
Resulta difícil decir en qué momento de aquellos días, los de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984, México fue completamente feliz. ¿Cuándo Ernesto Canto y Raúl González hicieron el 1-2 en la prueba de caminata de 20 kilómetros, demostrando que los mexicanos eran potencia en aquella disciplina? ¿En el momento en que Raúl González hizo suya la medalla de oro, unos días más tarde, en la prueba de 50 kilómetros? ¿Cuando terminaron los juegos, con una cosecha de seis medallas para nuestro país?
Eran tiempos en que los jaloneos de la Guerra Fría habían llegado hasta el deporte olímpico: la década había iniciado con unos juegos en Moscú, con la ausencia de los deportistas estadunidenses. Cuatro años más tarde, en los juegos de Los Ángeles, faltaban los deportistas soviéticos. Estados Unidos, decidido a que aquellas Olimpiadas fueran formidables a los ojos del mundo, no había escatimado para hacerlos grandiosos, con fanfarrias que tenían un cierto dejo cinematográfico y su propia reina de la gimnasia, Mary Lou Retton. En ese esplendor, los marchistas mexicanos tuvieron parte destacada: hacia afuera, demostraban que no eran ni afortunados ni improvisados, que aquellas medallas eran producto de muchos años de trabajo y que la escuela mexicana de caminata era una realidad.
México festejó por igual las otras medallas obtenidas en aquellos juegos: las de plata, conseguidas en boxeo y en lucha grecorromana por Héctor López Colín y Daniel Aceves, y la de bronce ganada por el ciclista Manuel Youshimatz. Pero esos oros y esa plata ganados por los marchistas, sabían como la más dulce de las golosinas en los difíciles años de la crisis económica mexicana.
ORO, PLATA Y BRONCE EN UN SOLO DÍA. El Memorial Coliseum Stadium de Los Ángeles rugía. Era el 3 de agosto de 1984 y Ernesto Canto y Raúl González se quedaban con el oro y la plata en la prueba de los 20 kilómetros. Nunca había ocurrido que dos banderas mexicanas ondearan en el podio de los triunfadores al mismo tiempo. Canto y González habían llegado a los Juegos Olímpicos con una interesante racha de triunfos y con el reconocimiento mundial. No faltó el que especulase: tal vez, si los soviéticos hubieran asistido a Los Ángeles, México no tendría tantos motivos de satisfacción. Pero no había mucho con qué respaldar aquellas afirmaciones. Los marchistas mexicanos eran, sin darle muchas vueltas, dos de los mejores que había visto el mundo en el accidentado transcurrir del siglo XX.
Uno y otro tenían muchos años en la marcha. Para González eran sus cuartos Juegos Olímpicos, tal vez su última oportunidad. Su primera participación había sido en 1972, y había acompañado la victoria, en Montreal 1976, de uno de sus compañeros, Daniel Bautista. Canto llegaba calificado como el mejor marchista del mundo, distinción recibida un año antes, en 1983. Ya había sido campeón en Juegos Panamericanos, y ganador del oro de los 20 kilómetros en la primera edición del Mundial de Atletismo.
Aquel 1-2, por lo tanto, no era obra de la suerte, aunque se dice que la diosa Fortuna acompaña a quienes ponen de su parte. La alegría en tierra mexicana subió de punto, cuando, entre los festejos por el triunfo de los marchistas, se supo que el ciclista Manuel Youshimatz ganaba bronce en carrera por puntos.
En una ciudad gringa repleta de mexicanos y de estadunidenses hijos de mexicanos, Canto y González triunfaban. Damilano, el italiano, se quedaba con el bronce. No bien cruza la meta Canto, le alcanzan un sombrero de charro bordado en plata. Se lo pone. Damilano lo abraza. Canto y González se miran. González hace un gesto que lo mismo es la “V” de la victoria que “es el oro y es la plata”. Se abrazan mientras les cae un chorro de agua. Abrazados con Damilano, y provisto González de su respectivo sombrero charro, caminan hacia el podio de la gloria olímpica.
ORO A 38 GRADOS. El verano de 1984 es tremendo en Los Ángeles. La temperatura alcanza los 38 grados cuando Raúl González, ocho días después del triunfo de los 20 kilómetros, alcanza otro oro, en la prueba que mejor domina, la de los 50 kilómetros. Entra al Memorial Coliseum Stadium y los asistentes, que ya saben que es uno de los mexicanos ganadores, le aplauden y lo ovacionan.
González contará años después que un universo de recuerdos rebotan en su cabeza al tiempo que acomete la última vuelta al estadio. Sabe, mientras avanza ese último trecho, que la victoria es suya; Damilano se ha quedado atrás. La plata de ocho días antes es importante, pero no hay nada en el mundo que sepa como el oro olímpico, y ahora, después de cuatro juegos, le pertenece. Por unos segundos, un entusiasta corretea junto a él y le enseña una pequeña bandera mexicana.
Seguridad aparta al espontáneo. A González, que no baja el ritmo, le brotan las lágirmas en esos últimos metros, y aún con lágrimas en el rostro cruza la meta. Extiende los brazos, el “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!” suena para él. Como ocurrió con el lugar de nacimiento del Toro Valenzuela, en su tierra se vuelve novedad y se repite una y otra vez el nombre del pequeño pueblo de origen del marchista: China, Nuevo León.
Repuesto, Raúl González recorre el estadio. Tiene sombrero charro, un ramo de rosas, una pequeña bandera. Se acerca a las gradas y consigue una bandera más grande. Ya da una nueva vuelta al estadio, agradeciendo las ovaciones cuando aparece el dueño de la plata, el sueco Gustafsson. Ahora se sabe: González impone récord olímpico: 3 horas, 47 minutos, 26 segundos. Tres años más tarde de aquel momento, en 1987, Raúl González es designado el mejor andarín del siglo XX.
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