
Para todo Marx, mezcal; para todo bien, también.
Un fantasma recorre al mundo, mejor dicho, una maldición: el legado negro de Carlos Marx. Este 2018 que se cumple el bicentenario de su nacimiento, y 170 años de la publicación del Manifiesto Comunista, hay menos entusiasmo para festejar que interés por desempolvar los archivos, hacer el inventario de la catástrofe y sacar cuentas en el censo macabro de los muertos que nos dejaron casi dos siglos de aspiraciones, implantaciones e inspiraciones comunistas.
Un libro publicado en Francia hace una década nos ofreció con incontenible morbo y paciente estupor la estadística del terror: cien millones de muertos a consecuencia del comunismo. 20 millones en la URSS, 65 millones en China, un millón en Vietnam, 2 millones en Corea del Norte, otros tantos en Camboya, millón y medio en Afganistán, un número similar en África, y 150 mil en América Latina.
Pobre de Carlos, pobre de Federico, nunca hubieran imaginado los alcances de la Marxdición.
El libro se detiene sobre todo en los regímenes comunistas propiamente establecidos, esto es, con sistema de Partido Único, Gulag, Comité Central y “centralismo democrático”. “El comunismo real —nos dice el autor—puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno”.
Pese a todo, era de esperarse. Lo que ocurrió con el comunismo internacional no es menos terrible que los sucesos trágicos que azotaron a la familia de Carlos Marx. La tragedia mundial no es sino una prolongación aparatosa de la tragedia familiar. En efecto, se sabe que Carlos Marx procreó siete hijos, y que todos ellos corrieron con un destino fatal.
De los siete que tenía, tres se murieron en los primeros meses de vida, víctimas del frío, la pulmonía, la desnutrición y la falta de higiene. A pesar de la miseria, Marx pudo crecer a otras tres hijas con su mujer, Jenny. Pero ninguna de ella conoció final feliz.
La primera, llamada Jenny igual que su madre, murió de tuberculosis antes de cumplir cuarenta años. La segunda, Laura, se casó muy joven, tuvo tres hijos, y los tres murieron en la infancia. Desesperada, ella y su esposo, se inyectaron morfina hasta suicidarse.
La tercera, Eleonor, la más famosa de las hijas de Marx y quien trabajara como su secretaria hasta su muerte en 1883, con el pasar de los años, y ya en calidad de solterona, ingenuamente se enredó con un estafador inglés que se hizo pasar por socialista cuando en realidad su único objetivo era quedarse con el dinero que Federico Engels legó a Eleonor. Tras darse cuenta del engaño, Eleonor tomó el mismo camino de su hermana Laura: se suicidó con veneno.
Hasta aquí van seis, falta uno para completar los siete. Se trata del único hijo varón que engendró Marx y le sobrevivió, su nombre: Frederick. Este último no murió en la infancia, ni se suicidó, a él le pasó otra cosa: era bastardo, el fruto de un desliz “marxista” con Helen, la sirvienta de la casa. Con esa marca deleznable en su tiempo, vivió y murió hasta los 78 años.
De manera que los cielos de la felicidad, vieja aspiración comunista, pocas veces se asomaron en el horizonte de la prole de don Carlos. Una prole, vaya paradoja, proletaria.
Mientras Karl Marx luchaba por establecer un nuevo orden social en el que ningún ser humano sería explotado por otro, obligaba a Helen, su sirvienta, a renunciar a su maternidad y regalar al hijo que engendró con ella, producto de sus encuentros sexuales, debido a que el gran parecido físico que el niño tenía con él podía manchar su imagen.
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