
"Acérquese y pida…" No hace falta que siga, todos saben cómo dice. Van a dar las nueve de la noche y Mauricio pedalea en su carrito por una oscura y desierta Plaza Washington ofreciendo tamales. Estamos en el corazón de la colonia Juárez en plena contingencia por la COVID-19 y las ventas no marchan bien. “Sí está bien erizo”, se lamenta el joven vendedor. “Antes te podía vender unos 35 tamales en una noche; ahora… 15… o hasta 10”, explica, resignado. Mauricio asegura no tener miedo del virus, y aclara que, como nadie les ha ofrecido una ayuda ante la crisis, “toca rifarse”.
Mientras platicamos, de entre las sombras aparece Diego, un vecino que ha decidido dar un paseo nocturno y platicar con quien se le cruce. Alto, blanco, delgado, rubio, fodongo y con aspecto de estar drogado, me escupe: “¿Tú crees en los extraterrestres? Allí los puedes ver, en esa ventana”, exclama, mientras señala a algún punto de la calle Dinamarca. La plática es completamente inconexa y ya ha durado demasiado, pero Mauricio sigue allí. Admiro su paciencia; quizás le gana la curiosidad, quizás sabe que tampoco venderá nada dos calles más adelante.
Incluso antes de la pandemia la calle Londres suele estar desierta a partir de las diez de la noche entre semana, así que la nueva realidad no es un gran cambio, pero uno se da cuenta de que cuando las calles de la Ciudad de México están vacías parecen más oscuras que de costumbre.
La Zona Rosa debería ser diferente. Génova es bien conocido por ser el destino de muchos Godínez sedientos tras una larga jornada laboral, y cualquier noche reina el bullicio: música y gritos hasta entrada la madrugada. Sin embargo, ahora no hay rastro de las bocinas de los bares; ya no compiten a todo volumen para ver quién atrae a más clientes. No hay un solo local abierto en Génova, ni La Terraza, ni La Chelestial, ni siquiera la Churrería El Moro. Sólo quedan abiertos una farmacia y un 7 Eleven. Dos locales de comida basura, el KFC y el Burger King, tienen las luces prendidas, pero están cerrados.
“Antes venía a las dos de la tarde y me marchaba a las diez y sacaba 500 o 600 varos, ahora vengo a las ocho de la mañana y estoy hasta las once. No llego ni a 200”, se lamenta Gerardo, sentado junto al banquito donde los clientes deben colocar sus zapatos para recibir una boleada. Me ofrece bolear mis tenis blancos. Acepto. Mientras la plática prosigue, me relata cómo se deben bolear adecuadamente los tenis: “si usara los mismos productos que uso para los zapatos, se estropearían”, explica. Creo que está feliz de charlar con alguien.
En medio del ambiente de desolación, entre las hileras de locales cerrados, sólo la voz de Johan hace que la calle Génova conserve un ápice de cotidianidad. “No, hermano, yo ni soy cantante; soy entrenador de boxeo”, explica, mientras recoge sus cosas. “Yo doy clases en un gimnasio, a comisión por alumno, pero hace tres semanas que con la contingencia cerró, y entre cantar solo en casa y venir aquí, prefiero venir y sacar algún dinero”, explica.
Johan es venezolano, y me cuenta que lleva diez años en el país; “soy residente permanente”, aclara, por si hubiera duda. En estas tres semanas, ha aprendido a manejarse: Llega después de la hora de comer, canta un par de horas mientras la música suena a todo volumen en su bocina, luego recarga el aparato y canta otras dos horas. “Si bien me va, consigo 300 pesos en un día, si no, pues 70 o 100”. Ahora mismo, una de sus mayores preocupaciones es la policía, por la pandemia: “Me dijeron que no se puede juntar la gente, entonces, ahora llega por aquí un grupo de siete, luego del otro lado uno de cinco y se juntan. Cuando acabo la canción les tengo que pedir que guarden la distancia”, explica mientras apura con su popote un vasito de algún tipo de refresco.
Pasan de las nueve y media, empieza a lloviznar y hay que resguardarse. Una de las personas que busca un techo para evitar el agua, Brígida, que vende dulces junto a un hijo y una nuera. Asegura que duda del coronavirus. “Mi hija empezó a toser y fuimos al doctor, pero nos dijo que solo tenía una infección de garganta. Quisimos asegurarnos, y el segundo nos dijo lo mismo”, explica. La negativa de los doctores pareció hacerla dudar: “Sólo es política”, añade. Pero luego admite que ve las noticias y que se angustia: “Hay muchos médicos salvando vidas”, reconoce. Quizás, en el fondo, solo quiere no creerlo.
Brígida relata que toda su familia es otomí, y que con el tiempo ha logrado abrir un puesto justo allí para vender las tradicionales y coloridas muñecas otomíes Ar Lele; “con esto de la contingencia he tenido que cerrarlo, pero aquí traigo algunas, cuestan 80 pesos”, añade. “Mija, a ver, saca otra, que sta no tiene ojos”. Efectivamente, la muñeca que me muestra no tiene ojos, ni nariz, ni boca. Igual que estas calles de la Zona Rosa, que cada noche exhalan vida por sus cuatro esquinas pero ahora parecen agotadas, desdibujadas, como si hubieran perdido su identidad, su rostro.
Copyright © 2020 La Crónica de Hoy .