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Historias de desamor: el reto de divorciarse en el siglo XIX

La generación de la Reforma dejó, entre sus muchas herencias, una ley de matrimonio civil que incluía la posibilidad del divorcio. Si bien es cierto que tenían una idea muy peculiar al respecto, pues era “temporal”, y, mientras viviese uno de los integrantes de la pareja, el otro estaba im-pedido de volver a casarse. Sin embargo, reconocía el maltrato, la crueldad y el adulterio como fenómenos que hacían imposible la vida conyugal. Todo estaba muy bien… hasta que la señora Laura Mantecón se apersonó en un tribunal, en 1885, y manifestó que deseaba divorciarse… nada menos que de un caballero que respondía al nombre de Manuel González, de oficio militar, acababa de dejar la presidencia de la República, y era gobernador en funciones.

Retrato de mujer joven
Retrato de mujer joven Retrato de mujer joven (La Crónica de Hoy)

No, no podía más. Laura Mantecón estaba harta de la mala vida, llena de agresiones y desprecios, por no hablar de las continuas y públicas infidelidades cometidas por su esposo. Veinticinco años de matrimonio, amarga la mayor parte de ellos, se habían convertido en una triste y agobiante carga para ella. Miró hacia atrás. Había contraído matrimonio en 1860, en plena guerra de Reforma. Su esposo, Manuel González, de oficio militar, laboraba al servicio del gobierno conservador de Miguel Miramón, y era 12 años mayor que ella. Laura pertenecía a una familia de la clase alta oaxaqueña y tenía solamente 15 años cuando se casó, y su marido era un joven soldado de 27, gallardo y con cierto poder. Ella esperaba una vida conyugal serena, perturbada, solamente, por la efervescencia política que en esos momentos agitaba a México.

Lo que ignoraba aquella jovencita ilusionada era que habría de pasar un cuarto de siglo, con más momentos malos que buenos, antes de que ella se resignara a admitir que ni quería ni podía vivir al lado de aquel hombre, y que era necesario proceder legalmente.

En el caso de Laura, las cosas eran peores. Muy pronto, su esposo comenzó a dar muestras de un carácter violento. La maltrataba con frecuencia, y se reveló como un infiel sistemático y público. No obstante, Laura, como tantas otras mujeres de la época, soportó la situación, y tuvo dos hijos. Manuel y Fernando.

Concha, la esposa de otro célebre personaje del partido conservador, Miguel Miramón, decía que el destino de la esposa de un militar de la época era terminar corriendo detrás de su marido, con el perico de la casa en el hombro, y con el hijo en los brazos. Laura Mantecón de González no escapó a esa suerte, y, en ocasiones, lo acompañó al campo de batalla.

El apoyo de Laura fue más allá. Terminada la guerra civil, en los inicios de la invasión francesa, Manuel González, impactado emocionalmente por la llegada de tropas extranjeras a tierra mexicana —su padre había sido asesinado por estadunidenses en 1847— ofreció su espada y su lealtad al gobierno republicano. Laura afirmaría después que ella obtuvo, del presidente Juárez, el salvoconducto donde se le perdonaba su pasado conservador y se le exhortaba a unirse a las fuerzas mexicanas para defender Puebla, en 1863. Fue en esa coyuntura en que Manuel González entabló una estrecha amistad con en el que era, en ese entonces, un joven y arrojado general: Porfirio Díaz.

En ese entorno, la joven esposa de Manuel empezó a ser un personaje incómodo. Tenía carácter, y comenzó a manifestar su desagrado cuando las cosas no le gustaban. También opinaba acerca de las acciones de su marido, y eso la volvió desagradable a los ojos de los compañeros de armas de Manuel: opinaban que las mujeres no estaban preparadas para opinar e influir en las decisiones políticas, que eran “cosa de hombres”, de modo que muy mal haría González si se le ocurriera prestar oídos a las opiniones de su mujer. La situación solamente contribuyó a empeorar la vida de la pareja.

La tormenta política pasó por México: cayó el Imperio y la República triunfante encarrilaría al país hacia la ejecución del proyecto liberal que soñó la generación de la Reforma. Manuel González ascendió en la jerarquía militar liberal, y tenía un lugar destacado en esa generación, más joven que los juaristas, y que reclamaba su parte del poder. Se lo habían ganado a pulso en el campo de batalla y en la resistencia durante la “época de prueba”.

Durante todos esos años, Laura siguió siendo sujeto de malos tratos e infidelidades. Manuel la rechazaba, y en algún momento, según declararía ella, recibió una golpiza tal que sufrió un aborto.

Una de las quejas de González era que su esposa tenía un “fuerte carácter”, y que, al paso del tiempo, estaba cada vez, menos dispuesta a tolerar sus agresiones. En el proceso de divorcio, Laura afirmó que ese “carácter” se forjó a fuerza de convivir con los muchos militares que rodeaban a su esposo, de los cuales, muchos de ellos la habían acechado y acosado, y ella había tenido que aprender a defenderse, librada a sus propias fuerzas.

Aparentemente, la pareja llegó a un acuerdo de separación. Durante algunos meses, Laura vivió en Cuernavaca y González se quedó en la casa de Peralvillo. Pero ella regresó a la capital y eso encolerizó al general. Volvieron a negociar: Laura se iría a vivir al pueblo de Tacubaya, y él seguiría en el hogar conyugal.

