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El crimen detrás de la leyenda de don Juan Manuel

Es la leyenda la que nos dio a nuestro primer asesino serial: don Juan Manuel de Solórzano, que mataba por celos. La realidad apunta a una oscura y enconada lucha política.

El crimen detrás de la leyenda de don Juan Manuel

El crimen detrás de la leyenda de don Juan Manuel

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
INTRODUCCIÓN. Ésta es, quizá, una de las leyendas virreinales que todos los mexicanos hemos escuchado en algún momento: la de aquel caballero, atormentado por el demonio enloquecido de los celos, y tentado por el mismísimo Príncipe de las Tinieblas para convertirse en un antepasado de los actuales asesinos seriales; aquel que encaraba a sus víctimas preguntándoles la hora, para inmediatamente arrebatarles la existencia. Pero, ¿qué historia atroz se oculta detrás de aquella fantasía macabra?

Tanto pesó aquella leyenda en el ánimo de los novohispanos, que se la heredaron a los habitantes del México independiente, no solamente en forma de leyenda, sino en la nomenclatura de la capital. Empezaba el siglo XX y todavía se llamaba Calle de don Juan Manuel esa que, más de siglo y medio después, conocemos como República de Uruguay. Y es que difícilmente puede imaginarse lo aterrador que resulta la imagen de algún desvelado paseante que, en noche cerrada, anduviera por la ciudad dormida, y que, de entre las sombras, apareciera un caballero arropado en una capa negra que pregunta la hora, para después soltar la puñalada que le arrebataría la vida a su nueva víctima.

¿Qué hace terrible la leyenda de don Juan Manuel? ¿Qué la ha hecho sobrevivir? ¿Las trampas demoniacas? ¿La tortura de los celos? ¿Imaginar la ciudad desierta y a oscuras, la gran Plaza Mayor, poblada de almas en pena? Quien haya sentido alguna vez el desagradable aguijón de los celos, encontrará en esta tradición una inevitable relación sobre las flaquezas humanas, exacerbadas por el Mal con mayúsculas. Pero, ¿eso basta para asegurarle a don Juan Manuel la inmortalidad de la leyenda?

En esas narraciones, ya se ha dicho, siempre hay un punto de verdad; unos gramos de realidad. La tragedia personal de aquel desdichado caballero siempre despertó la curiosidad de los hombres de letras. Eso permitió conocer la historia de política y traición que se encubrió con la historia de ángeles ajusticiando a aquel pobre diablo, ahorcándolo en el Zócalo.

COMO LO CONTÓ LA LEYENDA. Era don Juan Manuel de Solórzano un caballero piadoso y caritativo. Se contaba de él que alguna vez dotó a las dos hijas de una pobre viuda, dándole cinco mil pesos a cada una de ellas, y ni siquiera había querido conocerla. Se confesaba y comulgaba cada ocho días, daba limosna a los pobres y pagaba muchas y grandes velas de la mejor cera para que ardieran en los templos. Devoto, era visitante asiduo del poderoso convento de San Francisco.

Las diferentes versiones de la leyenda no se ponen de acuerdo en su descripción: unas lo ponen como alto, “muy derecho y arrogante”, pálido, de barba negra. Otras lo pintan como de estatura mediana, de mirada dulce y corto bigote. Hay quien lo imagina vestido siempre de negro, y otros lo visten de ricos y vistosos trajes. Lo mismo se le pone, mañana tarde y noche junto al virrey, y las hablillas que nunca faltan en una leyenda aseguran que por las noches, embozado, se le veía por las calles más oscuras de la ciudad de México.

¿Quién era? Había venido a la Nueva España hacia 1623, en la comitiva del virrey marqués de Guadalcázar, y se sabía que gozaba de una enorme fortuna. El relato consigna también la mucha cercanía que el hombre tenía con el virrey don Lope Díaz de Armendáriz, marqués de Cadereyta, tan grande, que hubo época en que el caballero ocupó una casa prácticamente contigua al palacio virreinal.

