Opinión

La torta, el corte de pelo y los fajadores

Francisco Báez Rodríguez
Francisco Báez Rodríguez Francisco Báez Rodríguez (La Crónica de Hoy)

A primera vista, las precampañas presidenciales parecen raras, por decir lo menos. López Obrador se corta el pelo, Anaya toca el teclado, la esposa de Meade va de compras al súper, López Obrador nos entera de que le canta “Las Mañanitas” a su mujer, Anaya presume que lleva a su hijo a la escuela, Meade, que va en un camioncito de aeropuerto. ¿De qué se trata? ¿Estamos en una obra de Ionesco, autor del teatro del absurdo, o qué?

Se trata de que, en un país como México, esas banalidades no son tan banales. Sucede que el hartazgo de la gran mayoría de los ciudadanos hacia la clase política en su conjunto es enorme. Y sucede que existe la percepción de que viven en otra realidad, llena de privilegios. A cada rato, sus reacciones y actitudes nos hacen pensar que desconocen la vida y los problemas de los ciudadanos normales, y eso genera un divorcio, la sensación de que de un lado están “ellos” y del otro, “nosotros”.

En las encuestas de opinión se suelen medir atributos y debilidades de los políticos. Preparación, honestidad, veracidad, capacidad para el puesto. De manera sistemática, hay un atributo que falta: “es cercano a la gente como yo”. Se piensa, no sin razón, que la cercanía a la gente normal provoca un interés genuino en su situación, y voluntad de solucionar los problemas. Del otro lado, alguien alejado de los ciudadanos difícilmente es bien visto para representarlos.

Lo que quieren hacer los candidatos es mostrarnos que sí son humanos. Que hacen cosas cotidianas, que tienen familia, que son capaces de comer una torta ¡con la mano!

Ahora eso es lo que se quiere dar a entender como “comunicar con la gente”. Vaya, si así lo hacían Clinton, Obama y hasta Trump.

En ese sentido, la (pre)campaña de 2018, hasta el momento, ha sido diferente a las dos anteriores. Hace seis años, la apuesta del PRI fue la de la experiencia de gobierno (el concepto de que sí sabían cómo resolver los problemas); si el candidato Peña Nieto obedecía a las formas y rituales del viejo PRI, solemne en su discurso y tradicional en el baño de masas, eso sólo servía para reforzar la sensación de un venturoso regreso al pasado. Mientras tanto, la futura primera dama ponía su fama en la televisión al servicio de la campaña: sus personajes habían estado en casa de millones de familias mexicanas. Josefina Vázquez Mota no hizo hincapié en su cotidianeidad (bueno, no hizo hincapié en nada) y Andrés Manuel osciló entre su “república amorosa” y los cambios de raíz, pero no se preocupó mucho en tocar la vena de la cercanía popular (tal vez porque sabía que, en eso, llevaba ventaja).

Efectivamente, tras seis años las cosas son distintas. El regreso al pasado no resultó tan venturoso, y el partido en el gobierno no puede repetir la fórmula. El PRI lanzó un candidato con buenas credenciales técnicas y académicas, pero que suele ser visto como un frío “tecnócrata”. El abanderado del PAN (y del PRD en el Frente) no es precisamente carismático, sino lo contrario, y en el equipo de López Obrador se dieron cuenta, con algunos añitos de retraso, que parte de los rechazos que su líder genera son porque es justamente considerado parte de la misma clase política que dice combatir. Todos quieren arreglar ese asunto, que no es menor.

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Por lo pronto, quien ha hecho mejor trabajo para dar la idea de cercanía popular es AMLO. El documental que le hizo Epigmenio Ibarra es mucho mejor que el bodrio que le preparó Mandoki hace 12 años. Nos da la idea de un hombre anclado en un pasado idílico, el de su infancia y juventud tabasqueña, pero que está a gusto con sus viejos amigos del pueblo. Si uno lo ve con atención, termina preocupado ante una visión periférica del país, una visión romántica y poco anclada en la realidad, que no es la que debería de tener un Presidente, pero eso no es lo que se busca. No se quiere debatir ideas o propuestas para el cerebro analítico, sino proyectar una imagen para los sentimientos.

El PRI buscará responder a esto con una imagen más combativa de Meade. La hemos empezado a ver en días recientes, ahora que uno de los políticos más rudos del país se ha puesto de asesor y vocero de uno de los más técnicos. La pregunta es si el tricolor hará sintonía fina de estas dos características, o si se pasará de ajuste y, en vez de un candidato preparado, con propuestas, pero aguerrido, nos toparemos con un fajador que se quiere hacer pasar por simpático, que tal vez no tenga un estilo tan barriobajero como su asesor, pero que a fin de cuentas suene falso, porque Meade puede ser, si acaso, un estilista del ring, capaz de dar batalla a partir de proyectos bien pensados. El fajador se verá falso, y así no tendrá éxito.

En la alianza del Frente, aún queda mucho por ver. Por lo pronto, con el leitmotiv del combate a la corrupción, ya salió a la palestra el fajador que acompañará a Anaya, al menos hasta que empiece la campaña oficial. El gobernador de Chihuahua, Javier Corral, tomó el asunto de los recursos presuntamente escamoteados a su estado como justificación para iniciar una campaña paralela, en la que se vea un Frente combativo ante los excesos del gobierno, reales y supuestos, mientras Ricardo Anaya se promociona con una imagen menos conflictiva.

Lo lamentable de todo esto es que las campañas pueden terminar siendo más belicosas y mucho menos propositivas que lo previsto, y eso que la vara estaba baja. Lo primero servirá para caldear ánimos de los convencidos y alejar a millones de las urnas y los procesos electorales democráticos. Lo segundo, para vaciar de contenido las decisiones, y para que todo mundo le apueste a las formas. Ahí sabemos quién gana. Y no es la democracia.

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