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El lago, las lluvias y los capitalinos

Antes de que Hernán Cortés describiera a Tenochtitlan como “una gran ciudad fundada en una laguna”, nuestra relación con el agua ya era complicada. Venga de los cielos o esté en la tierra, por escasez o por exceso, los habitantes de la Ciudad de México nunca han podido ser indiferentes a ella.

Inundación en la Ciudad de México
Inundación en la Ciudad de México Inundación en la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

Desde que la vieja Tenochtitlan no era sino un conjunto de chozas, el vivir con el agua del lago, vencer su presencia a fuerza de ganarle terreno con diques, roca y arena, se convirtió en uno de los temas capitales de los primeros habitantes de lo que esto es hoy la megalópolis. A fuerza de terquedad, a fuerza de trabajo diario, los mexicas fueron imponiendo su presencia, y esa ha sido la constante desde entonces, con mayor o menor fortuna, con mayores o menores recursos y tecnología, vivir con el agua, aunque no la veamos, es aún hoy uno de los grandes retos de la capital mexicana.

Cuando Hernán Cortés le escribió a Carlos V su primera Carta de Relación, le habló de la gran ciudad fundada en una laguna, donde las grandes calzadas tenían anchura para que circulasen ocho jinetes, pero que también había canales por los cuales se circulaba en canoas. No faltó quien hablase de aquella ciudad-estado poderosa, de la cual sus habitantes estaban tan orgullosos, como una nueva Venecia. Eran “cosas jamás vistas y jamás soñadas”, como escribiría muchos años después Bernal Díaz del Castillo.

Pero para llegar a aquel punto, en el siglo XVI, los mexicas habían invertido esfuerzo, tiempo y algunos sustos. En los siglos XIV y XV habían menudeado las inundaciones en la ciudad que poco a poco se extendía, a partir del islote original. La construcción de las grandes calzadas y del acueducto que llevaba agua potable a Tenochtitlan eran, ciertamente, obras notables que impresionaron a los conquistadores. Pero su trabajo les había costado. Durante el gobierno de Moctezuma Ilhuicamina, quinto tlatoani, se dio una inundación, hacia el año 1450 que afectó gravemente la ciudad, que, un lustro antes, había pasado hambre a causa de una plaga de langostas que destruyeron las cosechas. Después de la inundación, los mexicas aún tuvieron que soportar tres años de sequía. 

Asegurar la disponibilidad de agua potable le había costado a Ahuízotl, el octavo tlatoani, un serio conflicto con el pueblo de Coyoacán, pero al fin había logrado construir el acueducto que requería, porque el que ya llevaba a la ciudad agua de Chapultepec era insuficiente. Pero el acueducto de Ahuízotl no funcionó sino cuarenta días: el caudal de agua, unido a intensas lluvias, reventaron la obra. Se anegaron maizales y se inundaron casas. El mismo tlatoani tuvo que refugiarse en el Templo Mayor. Se repartió maíz a las familias que habían perdido todo, y se les proporcionaron ropas y canoas para sacar de los hogares inundados lo poco que se hubiera salvado.

A la larga, el asunto fue a mayores: la tradición cuenta que Ahuízotl, al ver la crecida de las aguas, y por escapar de las habitaciones donde se encontraba, se golpeó contra un umbral, quedando malherido. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl recuperó el fin de la historia: el tlatoani jamás se recuperó por completo: “Con este achaque vivió muy enfermo hasta que vino a morir de él”.

Ganarle al agua, crear suelos a partir de chinampas, era, ciertamente, un logro de la población prehispánica. Pero, andando los años, en el virreinato y en el accidentado siglo XIX, los habitantes de la ciudad siguieron pagando el precio de la habilidad y la tenacidad mexicas.

Pero algunos canales terminaban por convertirse en auténticos depósitos de aguas estancadas. Si a ello añadimos la mala costumbre de arrojar desperdicios, “aguas servidas” –el contenido de orinales y demás lindezas- e incluso animales muertos, que desarrollaron los habitantes de la ciudad, resultaba que muchos de los canales de la “Nueva Venecia” eran un foco de riesgos y un problema de salud. A la larga, se llegaría a la conclusión de que la suciedad de las acequias era origen de los males que se padecían en algunos conventos, como el Real de Jesús María, o el de San Jerónimo, de que se cuenta, tenía una parte con un sótano permanentemente anegado, en el cual, las niñas que vivían bajo el cuidado de las monjas, jugaban a navegar, instaladas en enormes bateas.