Precisamente, esa amistad y por lo tanto ese poder, había convertido al señor de Solórzano en un enemigo, casi personal, de los integrantes de la Audiencia. Aquí aparece el primer rasgo de realidad: durante siglos, el poder de los virreyes entró en choque con el de la Audiencia, que, en no pocas ocasiones se oponía a las decisiones del representante de la corona española, y, cuando no había manera de llevar la fiesta en paz, esa animadversión se traducía en pleitecillos, escaramuzas, jaloneos mayores y menores en los que se jugaban, aparte de muchos asuntos de la vida y el gobierno diarios, el tema definitivo: quién mandaba de verdad en la Nueva España.

Resultaba natural que la influencia de Juan Manuel de Solórzano fuera origen de malas voluntades y envidias. Era el caballero lo que en aquellos días se llamaba “valido”, el hombre de más cercanía e importancia, y así como en España el rey tenía a sus validos, el marqués de Cadereyta tenía a don Juan Manuel.

Y, de repente, el poderoso don Juan Manuel experimentó una notoria transformación: parecía que se consumía; adelgazaba y llevaba en las manos, a toda hora, un rosario. Pasaba horas en el templo de San Francisco, arrodillado y en oración.

¿Qué le ocurría? ¿Qué atormentaba su alma?

De algún punto oscuro de su alma nacieron los celos: celos enfermos, obsesivos, iracundos, violentos. Estaba seguro que, de alguna manera, en algún lugar, su esposa faltaba a la promesa de fidelidad que le hiciera al unirse en matrimonio. Pero, ¿dónde estaba el amante? ¿Dónde hallar a aquel infame que le había robado el amor y el honor? Don Juan Manuel ardía de furia por dentro. Su esposa, doña Mariana Laguna, hija única de un rico minero zacatecano, aparte de haberle aportado una dote muy cuantiosa, inocente de cuantas miserias le achacaba la mente de aquel loco en que se había transformado su esposo, no alcanzaba a entender el origen de aquella transformación.

Buscaba don Juan Manuel, en todos los rincones de su casa, el detalle, la señal que le demostrara la infidelidad de su esposa: hurgaba en los cofres de los vestidos, en los cajones de los bargueños. Moría por encontrar un pañuelo ajeno, una mantilla de origen desconocido, una joya que él no hubiese encargado y pagado. Sólo así tendría en sus manos la prueba de que doña Mariana mentía, y así podría arrancarle el nombre de su amante, al que mandaría a los infiernos a punta de espada.

Pero no encontraba nada. Incontables fueron las veces en que disimuladamente siguió a su esposa, a la hora de ir a misa, por ver si no desviaba su camino, para marchar al encuentro con el ladrón de honras. Una y otra vez hurgó en los cajones y en las escribanías, por si, oculto en una rendija, estaba el papel lleno de apasionadas declaraciones de amor, provenientes de una pluma ajena y traidora.

La desesperación lo ahogaba tanto como los celos.

Es aquí donde hace su aparición Satanás. El Malo, el señor de los infiernos, que, como estaban convencidos los novohispanos, aguardaba la más pequeña oportunidad para entrar en el alma de los seres humanos y apoderarse de ella para llevarla a la condenación. En el caso de don Juan Manuel, el vehículo fue un individuo, con fama de brujo, al que el poderoso caballero acudió para que le ayudara a dar con el amante de su esposa, dispuesto a dejar su alma en prenda, con tal de saber la verdad y conocer ese nombre odiado.

Aquel hechicero lo llevó, de noche, a las afueras de la ciudad, y más allá del convento de San Diego, se aplicó en su trabajo: trazó un círculo mágico y, mediante conjuros y ofreciendo la sangre de un gallo negro, invocó al Diablo, que, dispuesto, habló por boca del brujo:

—Satanás acepta tu alma, don Juan Manuel de Solórzano. Si tú quieres saber quién es el amante de tu esposa, para que tomes justa venganza, sal de tu casa a las once de la noche, y al que pase a esa hora por la acera, mátalo, porque él es quien te roba la honra y la dicha, y entonces, el Diablo aparecerá junto a ti, y será la confirmación de que has matado a ese infame.

