
Tiene una superficie algo mayor que el estado de Durango y apenas 330 mil habitantes, menos que la delegación Benito Juárez, pero bastaron diez mil islandeses frente al Parlamento de Reikiavik para que en sólo dos días el primer ministro renunciase al cargo, una utopía en Europa y América Latina.
Y es que Islandia es diferente... al menos desde hace ocho años. No es que sus dirigentes no sientan la misma tentación de enriquecerse como en el resto del mundo, pero la reacción del pueblo es tan virulenta que pagan de inmediato las consecuencias, como ocurrió hace ocho días, cuando, tras aparecer el nombre del primer ministro, Sigmundur Gunnlaugsson, y el de su esposa en los “Papeles de Panamá”, la plaza del Parlamento se llenó de manifestantes y no se movieron hasta que menos de 48 horas después anunció su dimisión.
En 2001, el gobierno del conservador Geir Haarde aprobó leyes para dejar de controlar a los bancos, permitiendo a las tres mayores entidades atraer fondos de ahorros extranjeros gracias a tasas de interés elevadísimas. Llegó tanto dinero esos años a Islandia que pasó de ser una economía casi de subsistencia a convertirse en una economía ultrabancarizada. Para el año 2007, la corona islandesa era la moneda más sobrevaluada del mundo y los islandeses se declararon a sí mismos “los más felices del mundo” (lo que en esos tiempo de capitalismo salvaje significaba “los más consumistas”). Se hipotecaron tan rápidamente que cuando estalló la burbuja en 2008 y el mundo entró en pánico la deuda de los tres bancos del país era seis veces mayor que el PIB nacional. El gobierno de Reikiavik se dispuso a rescatar a los bancos y el Parlamento aceptó las condiciones para desembolsar cuatro mil millones de euros a miles de inversores, principalmente británicos y holandeses, que habían depositado sus ahorros en los bancos islandeses.
Por primera vez en su historia, se vieron multitudes en las calles de Reikiavik que se sentían engañadas y que no estaban dispuestas a pagar los platos rotos de la acabada fiesta capitalista. Rodearon con bengalas rojas la residencial del presidente de la República y no se movieron de allí hasta forzarle a convocar un referéndum para preguntar al pueblo si era “moral y jurídicamente ético que el contribuyente islandés pague la deuda contraída por banqueros irresponsables”. El jefe de Estado, Olaf Grimsson, cedió con la siguiente justificación: “La base de nuestro Estado islandés consiste en que el Pueblo es el juez supremo de la validez de las leyes”.
En marzo de 2010, el 93 por ciento de los votantes dijo “No” a pagar las deudas a los extranjeros. Pero hicieron mucho más: modificaron la Constitución para prohibir el rescate de bancos y llevaron a juicio al ex primer ministro Haarde y a los banqueros que especularon con su dinero. Una veintena de ellos acabaron en la cárcel.
El país nórdico se convirtió así en un paria de la comunidad financiera internacional, pero en el ejemplo a seguir del movimiento de indignados que florecía en Occidente.
Por eso, los islandeses no se conforman ahora con la caída fulminante del gobernante y consideran que ha llegado la hora de dar un último paso al frente. Si se confirman las encuestas, Islandia se convertirá en otoño en el primer país donde triunfa el Partido Pirata, una organización minoritaria presente ya en parlamentos de media Europa e impulsada por Wikileaks y la organización. No es de extrañar que su líder, Birgitta Jonsdóttir, sea ex colaboradora de Julian Assange y prometa en campaña dar la nacionalidad a Edward Snowden.
Por tanto, si gana el Partido Pirata, Islandia estaría marcando el camino a una nueva forma de gobernar que convertiría a los ciudadanos en auténticos fiscales que vigilarían desde sus computadoras a los gobernantes, para garantizar la tolerancia cero con la evasión fiscal y la transparencia absoluta.
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