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Los sucesos sangrientos que estremecieron al país

◗ Magnicidas y secuestradores sorprendieron al país; reaparece el asesinato serial ◗ Floreció el cine mexicano, se convirtió en industria y en fábrica de estrellas ◗ El fin de la guerra mundial inundó al mundo de esperanza; nuestro país anhelaba concretar su modernización

María Félix y su hijo
María Félix y su hijo María Félix y su hijo (La Crónica de Hoy)

Con todo y nuestros afanes de modernidad, la condición humana siempre ha tenido esos pliegues oscuros que revientan en la violencia, en la sangre, en el crimen. La década de los 40 del siglo XX empezó con atentados y un magnicidio, y terminó con un avionazo trágico: murieron estrellas de cine, personajes internacionales, prostitutas humildes y alguna estudiante. Todos esos sucesos impactaron en las emociones y en la imaginación de los mexicanos, que, a ratos, se olvidaban de las historias de guerra, para, con el alma en un hilo, seguir los hechos de sangre más sonados.

Quizá a la gente de a pie no le importaba tanto que el ex–Comisario de Guerra de la Unión Soviética, que traía consigo el halo de una profunda enemistad con José Stalin, el amo de la URSS, viviera en México desde 1937. En un país donde se insultaba con facilidad arrojando el epíteto “comunista”,  la presencia de León Trotsky daba para especulaciones, suspicacias y franco rechazo. En mayo de 1940, establecido en una casa de la calle de Viena, en  Coyoacán, Trotsky había sufrido un atentado a tiros del cual logró escapar, y en el cual estuvo involucrado el muralista David Alfaro Siqueiros.

La muerte alcanzó a Trotsky unos meses después, en agosto de ese mismo año. Entró a su despacho con Frank Jackson, o Jacques Mornard o Ramón Mercader (su verdadero nombre, conocido hasta 1950), agente soviético, que, con un piolet que se haría célebre en los anales de la nota roja mexicana, atacó a Trotsky, clavándoselo en el cráneo.

Trotsky cayó en coma y murió el 22 de agosto. Se harían famosas las fotografías del médico legista sosteniendo en sus manos enguantadas el cerebro del líder soviético. A sus funerales asistieron unas 300 mil personas, y luego fue cremado, para incomodidad de los mexicanos que no acababan de acostumbrarse a esas maneras de irse al más allá.

En 1941, la imaginación popular permitió que de una mujer llamada Felícitas Sánchez, y apodada “la descuartizadora de la colonia Roma”, se dijera que era la responsable de que aparecieran en las calles del rumbo “pedazos de niños” y “fetos en botes de basura”. Se trataba de una mujer que se dedicaba a “salvar reputaciones”, practicando abortos, en las cercanías del Toreo de la Condesa. Aún daba de qué hablar aquel asunto, cuando, en septiembre de 1942, una de las formas más inquietantes del homicidio, el asesinato serial, apareció en el México ensimismado en su participación en la Guerra Mundial.

Hecho insólito, llenó páginas y páginas de los periódicos y los semanarios de la época. No se sabía de un criminal así desde los lejanos tiempos porfirianos, cuando el torvo Chalequero asesinaba mujeres a la orilla del Río Consulado. Esta vez, el horror tenía la forma de un hombre joven, flacucho, con aspecto tímido, responsable de la muerte de cuatro mujeres jóvenes. Su nombre era Gregorio Cárdenas. Durante décadas, la prensa se referiría a él, familiarmente, como “Goyo”.

“Estudiante monstruo asesina a 4 jovencitas”, cabeceó algún periódico el 4 de septiembre de 1942, cuando Goyo Cárdenas fue encarcelado, al encontrarse los cuerpos de cuatro mujeres, estranguladas y enterradas en el patio de su casa, de la calle Mar del Norte, en Tacuba. Todo el país se estremeció, entre el horror y la compasión hacia las víctimas, que no disminuyó cuando se supo que algunas de ellas se dedicaban a la prostitución. A Goyo lo llamaron de  mil maneras: “chacal”, “monstruo”, “troglodita”, “bestia humana”, “de rostro simiesco” (¡), “Barba Azul”, “erotomaniaco infrahumano”,” sádico y cínico criminal”; “lobo feroz”, “tigre”, “el asesino máximo de todos los tiempos”. Sorprendía su aparente serenidad, que desató el debate: ¿El asesino era un criminal o simplemente estaba loco? Con la indignación colectiva a flor de piel, el semanario Tiempo le preguntó a los ciudadanos: ¿Debe restablecerse en el Distrito Federal la pena de muerte? Cinco mil 325 capitalinos dijeron que sí; 4 mil 838 opinaron que no.

El caso de Goyo competía en las primeras planas con la aprobación, en la Cámara de Diputados, del proyecto der ley que daría origen al Instituto Mexicano del Seguro Social; mientras Pemex pregonaba, con abundante publicidad, las bondades de los aceites lubricantes que producía, tan buenos para dejar unos patines en espléndida forma y como para poner al centavo las máquinas de escribir. Y mientras la “juventud patriota” se arremolinaba para recibir una instrucción militar elemental, Goyo era ingresado en un hospital siquiátrico, después de que todo el país se había enterado de los extraños accesos que lo invadían, con mareos, súbitos calores, torbellinos silbando en sus oídos; accesos que terminaban con una muchacha, muerta, a sus pies.

Goyo se volvería una celebridad del mundo carcelario mexicano, y muchos años después llegaría a considerársele un ejemplo de la reinserción social. En su honor, el Taller de Gráfica Popular, que cada año producía sus calaveras, para regocijo de los lectores, influenciadas por los sucesos del momento, se superó a sí mismo: ya habían publicado las “Calaveras aftosas”  —por la epidemia de fiebre aftosa, desatada por el consumo del leche bronca de vacas infectadas— y las “Calaveras Chamuscadas (por la guerra); las del día de Muertos de aquel año fueron, naturalmente, las “Calaveras Estranguladoras”.

En aquellos años, fue igualmente sonado el secuestro del niño Fernando Bohigas, que duró seis meses, oculto en una casa de la colonia Moctezuma, primero, y luego en la diminuta calle Mariana Rodríguez del Toro, a unos pasos del Zócalo. En aquellos días, los “robachicos” eran uno de los grandes temores de las madres mexicanas: se hablaba de bandas organizadas que vendían en Estados Unidos a los pequeños secuestrados, o que los ponían a mendigar en México.

Al rubio Fernandito Bohigas, vecino de la calle de Liverpool, en la colonia Juárez, lo buscaron por todo el país, hasta en Cuba; su fotografía se publicaba en los periódicos en busca de alguna señal, de una pista. Así dieron con una mujer de 28 años, María Elena Rivera, amargada por su esterilidad. Fue ella la que se resolvió a secuestrar al niño de dos años y medio, desesperada porque llevaba un año en trámites de adopción sin conseguir un hijo. Dijo a su esposo que “le habían regalado al niño”.  Tiempos eran esos en que los pequeños no deseados, o sin futuro con su familia sanguínea, eran “regalados” para buscarles un mejor futuro.

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