Cultura

La Psicóloga, de Helene Flood

Dos mujeres en el puente
Dos mujeres en el puente Dos mujeres en el puente (La Crónica de Hoy)

Fragmento

Viernes, 6 de marzo: el mensaje

Fuera todavía estaba oscuro cuando se marchó. Me desperté cuando se inclinó sobre mí para besarme en la frente.

—Me voy ya —susurró.

Me di la vuelta, aún adormilada. Él llevaba el abrigo puesto, la bolsa colgando del hombro.

—¿Te vas? —murmuré. —Sigue durmiendo —dijo

Oí sus pasos en la escalera, pero me quedé dormida antes de que cerrase la puerta tras de sí.

Cuando me despierto, estoy sola en la cama. por la ranura que queda entre la persiana y el marco de la ventana se filtra un tenue rayo de sol que me da en los ojos y me arranca del sueño. son las siete y media. no es mala hora para levantarse.

Me dirijo descalza hacia el cuarto de baño, sorteando las virutas de madera aglomerada que hay sobre la alfombra del pasillo y los húmedos palés de madera que cubren el suelo de adobe del lavabo. No tenemos lámpara de techo ahí dentro, pero Sigurd colocó un foco de trabajo cuando retiró los azulejos y ahí sigue, como una presencia inquietante. Por suerte, a esta hora hay luz natural suficiente como para no tener que encenderlo. Es práctico, como todos los focos, pero su luz es despiadadamente blanca y hace que me sienta como si me estuviera bañando en un vestuario de escuela. Abro el grifo para que el agua se vaya templando mientras me desnudo. Hay que cambiar el calentador, pero Sigurd suele bañarse rápido y yo hoy no voy a lavarme el pelo, por lo que habrá agua caliente para los dos.

La mampara de la ducha es de plástico. También se suponía que iba a ser temporal. Sigurd ha diseñado una ducha para nosotros, una cabina de ladrillo con puerta de vidrio y pequeños azulejos blancos salpicados de azul. De todas las habitaciones a medio hacer que hay en la casa, es en el cuarto de baño donde esa situación resulta más evidente. Los azulejos viejos han desaparecido y los nuevos no han sido colocados aún. No tenemos iluminación, ni cortinas en condiciones. Caminamos por encima de palés para no estropear el suelo, hay un agujero en la pared del que sale el agua, y tenemos esta mampara provisional, un vestigio del abuelo materno de Sigurd. Durante un tiempo conseguí imaginarme cómo llegaría a ser la casa cuando deambulaba por ella en obras: los azulejos salpicados de azul, las paredes lisas, los focos empotrados; notaba las cálidas baldosas bajo las plantas de los pies, el agua caliente perfectamente regulada por una regadera moderna con varias funciones. Ahora, en cambio, lo único que veo es todo el tiempo que esto nos va a llevar. Mientras pongo la mano bajo el chorro de agua y noto que la temperatura va subiendo, me doy cuenta de que, de alguna manera, he dejado de creer que vayamos a terminar la casa algún día.

El agua caliente me despeja. Aquí dentro hace frío. En el dormitorio se está bien, pero el cuarto de baño está congelado. el invierno ha sido largo, y me he pasado todas las mañanas dando saltitos desnuda con una mano debajo del chorro de agua. ahora, al menos, se va acercando la primavera. el baño me sienta bien, martillea mi fría piel; acumulo agua con las manos y me mojo la cara, sintiendo que por fin dejo la noche atrás y el día se aferra a mí.

Viernes. Tres pacientes, la pandilla habitual de los viernes. Primero Vera, luego Christoffer y, finalmente, Trygve. Es mala idea poner a Trygve el último un viernes, pero resulta muy tentador cada semana cuando acabo la consulta. Acumulo agua con las manos de nuevo, me la echo en el rostro y me froto las mejillas. Sigurd se quedará en Norefjell con sus amigos hasta el domingo. Estaré sola todo el fin de semana.

Regreso a la habitación para vestirme, no quiero estar en el baño ni un segundo más de lo necesario. Me siento en la cama. Noto un denso olor a sueño, mío seguro, y quizá también suyo. No he mirado el reloj cuando se ha ido, tal vez hayan pasado ya varias horas. No tenemos ningún armario, pero Sigurd ha montado una barra de metal entre el conducto de la chimenea y la pared en la que hemos colgado vestidos, camisas y chamarras. Su ropa está colocada de cualquier manera; la mía está dispuesta por colores en una fila ordenada. Miro la suya: no parece que falte nada, pero también es cierto que se iba directo a la montaña. La bolsa que había en el suelo no está, y recuerdo que la llevaba colgada del hombro cuando se ha ido. Me pongo unos pantalones, me visto de forma sencilla y elegante para el día y, mientras elijo una fina blusa de color azul, pienso que en tan sólo cuestión de horas puedo volver a venir aquí y agarrar algo de ropa deportiva si decido ir al gimnasio, o ponerme un pantalón de pijama y una camiseta amplia si prefiero no salir. Únicamente tengo tres pacientes.

Tres pacientes es en realidad muy poco. Debería atender a cuatro todos los días, y lo óptimo sería tener cinco uno o dos días a la semana. Ésos fueron los cálculos que hice cuando empecé a trabajar por mi cuenta.

—En un consultorio privado hay menos papeleo — le dije a Sigurd mientras lo planificábamos sentados en la cocina de nuestro viejo departamento en el parque de Torshov, elaborando el presupuesto en una hoja de Excel—; podría atender a cuatro pacientes todos los días sin problemas, quizá cinco. Cinco la mayoría de los días. Al menos una vez por semana, pero, vamos, no nos vendría mal algo más de dinero.

Nos reímos.

—No vayas a matarte de trabajo... —contestó Sigurd.

—Mira quién habla —repliqué.

Él empezó a trabajar por su cuenta en esa misma época, había hecho sus propios cálculos, que introdujo en la misma hoja de Excel. Mínimo ocho clientes a la vez, aunque si pudieran ser diez, mejor. Ayudaría a los otros socios cuando lo necesitasen; todas las horas contaban.

—Habrá que hacer algunas horas extras —nos dijimos—, pero eso significa más ingresos, es dinero para el bote común.

Ahora casi todos los días tengo tres pacientes y es excepcional que reciba a cinco en una misma jornada. ¿Por qué ha acabado siendo así? Encontrar pacientes resulta más difícil de lo que había esperado, y los adolescentes cancelan sus citas a menudo, pero eso es sólo parte del motivo. Me abrocho los últimos botones de la blusa, que queda cerrada de forma decorosa. Se me olvidó calcular un factor importante aquel día en la cocina de Torshov, con la vieja lámpara de escritorio de Sigurd iluminando la computadora y los papeles sobre los que garabateábamos: el factor humano. Incluso yo, que disfruto de la soledad, necesito de los demás. Descarté a mis compañeros de un plumazo, y jamás habría imaginado que me sentiría sola. Que eso me convertiría en una persona pasiva. Si alguien me hubiese dicho hace un año lo duro que iba a ser promocionarme para conseguir más pacientes, las reticencias con las que iba a encontrarme, no lo habría creído.

Para mí, el desayuno es la mejor comida del día. Me siento frente a la isla de la cocina con el periódico, una rebanada de pan y una taza de café. Prefiero comer sola. Sigurd siempre se va temprano, tras beberse de un trago el café de pie junto a la barra. A mí me gusta tomarme mi tiempo. Leer los artículos de opinión del Aftenposten, las reseñas de cine. Contemplar el día.

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