Otras versiones aseguran que no hubo tal acuerdo, y que Laura fue sacada de la casa familiar para que su marido instalara allí a alguna de las muchas amantes que tuvo, y que, si regresó de Cuernavaca, fue porque su esposo no le proporcionó las mínimas condiciones para subsistir.

En ambas ocasiones, los dos hijos de la pareja se quedaron con Manuel en la capital. Al principio, los muchachos hacían visitas a su madre y se quedaban con ella algunos días. Pero las visitas fueron espaciándose hasta que se suspendieron. El hecho puso en guardia a Laura. Después se produjo otro problema: Manuel le proporcionaba a su esposa una pensión para su sustento, y que le hacía llegar con un asistente. Pero decidió pedirle una comprobación de gastos. Laura se encolerizó y se negó rotundamente. En respuesta, el general González le retiró la pensión: por él, Laura podía morirse de hambre.

No sabemos de dónde, pero Laura obtuvo recursos para salir del país. Viajó a Estados Unidos, y allá estudió medicina homeopática, con la esperanza de tener una ocupación que le permitiera ganarse la vida. También viajó por Canadá, mientras su esposo tomaba posesión de la presidencia.

El paso de Manuel González por la silla presidencial estuvo lleno de aventuras galantes y de relaciones más estables, de las que nacieron hijos que él reconoció. Con la española Dolores Herrera tuvo dos hijas; con la inglesa Juana Horn, a quien le puso casa, tuvo otros dos hijos. A doña Juana, solía llevarla a actos públicos y la presentaba como su esposa legítima. Amalia de Rosas, que le dio otro hijo y María Muñoz son los nombres de otras parejas del general. Cuando dejó la presidencia y asumió la gubernatura de Guanajuato, puso casa en Silao a una mujer llamada Julia Espinoza.

El general González estaba apenas acomodándose en el gobierno guanajuatense cuando Laura irrumpió nuevamente en su vida: acudió ante los tribunales mexicanos para demandar el divorcio, exigiendo, además, la mitad de los bienes familiares. En esos momentos, la fortuna de Manuel González ascendía a unos 5 millones de pesos, una suma enorme, si se toma en cuenta que el sueldo anual de un presidente era de 30 mil pesos.

Laura ignoraba que su intento por resolver una situación nociva y lograr estabilidad económica, iba a fracasar, aplastado por las ideas de la época y por las leyes, que su esposo había modificado en su paso por la presidencia.

Por eso, el primer gran desencanto de Laura se dio cuando ningún abogado quiso representarla ante los tribunales. En vista de ello, asumió su propia defensa y acusó al general de abandono. Era cierto que ella había salido de la casa familiar de la calle de Peralvillo, pero argumentó que el domicilio conyugal es donde reside la esposa legítima, “sostén moral del hogar”.

Tal razonamiento fue desechado por el tribunal, calificándolo de “extravagante teoría”. Laura designó a una larga lista de testigos, que iban desde costureras y aguadores hasta el mismísimo Porfirio Díaz. Los jueces desestimaron Las declaraciones de la gente de a pie, que habían visto al general engañar y agredir a su esposa, diciendo que “un carpintero o una costurera no son capaces de discernir” la delicadeza con la que Manuel González se había hecho de “una querida”.

Más aún: una de las principales acusaciones de la demanda era el adulterio. El código civil de 1884 afirmaba que el adulterio de una mujer siempre era causa de divorcio, pero el de un hombre lo era sólo cuando fuese público y notorio y agrediera a la esposa… exactamente como era el caso de Manuel González. Pero los jueces dictaminaron que el general no tenía concubinas, es decir, relaciones extramaritales estables y públicas, sino “queridas”, relaciones todas que se habían desarrollado con suma discreción. De modo tal que nadie podía juzgar esa parte de la vida personal del expresidente y gobernador.

En esos primeros meses de 1885 aún duraba una fuerte campaña contra Manuel González, y Laura esperaba que el clima político ayudase a su demanda. Pero se equivocó. Incluso, cuando su compadre Porfirio Díaz declaró, lo hizo tan parcamente y tan a favor de Manuel, que la pobre mujer le escribió, reclamándole su proceder.

El aparato legal e ideológico de la época acorraló a Laura: le impidió vivir de sus estudios de homeopatía, de una pequeña escuela que puso, y de una casa de huéspedes que montó. Todo fracasó porque el escándalo era mucho.

También se rechazó su exigencia de la mitad de los bienes familiares. La acusó, en cambio, de abandono de hogar y desestimó los elementos que demostraban los muchos adulterios de Manuel González. Incluso, después de cinco meses de proceso, la condenaron a pagar los costos del juicio. Laura apeló. Después de otros seis meses, lo único que consiguió fue que cada parte pagara sus costos legales. Se quejó: al impedirle trabajar, se pretendía “orillarla a caer en el fango”, porque los tribunales le quitaron los derechos a los bienes familiares, al haber abandonado el hogar. Lo más que logró fue vivir de un pequeño negocio de costura. Ella murió en 1900, abandonada, casi olvidada. Quienes en los siglos XX y XXI han rescatado su historia, pretenden que su fortaleza y su ejercicio de dignidad no sea olvidada.

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