De los siglos virreinales se guarda memoria de la inundación de 1629, la que muchos consideran la peor que ha afectado a la ciudad de México. Y es la peor porque las intensas lluvias de ese año provocaron el desbordamiento del lago de Texcoco, bastante disminuido para entonces, a fuerza de terreno arrebatado. La capital del reino se quedó inundada nada menos que cinco años. Como la fe era recurso para todo, el arzobispo Francisco Manso y Zúñiga resolvió que era menester traer en procesión, desde su templo de la Villa, a la Virgen de Guadalupe, para conjurar la mala obra de la lluvia y el lago. Y efectivamente, la procesión se realizó… a bordo de canoas, porque era la única manera de moverse por las calles de la ciudad. Cinco años se quedó la Guadalupana en la catedral, hasta que “las aguas se retiraron”, en 1534. El saldo eran 30 mil personas muertas y un serio debate acerca de la conveniencia de cambiar de emplazamiento a la capital del reino. A la hora de la hora, todo mundo decidió quedarse. La virgen del Tepeyac recibió todo el crédito por el milagro (?), y se le devolvió a su templo con gran ceremonia y regocijo, mientras su culto salía fortalecido.

 Si con las aguas del lago la vida era complicada, en época de aguaceros, la cosa se ponía peor. El alabardero José Gómez, en su diario de sucesos notables, nos dejó el testimonio de algunas lluvias memorables del siglo XVIII. Como el recurso de la oración tenía muchos partidarios, Gómez asegura que en septiembre de 1777, una “culebra de agua” –una especie de tornado con lluvia- fue ahuyentada con una jornada de oración en todas las iglesias de la ciudad y la exhibición del Santísimo en el templo de Santo Domingo. “Fue Dios servido que fuera a descargar a otra parte”, remachó en su diario, satisfecho, el buen alabardero.

Gómez narra que en 1779 llovió del 15 al 19 de septiembre sin parar. Coincidía con una epidemia de viruela, y la procesión de la Virgen de los Remedios, a la que le achacaban poderes medicinales, hubo de hacerse  metiendo a la imagen en un coche encristalado que le permitió viajar desde la iglesia de la Santa Veracruz hasta la Catedral.

En la medida en que las acequias desaparecieron –lo que no ocurrió sino hasta las primeras décadas del siglo XX-, algunas de nuestras complicaciones con el agua lograron contenerse. Pero la parte más antigua de la ciudad, nuestro actual Centro Histórico, nunca ha dejado de inundarse, en mayor o menor medida. Desde que existe el registro fotográfico de la vida en la capital, se ha documentado el uso –de nuevo- de canoas, de tablones y hasta de cargadores de seres humanos para hacer llevadero el asunto.

Pero también era una cuestión de tecnología. Desde 1604 se había intentado, con la apertura del Canal de Huehuetoca, darle una salida a las aguas. Pero el proyecto, que implicaba la hechura de un túnel de casi 7 kilómetros, tomó casi dos siglos. En 1804, el barón de Humboldt metió su cuchara y afirmó que, mientras no se construyera un canal directo al lago de Texcoco, la ciudad seguiría inundándose. Pero ese, el conocido como “Gran Canal” empezaría a construirse hasta 1866 y se terminó en 1900. Funcionar, lo que se dice funcionar, ocurrió solamente por espacio de 25 años. Después volvimos a padecer inundaciones. Se afirma que la de 1951 dejó lodo agua en dos terceras partes de la capital.

Y aquí seguimos. En 1967, después de años y años de construir colectores y sistemas de bombeo, se inició el proyecto del Drenaje Profundo, que en 1975 se creyó terminada.

El crecimiento de la ciudad y la recurrencia de las “lluvias atípicas” –el alabardero Gómez escribió alguna vez de un “aguacero disforme- aumentaron en nivel del reto. Las obras para entubar ríos, ampliar el gran drenaje y contener los desbordamientos, ya son asunto permanente a fin de mantener el frágil equilibrio en el que vivimos. Pero no nos vamos, aquí seguimos, en esa peculiar relación con el agua.

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