Y así empezaron los crímenes.

Comenzaron a aparecer los cadáveres apuñalados en la Calle Nueva, que era el nombre de aquella donde residía don Juan Manuel. Como era natural, en la Ciudad de México no se hablaba de otra cosa, y el miedo inundó las calles.

De nada sirvieron las indagaciones que ordenó la Audiencia. Por más que se buscaba, no había señales del asesino.

Mientras tanto, don Juan Manuel empezaba a darse cuenta del horror en el que estaba metido, y la trampa diabólica en la que había caído, porque su furia ya le había quitado la vida a varios infelices, y en ninguna ocasión había aparecido Satanás para confirmar las sospechas y darle paz a su alma.

Y todo era siempre igual: no bien empezaban a dar las once de la noche, según las campanas de la Catedral, salía don Juan Manuel de su casa, y al primero que encontraba le decía la frase que hoy, casi 400 años después, millones de mexicanos conocen tan bien:

—Perdone que lo interrumpa en su camino, señor, ¿podría decirme qué horas son?

—Acaban de dar las once…

—¿Las once? Pues dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere….

Y entonces, con toda su ira y todas sus fuerzas, don Juan Manuel asestaba una puñalada, directo al corazón de su víctima. Regresaba a su hogar, invadido de una alegría que se parecía a la locura, aguardando la visita del Diablo. Pero pasaban los días y se sumaban los muertos, y el Malo jamás se dignaba visitar al caballero.

Cada mañana después de un nuevo crimen, don Juan Manuel entraba en una tormenta de emociones: por un lado, la culpa, la certeza de haberse convertido en un asesino, le revolvía el estómago y le aflojaba el cuerpo. Al mismo tiempo, la rabia de no haber encontrado al amante de doña Mariana —porque eso significaba la ausencia de Satanás— lo mantenía en pie, decidido a esperar el anochecer para, una vez más, salir en busca de su rival.

La leyenda cuenta hasta una veintena de víctimas de don Juan Manuel. El asesino siente que agoniza el día que le llevan el cadáver de un tío suyo, a quien, sin darse cuenta, ha matado él mismo. Veinticuatro horas después, es un primo suyo, Fernando de Aguilar, administrador de los bienes del señor de Solórzano, la nueva víctima. El Diablo no aparece, y don Juan Manuel se da cuenta de la trampa. Horrorizado de sí mismo, corre a San Francisco, a confesarse.

La penitencia que le imponen es de por sí aterradora: el asesino habrá de ir, tres noches consecutivas, a la Plaza Mayor, a las once en punto, y rezará el rosario al pie de la horca. Terminada la penitencia, volvería don Juan Manuel al convento, para recibir la absolución por sus terribles pecados.

Lucha el caballero contra su culpa y contra sus miedos. Mientras reza, la primera noche, una voz densa, surgida de quién sabe dónde, grita: “¡Un padrenuestro y un Avemaría por el alma de don Juan Manuel de Solórzano!”. La segunda noche, entre la oscuridad de la plaza, ve pasar, entre ruidos de cadenas, una procesión de encapuchados que se alumbra con cirios. El cortejo lleva un ataúd con galones de plata y paños oscuros. En él, va el cadáver de don Juan Manuel. Todo se revela de golpe: son ánimas en pena, y se alumbran con huesos que fosforecen. Al borde del colapso, el caballero termina de rezar el rosario.

A la mañana siguiente, don Juan Manuel se arrodilla ante su confesor. Le suplica le absuelva de sus pecados, pues siente cercana la muerte. Ante tanta angustia, el franciscano que lo escucha lo absuelve, pero le manda que termine la penitencia.

