Opinión

La diversidad religiosa en AL y la reducción del catolicismo

Retrato de una mujer sonriente con gafas azules
Retrato de una mujer sonriente con gafas azules Retrato de una mujer sonriente con gafas azules (La Crónica de Hoy)

El proclamado desencantamiento del mundo no alcanzó a Latinoamérica. Este vaticinio weberiano que anunciaba que la racionalidad instrumental de la modernidad terminaría por replegar y eventualmente desaparecer la religión se frustró en la vitalidad de la religión practicada y vivida en este lado del mundo.

Lo que más bien observamos, sobre todo en las últimas tres décadas, es una redefinición y reorganización de este amplio campo religioso y las formas de practicar y creer. Es un hecho que América Latina, como bien lo han demostrado numerosos especialistas, dejó de ser católica, en un sentido monopólico.

Los resultados del Pew Research Center (2014) sobre los cambios religiosos en esta latitud geográfica señalan que mientras en 1960 el 90% de la población se adscribía como católica, en la actualidad sólo el 69% de los adultos en la región se identifica como tal. Paralelamente se observa un crecimiento del protestantismo que desde inicios del siglo XXI se mantiene a la avanzada aunque a un ritmo mucho más lento que el observado a finales del siglo pasado. Y aunque no podemos hablar todavía de un franco y abierto pluralismo religioso, es claro que dentro del marco de la economía capitalista de la globalización contemporánea, prosperan formas religiosas caracterizadas por la desinstitucionalización, la individualidad, la hibridación y la movilidad.1

En México, la reconfiguración del campo religioso y su creciente diversidad no son aún completamente visibles en las estadísticas oficiales. Tampoco lo son las distintas maneras de creer y practicar dentro del marco aún estructurante del cristianismo, especialmente de la religiosidad popular.  De no ser por los trabajos de corte antropológico no podríamos comprender las dimensiones y matices de la heterodoxia y la heteropraxia religiosa en nuestro país, ni tampoco las formas colectivas que las revivifican.2 No es casualidad que sea a finales del siglo XX cuando se  observa una reorganización evidente de este campo, en un contexto mundial caracterizado por lo que David Harvey en su libro La condición de la posmodernidad (1989) describió como la compresión del espacio-tiempo, o un “encogimiento del mundo” en palabras del antropólogo brasileño  Gustavo Lins Ribeiro, en el que se identifica una clara intensidad de la circulación de cosas, personas, bienes, símbolos e información a una escala global sin precedentes.

No es pues la novedad de estos flujos lo que se pone de relieve, sino su complejidad, intensidad y velocidad gracias a las nuevas tecnologías en comunicaciones y transportes. La circulación de las religiones, sus prácticas, símbolos, y saberes en este contexto, alcanza así coordenadas geográficas y culturales impensables y apropiaciones y sentidos inéditos.

Es en este marco que podemos explicar en parte la presencia contemporánea de las religiones afroamericanas en México tales como la santería, el palo monte, el candomblé, o el vudú, entre otras, gestadas a partir de casi cuatro siglos de comercio trasatlántico de personas esclavizadas de África en tierra americana y que desde la segunda mitad del siglo XX comenzaron a expandirse más allá de las fronteras étnicas y nacionales que las vieron nacer.

A pesar de su crecimiento, estas religiones fueron hasta hace muy poco reconocidas por el INEGI, sin embargo no cuentan con el estatus jurídico de Asociación Religiosa, ni tampoco con una valoración social positiva, lo que desvela un campo de poder que tiende a marginarlas y estigmatizarlas.

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La imagen y representación de estas religiones, consideradas por el ciudadano común como brujería, se han nutrido de las versiones hollywoodescas recreadas en la prensa de nota roja y del imaginario sobre las “sectas”, lo que vino a exponenciarse en la década de los 80, dentro de un contexto en el que Estados Unidos desata la guerra antidrogas y México va cobrando un protagonismo geopolítico en la materia. A menudo se piensa que son los narcos o la gente ignorante y de escasos recursos económicos los adscritos a estas religiones, pero los estudios antroplógicos sobre las mismas demuestran la heterogeneidad de sus adeptos, muchos de los cuales pertenecen a las élites económicas y políticas y cuyas reapropiaciones están muy lejos del mundo criminal.  

El censo de 2010 registró a nivel nacional un total de 7,204 afiliados, una cifra imprecisa, debido entre otras razones a que los practicantes de estas religiones a menudo se identifican también como católicos, espiritistas, espiritualistas trinitarios marianos, afiliaciones que aparecen en el primer plano del censo.  En todo caso lo que es importante destacar no es tanto la dimensión cuantitava del fenómeno sino la cualitativa y las luces que ambas en conjunto arrojan. Estamos ante religiones que han florecido sobre todo en ciudades catalogadas como cosmopolitas, turísticas y fronterizas.

El Distrito Federal y sus zonas conurbadas con el Estado de México constituyen el área en la que se concentra el mayor número de adeptos. La santería denominada también “religión Yoruba” es probablemente la mayoritaria, junto con el palo  monte que desafortunadamente no figura en el censo. Desde los años 70 es practicada en la capital y hasta los años 90 se aprecia su expansión. Hoy está presente en prácticamente todas las ciudades importantes del país.

Otro de factores que explican su crecimiento,es que la visión del mundo que propone no opera en oposición a los valores y prácticas de los mexicanos que se adentran de una u otra forma a la misma, sino que germina a partir de un subsuelo cultural y religioso de larga data con el que se refuerza y dialoga. Estos mexicanos comparten con muchos de los feligreses en América Latina que abandonaron el catolicismo, el deseo de establecer un vínculo más personal con Dios,3 salvo que en este caso, los adeptos se siguen manteniendo como católicos demostrando así las diversas formas de creer y practicar desde la “multipertenencia”.

Apuestan por tener “un pedacito de Dios en casa” lo que implica que no se necesita de un administrador eclesiástico de la fe como intercesor o de un templo avalado de “manera oficial” para entablar una comunicación con los seres de un mundo numinoso. La presencia y reanclaje de las religiones afroamericanas en el país, no son en este sentido ningún exotismo, sino parte de un fenómeno más amplio que permite dar cuenta de los denominadores comunes de la pluralidad y experiencia religiosa contemporánea en México y otros países de América Latina.

1Parker, Cristian (2011), “Una visión sobre América Latina. Cambios religiosos, fronteras móviles e interculturalidad”, en HIGUERA Bonfil, Toño (coor.) Religión y Culturas contemporáneas, Universidad Autónoma de Aguascalientes/RIFREM.pp. 15-40

2Véanse los dos tomos del Atlas de la Diversidad Religiosa en México

3 Véase el documento de resultados del PewResearch Center referido en el texto.

* Investigadora del CIESAS-Peninsular

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