
Cecilia en el pasillo de
las espirales mudas
La alarma del despertador obligó a Cecilia a despertarse. Veía luz, pero sentía sombra. Su mente alerta, su cuerpo hundido en el colchón como agua que desaparece entre la arena. La oscuridad perdía autoridad frente a la rendija de la cortina que permitía al sol escurrirse sobre sus piernas. La madrugada anterior había llegado tan cansada que solo pudo quitarse el pantalón. El cuello de la camisa almidonada le irritaba la piel de la nuca. Cuando recordó que tenía que estar en el hospital antes de las ocho empujó las cobijas con las piernas y levantó la cabeza de la almohada.
Levantarse fue un acto de obstinación. Esperó a que el vapor humeante alcanzara los mosaicos azules del techo para meterse a la regadera, entonces dejó que el agua hirviendo le devolviera un poco de calor y descongelara las memorias que había adormecido con las seis gotas de Rivotril que ingirió antes de acostarse. Recordó las imágenes de las heridas en el cuerpo de Lucía en la camilla de la Cruz Roja. Había pasado la noche entera casi en vela. Desde las cinco de la tarde, cuando su jefe la mandó a reconocer a Lucía, hasta las casi cuatro de la mañana; había dedicado todas sus energías a trasladarla a un hospital privado en donde un neurólogo pudiera darle un diagnóstico más certero. Tomó el jabón y se cubrió de espuma deseando que la sensación de desazón escurriera hasta la coladera.
Se vistió de negro. Eligió unos aretes de plata en forma de atrapasueños que le daban movimiento al sentencioso atuendo. Se miró al espejo y mientras abrochaba el botón de la blusa a la altura del pecho se percató de su presentimiento de muerte. Salió sin desayunar. Estaba acostumbrada a hacerlo pasado el mediodía, pero la angustia de aquella mañana profundizaba la falta de apetito.
En el auto, presionó el interruptor enganchado en el espejo superior para abrir el portón del garaje. La prisa le permitió sincronizar movimientos para agilizar su rutina de salida. Con la mano derecha encendió el auto y colocó la bolsa de cosméticos entre sus piernas. Cecilia realizaba varias actividades a la vez, como si con ello ganara tiempo de vida para Lucía. Cerró el portón de un solo toque. Encendió la radio, puso un cd de Cat Stevens y eligió «The first cut is the deepest». Verificó su salida mirando el retrovisor y destapó el frasco de maquillaje con los dientes. Los kilos de más, el pelo recogido en un chongo deshebrado y el traje sastre azabache acentuaban su apariencia de mujer madura. Pasó las dos plumas de seguridad del fraccionamiento y se detuvo en la gasolinera. Mientras llenaban el tanque de gasolina se enchinó las pestañas con una cucharita de café y se acomodó el cuello de la blusa. Pagó en efectivo con propina incluida, terminó de ponerse rímel y se dirigió al hospital. El hueco en el estómago le resultaba insoportable. No era hambre ni dolor. Era un malestar semejante a la pisada de un elefante sobre el esternón; no la hería, pero ejercía una pesada sensación de opresión y vacío.
Recibió una llamada en el celular que decidió contestar a pesar de que iba conduciendo.
—¿Cómo pasaste la noche? ¿Conseguiste descansar al menos un poco? —le preguntó Julieta con honesta preocupación.
—Un poco, ahora voy camino al hospital. Hablaré con los padres de Lucía sobre los costos del seguro y la firma de papeles. Te veo en la oficina.
—De acuerdo. Aquí todos hablan del tema. Parece que Lucía salió antier, después de las ocho, y tomó un taxi en Insurgentes. Sus compañeras la despidieron en la esquina. Se quejan mucho de que nunca pueden salir con luz de día y, además de no recibir pago extra, corren riesgos como éste.
—Claro, esa área es muy demandante. Deberían organizarse de forma distinta para que no salgan de noche más que en ocasiones excepcionales. Lo que sigue sin tener sentido es que hayan pasado más de cuatro horas. El taxista o quien la haya secuestrado debió tenerla cautiva en algún otro sitio y después la abandonó en avenida Jalisco. No creo que esto sea un robo y nada más; no lo parece, venían por ella. Eso hay que explicárselo a sus compañeras —sugirió Cecilia.
—El contador Carmona se tomó como personal la reacción de su equipo y está furioso. No muestra pena por su empleada. Y hasta nos prohibió hablar del tema. No sé si sea cosa de él, por tanta queja, pero asegura que el comisionado presidente ha instruido que dentro de las oficinas no se mencione el caso.
—Qué poco criterio tienen. La gente necesita información y protección. No hay forma de impedir que todos especulen. La salud de Lucía es tan delicada que dudo que salga con vida. Además de los huesos rotos, una parte de su cerebro está paralizada.
—Lo último que me dijiste anoche es que tenía esperanzas —declaró Julieta.
—Fue antes de que el neurólogo nos explicara bien su diagnóstico. Resulta que la hemorragia derivada de los golpes que le dieron provocó que la masa encefálica no tenga actividad por falta de irrigación sanguínea. Estoy por entrar al estacionamiento. Te llamo cuando tenga más información.
—Sí, jefecita. Come algo, te conozco y vas con la tripa vacía.
Cecilia tomó las escaleras de emergencia para evitar la fila de la recepción. Mientras subía los ocho pisos pensaba en la cantidad de funciones que dependen del cerebro. No le sorprendió saber que el infarto cerebral de Lucía se había producido en la zona que da las instrucciones al cuerpo para que ejerza movimientos. Los derrames habían afectado la capacidad cognitiva. Lucía seguía viva por alguna razón. Quizá tenía algo que hacer o decir antes de que su cerebro se desconectara por completo. Tal vez conocía a los agresores. Con la golpiza que le habían propinado, no consideraron necesario cerciorarse de que no despertaría para delatarlos. A lo mejor ahora mismo alguno estaba cerca, averiguando el destino de su víctima. Cecilia se detuvo en el quinto piso paralizada por la sensación de peligro. Se recargó en la pared hasta que recuperó el aliento. Sintió alivio al verificar la agilidad con la que sus piernas obedecían la instrucción de ponerse nuevamente en marcha e ingresar al pasillo que llevaba hacia el ascensor.
Lucía estaba internada en el cuarto 802 del hospital Metropolitano. La puerta estaba entreabierta y se podía escuchar la conversación del médico con los padres. Cecilia prefirió permanecer afuera. En el pasillo, en el suelo, estaban sentados los dos hermanos de Lucía (igual que los otros integrantes de la familia, tenían pecas por toda la cara y el mismo tono de voz ronca y seca que la madre). Los saludó con un «buenos días» que apenas se escuchó. Los familiares de Lucía subieron la mirada y respondieron al saludo entre dientes; sus voces también habían perdido decibeles.
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