Y ahí va el caballero, otra vez hacia la enorme plaza, desierta y oscura. Un grito de dolor inmenso se escucha en las calles de la ciudad, mezclado con las campanas de Catedral, que dan las once de la noche.

A la mañana siguiente, los habitantes de la capital del reino de encuentran con el cadáver de don Juan Manuel de Solórzano, colgando de la horca. Satanás, que nunca se digna aparecer, ríe, en algún punto del infierno, pues ha ganado un alma condenada más.

Durante años, se dijo que los espectros descarnados de las víctimas del asesino, salían por las noches en procesión, para volver a la plaza, llevando en un ataúd a un hombre atado de pies y manos, que no era otro que don Juan Manuel, al que volvían a ahorcar, una y otra vez, por toda la eternidad.

LO QUE DICEN LOS ¿HECHOS? La fuerza de la leyenda llegó hasta el siglo XIX, cuando se intentó esclarecer el origen de la tenebrosa historia.

Fue don José Justo Gómez de la Cortina, tercer conde de la Cortina y fundador de la Academia de la Lengua y socio fundador de la Sociedad Mexicana e Geografía y Estadística, quien averiguó, entre papeles viejos los detalles: don Juan Manuel de Solórzano sí había existido, y también su esposa doña Mariana. Se tenía dato de su presencia en la Nueva España desde 1623.

Halló el Conde de la Cortina el rastro de las muchas desavenencias entre el señor de Solórzano y la Audiencia, a causa del manejo de la real hacienda, y que, no obstante las muchas quejas y denuncias que contra don Juan Manuel se hicieron llegar al rey Felipe IV, no fue menor la influencia que movió el virrey marqués de Cadereyta para defender a su protegido. Muy grande fue el disgusto de los oidores cuando supieron que el valido del virrey tenía el visto bueno real.

Los rencores políticos y los rencores de dinero pueden llegar a ser muy largos. Fue hasta 1640 que la Audiencia encontró hechos o pretextos que le permitieron encerrar en la cárcel a don Juan Manuel.

La realidad jamás es tan rica literariamente como la leyenda, pero en este caso, hay rastros de los sucesos que fundaron el relato fantasmagórico: sin mucho pendiente, don Juan Manuel esperaba a que la suerte o las influencias le fueran propicias y le devolvieran la libertad. Entonces, fue enterado de que el alcalde del crimen, el hombre que lo había puesto preso, don Francisco Vélez de Pereira, visitaba a horas y con frecuencias inconvenientes a doña Mariana.

Un compañero de prisión, tan rico como don Juan Manuel, dio con el carcelero adecuado: algunas monedas permitieron que el señor de Solórzano saliera en repetidas ocasiones de la cárcel, embozado y en la oscuridad, para que pudiera constatar el hecho y lavar su honra.

En esas escapadas nocturnas, don Juan Manuel sorprendió al funcionario saliendo de encontrarse con doña Mariana. Sin vacilaciones dio muerte al alcalde del crimen, y la historia, a la mañana siguiente, era un verdadero problema para el virrey, que no hallaba cómo defender a su protegido y salvarlo de la ejecución, y a la Audiencia, exhibida en la facilidad con que los presos se evadían de las cárceles, y de la probidad de sus funcionarios, pues resultó que don Francisco Vélez de Pereira exigía los favores de doña Mariana a cambio de la libertad de don Juan Manuel.

La Audiencia se negó a hacer públicas las razones del asesinato, mientras el virrey luchaba por liberar a su amigo. Repentinamente, una mañana de octubre de 1641, los vendedores de la plaza que llegaron con el amanecer, encontraron el cadáver de Juan Manuel de Solórzano colgado en la horca. El asombro de la ciudad entera fue el caldo de cultivo perfecto para echar a rodar la historia de la trampa demoniaca y los celos demenciales del caballero. La enconada lucha política se desvaneció y nos dejó, a cambio, una historia de aparecidos que sobrevive hasta nuestros días y que nos regaló a un fantasmagórico asesino serial.