
Los periódicos del primer día de febrero de 1913 no hablaban solamente, en sus primeras planas, del agitado escenario político, a quince meses de que el presidente Madero había asumido su cargo. En aquella pequeña ciudad de México, los hechos de sangre eran noticia que se propalaba con celeridad. Y así ocurrió aquel día. El lugar, la casa marcada con el número 12 de la calle de Academia, muy cerca de la Academia de San Carlos. Los involucrados, nada menos que los hijos de un acaudalado comerciante español, Íñigo Noriega, conocido por su antimaderismo.
Esta ocasión, los Noriega no estaban en boca de los capitalinos ni por las ideas políticas del jefe de familia, ni por algún asunto derivado de su riqueza. Era una historia oscura, dolorosa. Así decía el titular de El Imparcial: “En una tragedia misteriosa y sombría pierden la vida dos hijos de don Iñigo Noriega”. El periódico maderista Nueva Era, nacido para enfrentarse a la prensa que cotidianamente atacaba al presidente, ofrecía detalles: “El joven Íñigo Noriega dio muerte a su hermana Eulalia y después se privó de la existencia”.
Otros titulares de la prensa fueron menos sobrios. Un periódico llamado La Nación aseguraba: “Una hija y un hijo de don Íñigo Noriega se suicidaron anoche: nuestros lectores saben bien cuál es la causa de tan execrables determinaciones”. Los periódicos recogieron las declaraciones de una parienta de los jóvenes muertos, Teresa Ruiz, que estaba de visita en la casa de Academia 12. Muy cercana a su prima Eulalia, habían tenido invitados, y, después, saldrían de paseo.
Ella se encontraba en la planta baja de la casa, contó Teresa, y hacia las 8 de la noche escuchó dos disparos. Subió corriendo las escaleras y entró en la habitación de su primo Iñigo. Allí estaban los hermanos. El muchacho, muerto en su cama. Ella ahogándose en su sangre.
Pero cuando el doctor Reza llegó, nada había ya que hacer. Íñigo había muerto instantáneamente. Eulalia había sobrevivido unos minutos, según contó el empleado Cándano, pero el médico ya no alcanzó a hacer nada por ella. Mientras las muchachas cedían a los nervios y al horror, Cándano se trasladó, junto con los policías que habían llamado, a la inspección de policía, donde el Inspector en jefe, don Emiliano López Figueroa escuchó lo sucedido. Él llamó a la casa de los Noriega: “No toquen los cuerpos”, indicó, y partió hacia Academia 12.
López Figueroa y sus hombres examinaron la escena del crimen: al día siguiente, la prensa describiría con lujo de detalles la manera en que se encontraron los cuerpos. Iñigo había disparado primero a su hermana, que tenía un tiro en el pecho y otro en una mejilla. Después, él se disparó al corazón, y con sus últimas fuerzas alcanzó a herirse en la cabeza. La policía encontró la pistola escuadra calibre 32 empleada por los hermanos.
La habitación de Íñigo estaba en el tercer piso de la casa. Los policías informaron que todos los muebles estaban en orden, y que la boca del muchacho olía a alcohol. Encontraron en el buró una botella de jerez y algunas de cerveza. Examinaron los bolsillos del muerto. Lo único inusual fue una nota inconclusa, en una pequeña libreta de apuntes: “Escríbele tarjeta al inspector de policía, diciéndole que…”
El registro de la habitación aportó información. Íñigo debió salir de viaje aquella misma noche. Abordarían un tren para viajar a Nueva York, donde visitaría a su hermano Manuel, y luego viajaría por barco a Europa. Hallaron las maletas del muerto. Tenían dos notas: “El contenido de esta maleta es para mi hermano Manolo.- Íñigo”. “El contenido de esta maletita y el rifle, parque y cargadores que tengo en Río Frío son para Manolo. Las navajas de afeitar, zapatos y útiles de tocador, repártanlos entre los criados”.
Había transcurrido casi una hora desde que Teresa escuchó los balazos. El padre de los jóvenes, don Íñigo Noriega, iba entrando a su casa. Desconcertado, inquieto por ver la entrada llena de policías, se encaró con el médico. “Sus hijos sufrieron un accidente, muy grave, con un arma de fuego”, le dijo el doctor Reza. Noriega pareció enloquecer.
—Pero, ¿están muertos?
El médico terminó de contarle: sus hijos se habían suicidado.
Después del acceso de dolor que experimentó tras recibir la noticia, después de exigirle al médico que le devolviera a sus hijos, Iñigo Noriega estaba como ausente. Pálido, débil, tuvo que recibir ayuda para moverse a un sillón. A las cuatro de la tarde, sacaron los féretros y los colocaron en el carro fúnebre de la Compañía de Trenes Eléctricos. Arrancó el cortejo: al frente el coche mortuorio, y detrás ocho vagones con los dolientes. Les tomó una hora llegar al Panteón Español. Junto al agobiado don Íñigo estaban el embajador español, Bernardo de Cologan, y Ernesto Madero, secretario de Hacienda y tío del presidente.
La historia no terminó en la cripta de los Noriega.
Corrieron chismes y habladurías; se insinuó y en algunos pasquines se afirmó que los hermanos Noriega sostenían una relación incestuosa, y que don Íñigo, al percatarse, decidió enviar a su hijo fuera del país. La explicación oficial, decían los chismes es que el viaje de 5 meses era para que el muchacho se curara de los males que lo aquejaban.
Pero la prensa se deshizo en especulaciones. Indagaron con los amigos del difunto, y se encontraron con que, desde que tenía veinte años, el muchacho llevaba una vida más bien desordenada, aprovechando la enorme herencia —veinte mil pesos— que su difunta madre le había legado. Incluso, se dijo que estaba enfermo de “neurastenia”, uno de los grandes padecimientos de la época. Otros aseguraron que padecía sífilis. Haya sido lo que haya sido, el propio Íñigo solía decir que su enfermedad le producía “accesos de locura”. De Eulalia se dijo que, tras volver a México, después de estudiar en Londres, dos veces había tenido pretendientes que su padre desaprobaba violentamente. Finalmente, la policía concluyó que Íñigo fue quien decidió suicidarse, y sin avisarle a su hermana, disparó contra ella.
Hoy sabemos que don Íñigo Noriega apoyaba el plan de un levantamiento contra Madero, que debió ejecutarse el 5 de febrero, apresando al presidente en la ceremonia de aniversario de la Constitución de 1857. La falta de certezas de los conspiradores, la tragedia que pesaba en el alma del padre, solamente le concedió cuatro días más al régimen maderista. El 9 de febrero, el rico comerciante, que había hecho su fortuna en la producción pulquera, era uno de los que recibieron, en la puerta de la prisión de Santiago Tlatelolco, al general Bernardo Reyes. De ahí, marcharon a la Penitenciaría de Lecumberri para liberar a Félix Díaz: la Decena Trágica estaba en marcha.
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