
Leer los ensayos de E.M. Cioran es como una invitación a desconfiar de la filosofía. Reacio a toda clasificación, se resiste a ser sistematizado. Con frecuencia sus pensamientos ofrecen la figura de las paradojas. Tampoco teme al principio de no contradicción porque reflexiona en las fronteras de una ambigüedad, sujeto a las oscilaciones del temperamento. Sus ideas se asemejan más a una fluctuación de sospechas que a la búsqueda de la verdad.
En la antigüedad se consideraba al escéptico como un buscador de la verdad, una suerte de investigador que se entregaba a una reflexión interminable. Cualquier alto en el proceso de búsqueda se consideraba una caída en el dogmatismo propio de las escuelas filosóficas. La vida del filósofo se concebía como una odisea de la verdad. La tarea del escéptico moderno consiste en ajustar cuentas con nuestras “sospechosas certezas”, para drenar el pensamiento de los desechos que lo obstruyen.
En 1933, Cioran escribió su primer libro. Tenía 22 años y divagaba con la idea del suicidio. En aquel entonces pensaba publicar En las cimas de la desesperación, como una suerte de testamento filosófico. Sus ataques de abatimiento habían roto cualquier sombra de certeza:
“Nada podía justificar el hecho de vivir. ¿Cómo habiendo explorado nuestros propios extremos, seguir hablando de argumentos, causas, efectos o consideraciones morales?… Cuando todos los ideales corrientes, sean morales, estéticos, religiosos, sociales o de cualquier otra clase, no logran imprimir a la vida una dirección y una finalidad, ¿cómo preservarla del vacío? La única manera de lograrlo consiste en aferrarse a lo absurdo y a la nulidad absoluta, a esa nada fundamentalmente inconsistente cuya ficción es susceptible sin embargo de crear la ilusión de la vida”.
Años después contó que no se suicidó tras la aparición de sus textos porque descubrió en la escritura un alivio, un aligeramiento del peso de la vida.
La decepción expresa el tedio de vivir. Cioran se queja que la filosofía concede un estatuto menor al tedio que a la angustia. El mundo de la bohemia europea de principios del siglo XIX cultivó una sensibilidad pesimista como un contrapunto ante el ascenso del ideal de progreso. El signo de esa estación cultural fue el hastío: una sensación de vacuidad.
Tedio y aburrimiento no deben confundirse. Cuando las personas se sienten aburridas combaten su malestar con el entretenimiento, los placeres o la conversación. El tedio es una confrontación con la nada. No puede distraerse con ninguna clase de diversión. Mina el sentido de la acción hasta afectar todo esfuerzo y todo ímpetu de la voluntad. Bajo la fuerza del tedio se revela la condición humana primordial. La humanidad sufre una incapacidad congénita para existir:
“Todo el Universo queda aquejado de nulidad. Y nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello. El hastío es un vértigo tranquilo, monótono; es la revelación de la insignificación universal, es la certidumbre llevada hasta el estupor o hasta la suprema clarividencia de que no se puede, de que no se debe hacer nada en este mundo ni en el otro, que no existe ningún mundo que pueda convenirnos o satisfacernos”.
El escepticismo de Cioran descubre una condición humana frágil: voluble y explosivamente emotiva, temerosa y por momentos peligrosamente activa.
“Puesto que nuestros defectos no son meros accidentes de superficie, sino el fondo mismo de nuestra naturaleza, no podemos corregirlos sin deformarla a ella, sin pervertirla aún más”.
El escéptico es un individualista y más un solitario. Pone en duda la posibilidad de la armonía humana. Su refutación es una crítica de la civilidad y de la sociabilidad. No hay dudas colectivas ni sociedades dubitativas. Sólo el individuo duda. La duda común coincide con el temor. Se troca en incertidumbre cuando se masifica; la duda personal es un itinerario de la libertad. Bajo la lupa de la duda, el pensamiento exhibe su condición demoniaca y se niega a la inocencia:
“porque es implacable, porque es agresión, nos ayuda a romper con nuestras trabas. Si se suprimiera lo que entraña de maldad, e incluso de demoniaco, habría que renunciar también al concepto de liberación.”
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