
Es cierto que la velocidad siempre nos pone nerviosos y en torno a ella hay un discurso que no es nuevo, compuesto de viejos ecos que se remontan a los diálogos de Platón, pero que seguramente tenían lugar en las cavernas en las que los nómadas plasmaban escenas de caza, de fiesta, de fertilidad, de sacrificio así como de ciclos solares o lunares.
En tanto animal simbólico, Roman Gubern nos recuerda la secuencia antropológica del homo sapiens a través del lenguaje. Hace 200,000 años poblaba la tierra el homo loquens, que le dio paso a otra cualidad de nuestra especie y a un segundo estado simbólico, el del homo pictor que tiene aproximadamente (si es que nuevos descubrimientos o pruebas de carbono 14 no lo remontan a más milenios atrás), 35,000 años y descrito así por el Gubern en su Metamorfosis de la lectura:
“La habilidad para producir representaciones icónicas en las paredes de las cuevas, rasgo definidor del Homo pictor, surgió de una capacidad intelectual y manual (nerviosa, prensora y motriz) que fue muy posterior a la adquisición del lenguaje articulado. Y aunque desconocemos exactamente la función que aquellas imágenes, que han originado tantas hipótesis (acerca de su presunta función mágica, cinegética, sexual, etc), podemos afirmar sin asomo de duda que su epifanía posterior a la adquisición del lenguaje verbal derivó en la necesidad de un prerrequisito intelectual para la producción icónica, a saber, la capacidad para el pensamiento simbólico ligado al logos. Reproducir la figura de un bisonte o de un jabalí, en ausencia perceptiva, requiere una capacidad de categorización vinculada al pensamiento abstracto.”
Hace apenas 5,500 años empezó a dejar sus huellas en diversas interfaces el homo scriptor y la imprenta, la interfase más exitosa del homo scriptor tiene en esta línea del tiempo apenas 575 años.
La imprenta no llegó sola, surgió en un contexto histórico, cultural y tecnológico muy específico y lo que ella trajo consigo fue prefigurando cambios a lo largo de casi seis siglos.
El maestro Camilo Ayala, en el prólogo del libro Elogio de los amanuenses, editado por la UNAM y traducido del latín al español por Baruch Martínez Zepeda, nos ofrece una pista de estas reacciones provocadas por la tecnología. Este pequeño volumen escrito por Johannes von Heidenberg, más conocido como Johannes Trithemius, se convirtió durante el renacimiento en un alegato a favor del arte de la copia que se corrompía según su autor con la imprenta. Pero Camilo Ayala pone un acento un tanto paradójico al comentar que el trabajo de Trithemius se publicó en imprenta para que tuviera una mayor difusión.
En la actualidad, las peores y mejores diatribas en contra y a favor de la comunicación en red y la lectura en pantalla, no las leemos sobre papel, sino en tabletas y otros dispositivos conectados en los que predomina la “lectura” en teléfonos móviles desde los cuales muchos “usuarios” se convierten en productores globales de contenido.
Hace poco leí Facebook una declaración del novelista, semiólogo y destacado medievalista Umberto Eco que decía lo siguiente: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas.”
Es compresible su malestar, los casi 600 años de relativa estabilidad que trajo consigo la imprenta están sufriendo una sacudida. Pero las discusiones son en realidad ecos de un discurso intertextual que se pierde en el tiempo.
La doctora Isis Saavedra nos advierte en un texto de próxima aparición, que esto que Roland Barthes llama también “cámara de ecos” es en realidad “un texto que inserta otros textos, otras fuentes u otras influencias [y son] diferentes [las] voces que formarán parte de él en su estructura y significado final, construidos a partir de la cultura, los códigos sociales y el mundo en el que están inmersos.” Estas líneas que en las que explica Isis Saavedra la intertextualidad, sugeridas también por sus lecturas de Gerardo Yoel, son ecos que se escapan de una Torre de Babel que por caótica que parezca, siempre tiene un orden interno desde el cual es posible mirar al pasado y al futuro.
En otras líneas del prólogo de Camilo Ayala, disponible en red, podemos encontrar resonancias de estas no tan nuevas discusiones: “Se ha dicho que Trithemius tenía miedo al cambio tecnológico. José Luis Gonzalo Sánchez-Molero acuñó el concepto del síndrome de Trithemius para referirse al rechazo a lo novedoso en relación con la cultura escrita; incluso algunas personas van más allá y describen ese síndrome como una resistencia irracional al cambio de quienes no desean salir de una zona de confort. Quizá sea más propio tomar la figura de Filippo de Strata, un monje dominico que vivió en el siglo xv en el convento de San Cipriano en la isla de Murano, Venecia, y expuso que la impresión corrompía los textos, los espíritus y el saber mismo, para concluir con la estremecedora sentencia: Est virgo hec penna, meretrix est stampificata (la pluma es una virgen, la imprenta una puta). Quizá haya que hablar del síndrome de Strata”.
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