder adquiere un aura mágica. Carisma fue el concepto que usó Max Weber para llamar a ese magnetismo que comparten políticos y estrellas del mundo del espectáculo. Este fenómeno sociológico tiene un claro significado religioso. Idolatrar a los artistas o a los líderes políticos es un rasgo común que combina dos dispositivos de poder: el control del Estado y la fascinación del espectáculo.
En nuestros días, el común denominador entre la comunicación política y la sociedad del espectáculo es el escándalo: ensalza y destruye. La fama pública, una tentación envenenada. El escándalo es un halo de atracción para todas las audiencias en las múltiples plataformas, trasmite un mensaje sencillo y pegajoso, pero es la herramienta más incisiva para dañar la credibilidad de una personalidad pública. El show business vive del nombre propio de sus protagonistas, pero la política también se alimenta de los mismos ingredientes que cuecen o pudren a una figura pública. Ante esta nueva realidad de la política democrática, la idolatría practica sus rituales arcaicos.
Hizo falta un escéptico como Montaigne para plantear una pregunta que suena muy sencilla; pero, en el fondo, entraña el dilema fundamental de la convivencia humana: ¿por qué los miembros de cada sociedad, que son muchos, obedecen a uno? La respuesta a esta pregunta, en apariencia sencilla, es la génesis de todas las distintas formas de organización política: desde la tiranía hasta la democracia.
En su ensayo Masa y Poder, Elías Canetti ha rastreado en la historia cómo la ley y el orden se convirtieron en mecanismos de control y dominio para imponer la convivencia entre las personas. Una característica del déspota es su delirio de persecución y la ilusión de grandeza. Oscila entre esos dos sentimientos. Temer a sus enemigos: acusarlos, juzgarlos y castigarlos; pero en nombre de un supuesto fin sublime. Como fue el caso de Hitler, el gran Reich, la nación alemana; también el caso de Stalin, en nombre del socialismo y el hombre nuevo. Bajo esa fiebre delirante navega una pasión profunda y aún más desquiciada: jugar a ser Dioses. Cuando un déspota ofrece el indulto, en realidad, juega a reemplazar a Dios. El indulto es el mayor don que el poder concede. Indultar es dar la vida. El indulto es el acto supremo del poder, cuando se produce en el último momento posible. “El límite del poder es la incapacidad de devolver muertos a la vida; pero en el acto largamente prorrogado del indulto, el poderoso tiene a menudo la sensación de haber superado ese límite”.
Durante muchos siglos se pensó que la diversidad era la causa de la discordia y del desorden del Estado. La esperanza estaba sembrada en un líder providencial que forjara la unidad, pero ese reclamo sólo exhibe la enorme fragilidad de la cultura cívica democrática. No debe confundirse una sociedad fragmentada o confrontada con una comunidad pluralista.
El pluralismo reivindica una debilidad humana, al contrario del culto a la personalidad. Más que el talento de uno, la incapacidad de todos para alcanzar el absoluto. El límite de lo humano que es el principio del derecho y el respeto al otro. La razón tiene límites porque debe escuchar a quien disiente. Aprende más del error que de los dogmas. Voltaire lo dice en pleno auge del racionalismo, cuando la intolerancia religiosa fue un claro testimonio de la desmesura y violencia humanas: “Debemos tolerarnos mutuamente, porque todos somos débiles, inconsecuentes, sujetos a mutabilidad y error”. Y la virtud de la tolerancia surge de esta debilidad teórica, cuando los supuestos valores absolutos se degradan al nivel de opiniones.
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