
De asesinos a mártires, de mártires a piezas del olvido y del desprecio. Una pregunta no resuelta hasta ahora resurge ante cada nueva aparición de un magnicida: ¿Qué mueve a un individuo a cometer un homicidio de esta naturaleza? ¿Cuáles son las motivaciones internas que lo impulsan al magnicidio, formen o no parte de una conspiración secreta? ¿Qué otras semejanzas podemos encontrar entre quienes le quitan la vida a una celebridad pública?
Un grupo aparte lo conforman quienes matan por encargo, cuando se trata de un complot planeado y organizado por un grupo sin nombre ni rostro. Tal es el caso del misterioso asesino a sueldo que mató a Martin Luther King y de Daniel Aguilar Treviño, el joven ranchero semianalfabeta, autor material del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu.
Otro grupo lo conforman los asesinos seriales y los fundamentalistas. Los primeros son personas emocionalmente desequilibradas y fácilmente tipificables de acuerdo con la experiencia; los segundos son jóvenes profundamente marcados por las circunstancias externas y suelen ser considerados mártires y héroes en el seno de su comunidad. En todos los casos, sin embargo, la juventud es un rasgo en común.
Así por ejemplo, juventud y fanatismo de diversos signos políticos religiosos y nacionalistas le son comunes a otros magnicidas, entre ellos, el estudiante bosnio que asesinó al archiduque austro-húngaro Francisco Fernando y que fue el causante involuntario del estallido de la Primera Guerra Mundial; José de León Toral, el asesino de Álvaro Obregón; Lee Harvey Oswald, a quien se le acusa de la muerte de John F. Kennedy; el fundamentalista Sirhan Bishara Sirhan, que en 1968 mató a Robert Kennedy; David Chapman, el fanático enloquecido que acabó con la vida de John Lennon; Mario Aburto, el criminal de Lomas Taurinas de 23 años que ultimó a Colosio y Yigal Amir, el fanático de ultraderecha que asesinó a Itzak Rabin.
Cierta tendencia por la escritura megalómana y tanatofílica podría serle común a estos personajes. A la manera de la mala poesía de Rigoberto López Pérez, Mario Aburto escribía en prosa sus propios delirios de libertador y mesías, e incluso buscó un editor para sus esperpénticos textos de loco, redactados sin el menor respeto por la sintaxis y la ortografía, con el título Libro de actas:
“Se hablará mucho de la misión de un hijo mayor de la patria y su hecho, que cambia el rumbo de la historia. Con hechos se obligará al cambio, no con palabras, el pueblo sólo cree en los hechos, no en las palabras contra de las decisiones del pueblo”, escribió Aburto antes de asesinar a Luis Donaldo Colosio.
Si no la escritura propia, aparece entonces la lectura obsesiva y extenuante de algún libro que, de algún modo, los conmueve y estimula a la comisión de un crimen. Es el caso de David Chapman, a quien se le encontró La senda del perdedor, leída y subrayada, una novela de Charles Bukowsky que aborda el tema del fracaso.
El caso más conocido y probado es la relación que existe entre algunos asesinos seriales y magnicidas en Estados Unidos y la lectura de la novela clásica de J. D. Salinger, El guardián en el centeno. Como lo sugiere la película El complot, de Richard Donner (1998), es una realidad que el FBI lleva un registro de cada consulta que se hace de dicha novela en las bibliotecas públicas de Estados Unidos.
Además, todos los magnicidas aquí mencionados repitieron su intención homicida, ya asestando más de un golpe, como Ramón Mercader, o bien jalando en varias ocasiones el gatillo. Hay en esto una intencionalidad evidente y excesiva que causa escalofríos, ya que no sólo revela de sobra la voluntad expresa de matar, sino también el deseo de descargar toda su furia contenida contra la víctima. Quizá de todos ellos fue De León Toral el más sanguinario y decidido: cinco o seis balazos tirados a quemarropa y por la espalda al general Obregón. Algunos testigos que asistieron a la comida en el restaurante La Bombilla, en San Ángel, afirmaron durante el breve juicio que se le hizo al asesino que De León Toral, lejos de mostrarse alterado al momento de disparar, lo hacía con un gesto que mostraba al mismo tiempo odio y satisfacción.
Salvo Rigoberto López Pérez, que no tuvo tiempo de decir ni pio, debido a que murió acribillado por la guardia somocista, los otros magnicidas se caracterizaron por proferir una mezcla extraña de sandeces y desafíos megalómanos a la hora de las declaraciones y las confesiones en el banquillo de los acusados.
La verborrea estúpida e ininteligible, una actitud a un mismo tiempo serena y cínica —casi todos se entregan en el momento mismo del crimen y aceptan sin grandes justificaciones su culpabilidad— y la megalomanía con acento mesiánico le son comunes a los magnicidas que aquí mencionamos.
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