
Era el primer día de septiembre de 1910. El presidente de la República, Porfirio Díaz, encabezó aquella inauguración, la primera de muchas que ocurrieron en ese mes, cuando se celebraron la Fiestas del Centenario. Era, sí, una conmemoración histórica y política: los mexicanos evocaban el inicio de la guerra independentista, y era la oportunidad para mostrar cómo, al paso de los años, se habían construido instituciones modernas, un Estado tan avanzado como el que más, y el país se había pacificado. También habría ocasión para que los ilustres visitantes que llegaban de las ciudades más importantes del mundo vieran que las preocupaciones del gobierno federal por mejorar el bienestar de la población se reflejaban en obra pública, proyectos educativos e instancias de salud pública.
Por eso, y, aunque se trataba de un proyecto que había nacido casi 30 años antes, el Manicomio General, que se conocería popularmente como La Castañeda era un ejemplo de modernidad y de progreso, con un enorme potencial. Junto con el Hospital General y la Penitenciaría de Lecumberri, La Castañeda constituía una herramienta relevante para garantizar la seguridad y la tranquilidad de una sociedad que, ante los “locos” y la delincuencia, requerían la acción del Estado.
Pero en las últimas décadas del siglo XIX, el desarrollo de la ciencia médica, articulada con los beneficios que la higiene ofrecía, permitió plantear nuevas soluciones a males muy añejos. Se indujo la costumbre del baño frecuente, se construyó una nueva red de drenaje; surgieron nuevos criterios para construir y operar sanatorios, se supo de grandes logros de la ciencia, como la vacuna contra la rabia –que México tuvo muy pronto, con su correspondiente institución para producirla y administrarla- y se llevaron a la práctica grandes proyectos, como el Hospital General.
La salud mental también mereció la atención de las autoridades porfirianas. Surgía una nueva disciplina médica, la siquiatría, y un nuevo espacio se hacía necesario. El comité que diseñaría un nuevo hospital para enfermos mentales quedó establecido en 1894 y el proyecto final del que sería el nuevo manicomio general se terminó hasta 1905. Expertos en muchas disciplinas —los primeros criminólogos, los novísimos siquiatras, ingenieros y funcionarios de la beneficencia pública— discutieron todos los tópicos necesarios en un espacio que sería grande en todos los sentidos; desde su localización y su diseño arquitectónico hasta los tratamientos y las actividades que tendrían los internos.
El manicomio debería tener farmacia, lavandería, cocina, panadería, sala de máquinas, talleres, una “colonia agrícola” y hasta una funeraria. Se estudió a fondo el uso de la electricidad, dónde y cómo se construirían bardas y cómo se trazarían los jardines.
En 1908, Porfirio Díaz Ortega, el hijo del presidente, asumió la dirección de las obras del Manicomio General, que se terminaron justo a tiempo para que se inauguraran, por todo lo alto, en 1910.
Como en México no existían, además, hospitales siquiátricos privados donde la élite pudiera alojar a sus enfermos mentales, el proyecto incluyó la posibilidad de tener pacientes internos de primera y segunda clase. Los de primera serían enfermos cuya familia pudiera costear su permanencia en La Castañeda: al tiempo que recibían atención médica y se les mantenía en un lugar aislado y seguro, se convertían en una fuente de ingresos para el manicomio.
Un proyecto tan grande requería grandes terrenos para realizarlo: elegido el rancho de La Castañeda, se argumentó que, al igual que Mixcoac, Coyoacán o San Ángel, se trataba de localidades “sanas”, no contaminadas por el humo o el ruido de la industria, y muy cerca de la ciudad de México: solamente a media hora en tranvía de mulitas.
Hubo un detalle que los diseñadores del manicomio modificaron, pues todo el proyecto estaba sustentado en la revisión y análisis de instituciones francesas, inglesas y estadunidenses: el proyecto mexicano redujo el espacio destinado a criminales dementes, pues al hacer diagnóstico en los hospitales mexicanos, y se encontraron con que no había enfermas mentales acusadas de crímenes, y solamente dejaron un espacio más bien pequeño, para varones enfermos criminales. Con los años, esta se convertiría en una flaqueza importante de La Castañeda.
Pero, la irrupción de los movimientos revolucionarios mermaron el apoyo institucional que el manicomio recibía. En 1915, los zapatistas la invadieron y se llevaron cuanto animal comestible encontraron. En el caos, tres pacientes, enfermos peligrosos, lograron evadirse y, convertidos en soldados, se fueron a la bola. Eso fue el comienzo del declive.
Poco a poco, La Castañeda se saturó. La sobrepoblación disminuyó la capacidad de atención, y se admitían pensionistas de todo el país. Con esas presiones, las autoridades del hospital solicitaron, en reiteradas ocasiones mayores recursos al Comité del Sistema de Beneficencia. Todas esas peticiones fracasaron. Para 1920, las raciones de alimento eran mucho más pequeñas, faltaban colchones, ropas adecuadas y los tratamientos y terapias ocupacionales estaban muy disminuidas.
La crisis de La Castañeda se hizo más evidente cuando, en la Navidad de 1947, Goyo Cárdenas, asesino serial de mujeres, se fugó. El escándalo consecuente mostró que en La Castañeda había tal deterioro de las instalaciones que los internos podían entrar y salir del manicomio cada vez que se les antojase, lo mismo caminando tranquilamente por el acceso principal, burlando a los cuatro veladores, o escapando por el agujero de una barda que daba al río. El problema se hizo mayor cuando el director del hospital, repartiendo las culpas por las fugas del famoso asesino, reveló que nadie le había querido enviar policías para vigilar el confinamiento de Goyo Cárdenas, porque les parecía un gasto inútil.
A la larga, Goyo fue enviado a Lecumberri porque era evidente que NO podía estar en La Castañeda. Pero el incidente era un responso por el manicomio, que había envejecido brutalmente en menos de 50 años. Le sustituirían nuevos proyectos más eficaces, mejor planeados. La Castañeda se convirtió en un fantasma de los tiempos porfirianos.
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