
Hippies criminalizados, homicidas con historias mucho más largas de lo que se suponía, homicidas que se movían en el mundo de todos los días sin que nadie se diera cuenta, forman parte de la historia setentera de la criminalidad mexicana. En algunos casos era la continuidad de los fenómenos de represión que los jóvenes mexicanos habían experimentado a raíz del movimiento de 1968 y que después, en junio de 71, con el latigazo que significó el “Halconazo” del Jueves de Corpus, se había reiterado.
El escándalo del festival de Avándaro, amplificado por sectores conservadores, propició un fenómeno que duró un par de años, mientras permaneció en el imaginario colectivo de los mexicanos el concepto de hippie. Aparecieron, en esos tiempos, notas policiacas que daban cuenta de delitos diversos, usualmente robos de pequeña o mediana monta, un secuestro de infante, donde los presuntos responsables eran, antes que jóvenes, hippies. Y asociado al calificativo aparecían, de manera reiterada, los de “drogadictos”, “violentos” y “delincuentes”.
Pero asociado a estos fenómenos, que bien podrían definirse como de coyuntura, siguieron apareciendo los hechos de sangre estremecedores, esos que sacan a la luz los peores impulsos de la naturaleza humana. Por eso, por lo que podía implicar, por el no tan secreto pánico de imaginarse a uno de esos personajes de la vida diaria, como el que le vendía el periódico o la gelatina diaria a un ciudadano cualquiera, es que el caso de Trinidad Ramíez le puso los pelos de punta a ese México que presumía de moderno y avanzado.
“Descuartizó a su esposo y lo encostaló”, era el grito impreso de los vespertinos de la época. El sitio, una vecindad de la colonia Portales de la Ciudad de México. La protagonista, una mujer llamada Trinidad Ramírez Poblano, de 45 años. Estaba harta. Se ganaba la vida vendiendo tamales, y ganaba unos 120 pesos diarios, que Pablo Díaz, su pareja, le quitaba, dejándole apenas 15 pesos para alimentar a sus hijos. Díaz, que afirmaba ser peluquero, aunque Trinidad nunca lo vio trabajar, vivía con ella desde hacía tres años, en una relación donde la pobreza y la violencia marcaban el ritmo de la vida diaria. Pablo se quedaba con el dinero, se iba a las luchas, a beber, y, cuando regresaba, no era raro que golpeara a los hijos de Trinidad. Eso ocurrió la noche del crimen. “Si no quieres que le pegue a tus hijos, vete con ellos”, le escupió Pablo a la mujer.
Fue el hallazgo de los restos lo que detonó el escándalo y la investigación policiaca. Quizá dejó muchos rastros; quizá la vieron cuando se deshacía del cadáver. La policía y agentes del Servicio Secreto llegaron muy pronto a la vecindad de la Portales. No les costó trabajo escuchar de labios de Trinidad lo que había ocurrido. Después declararon que consideraban sospechosos de complicidad, al hijo mayor de Trinidad, Pedro Martínez, y a su yerno, Mario Reséndiz. Pero la mujer insistió, una y otra vez: ella era la única responsable del homicidio.
En la investigación afloró una historia de marginación y violencia: vivían en la pobreza, y Trinidad contó que a Pablo lo habían detenido tres veces por venta de mariguana. Una búsqueda en los archivos policiacos mostró que el peluquero asesinado había estado varias veces en prisión, por lesiones, por “sospechoso”, sin que se determinara el delito, y en dos ocasiones por estupro.
El proceso, en el que no hizo falta mayor investigación, porque Trinidad, con una especie de serena resignación, hizo una confesión detallada, enfrentó al fiscal y a la defensa con argumentos interesantes: el fiscal Raúl Muñoz Landeros pedía una condena mínima de 20 años de prisión, argumentando que el homicidio se había llevado a cabo con los agravantes de alevosía y ensañamiento. El defensor de oficio, Francisco Javier Ramos, pedía que se absolviera a Trinidad, pues había cometido el crimen en defensa de sus hijos, y en un estado de “emoción violenta”.
Aunque Trinidad fue condenada a prisión y se convirtió en una reclusa más en el mundo carcelario mexicano, su historia se volvió una leyenda urbana inquietante: se empezó a especular, a suponer, a imaginar que la cabeza hervida de Pablo pudo haberse convertido en relleno de los tamales que la mujer vendía. No había ninguna prueba de ello. Trinidad, que había confesado ampliamente, no pensó en esa peculiar manera de deshacerse de la cabeza. Pero la sola posibilidad de que una brizna de carne humana estuviera en la mercancía que los viandantes le compraban a diario a la tamalera, le puso la carne de gallina, durante mucho tiempo, a numerosos capitalinos.
Siguiendo la información dada por los detenidos, las autoridades encontraron en Querétaro un laboratorio para la elaboración de cocaína, Pero también averiguaron cómo operaban: por avioneta, llegaban desde Colombia sacos con la droga, que arrojaban en puntos solitarios para que la banda establecida en México los recogiera. El procurador tuvo que reconocer que el caso era mucho más complejo que un puñado de hombres vendiendo cocaína. Las autoridades encontraron contactos de la banda en hoteles de la capital, de Acapulco y de Mexicali. Pudieron determinar que introducían entre 100 y 200 kilos de cocaína cada mes.
Sicilia Falcón se había adueñado de la venta de mariguana y cocaína en Tijuana. Surgieron sus numerosos negocios que incluían el contrabando de armas, y que corrían con la protección de las autoridades locales. Se supo entonces, que hasta tenía participación en negocios bancarios en Guadalajara.
Lo recluyeron en la vieja prisión de Lecumberri, de donde se fugó casi un año después, a fines de abril de 1976. El escape fue un escándalo: se había realizado por medio de un túnel que llevaba a una calle cercana a la tercera cerrada de San Antonio Tomatlán. El túnel, de apenas 80 centímetros de diámetro, se vio en los noticieros televisivos. El suceso solo aceleró las denuncias por la corrupción que imperaba la vieja cárcel, que vivía sus últimos días. Sicilia Falcón, recapturado a los pocos días, se le envió a otro penal, donde permaneció hasta 1999, para luego disolverse en el olvido.
Aún no se le llamaba a esto “crimen organizado”, pero es la primera vez que aparecía en la vida pública del país.
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