
La Primavera de Praga nació en invierno y murió en verano. Todo en un mismo año, el turbulento y rebelde 1968, el de las protestas estudiantiles en París o en Estados Unidos contra la guerra de Vietnam, el del asesinato de Martin Luther King y el de la matanza de Tlatelolco.
La noche del 20 al 21 de agosto de 1968, cinco mil carros de combate soviéticos, seguidos de más de medio millón de soldados, invadieron Checoslovaquia. Una fuerza descomunal para atacar un país con una extensión similar a la de Durango. Fue un golpe a traición de cinco estados miembros del Pacto de Varsovia (la réplica soviética a la OTAN) contra la diminuta y pacífica República Socialista de Checoslovaquia (extinta en 1993).
Ordenada por Leonid Brezhnev, entonces presidente de la URSS (extinta en 1991), el golpe comunista contra una nación comunista fue aprobado en secreto por los gobiernos-títere de Polonia, Bulgaria y Hungría, que pusieron tropas y abrieron sus fronteras terrestres con Checoslovaquia, mientras que en el último momento, el presidente de Alemania del Este, Erick Honecker, se echó para atrás. Sólo el líder rumano, Nicolae Ceacescu se atrevió a denunciar abiertamente esta invasión, en un breve destello de humanidad, antes de revelarse su rostro de tirano.
La operación militar fue un rotundo éxito para el Kremlin. Los habitantes de Praga, despertados por el retumbar de los tanques, se echaron a la calle en un desesperado e inútil intento de ofrecer resistencia. De nada sirvió: en cuestión de horas y tras una sangrienta ofensiva que dejó 108 muertos y medio millar de heridos, la capital se rindió y el presidente checoslovaco, Alexander Dubcek, era arrestado y enviado a Moscú para un curso intensivo de “readoctrinamiento” en la ortodoxia comunista.
El papel de Milan Kundera. Semanas después, el artífice del llamado “socialismo con rostro humano” regresó domesticado al país. Así acabó oficialmente la Primavera de Praga, gestada a finales de 1967 por un grupo de intelectuales durante un congreso de escritores, entre los que tuvo un papel muy activo Milan Kundera. De hecho, su obra más universal, La insoportable levedad del ser, está ambientada precisamente en esa ilusionante Primavera de Praga que estalló en enero de 1968, tras asumir el liderazgo Dubcek, presidente del Partido Comunista Checoslovaco.
Uno de los invitados a ese congreso fue el escritor Miguel Delibes, quien a su regreso a España publicó en mayo de 1968 un artículo que resultó ser premonitorio: “Praga –si no se pliega o no la pliegan– puede alumbrar unas bases de convivencia con una amplia perspectiva de futuro. Es decir, Checoslovaquia puede consumar su evolución hacia un socialismo humanista y democrático o puede fracasar, abrumada por las presiones de su poderoso enemigo”.
El enemigo era el Politburó soviético, que temía que la Primavera de Praga tuviese un peligroso efecto contagioso en los países vecinos y en la propia URSS. No les faltaba razón a los avejentados jerarcas soviéticos, pero tuvieron que pasar dos décadas para demostrarlo.
El papel de Gorbachov. En 1985 fue elegido presidente de la URSS, el “joven” Mijail Gorbachov, sin que en ese momento nadie sospechara que tenía en mente poner en marcha su propia “Primavera de Moscú”. Fue él quien dio al mundo dos palabras en ruso que cambiaron el curso de la historia: “Glasnost” (transparencia) y “Perestroika” (reforma).
De haberlo sospechado, los jerarcas soviéticos habrían asestado un golpe similar al que provocó la invasión soviética de Checoslovaquia, tal día como ayer hace medio siglo. Pero reaccionaron demasiado tarde y la URSS se desintegró a finales de 1991, cuanto Gorbachov puso en marcha su experimento. Como fichas de dominó, todas las naciones comunistas de la Europa del Este fueron cayendo. Fue, de alguna manera, la venganza por la sangrienta represión ocurrida en Praga, servida en plato frío.
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