
A Craig
Si alguien subiera a los cielos y contemplara la naturaleza del mundo y la belleza de las estrellas, la admiración que sentiría le parecería desagradable, pero sería en cambio la más placentera si tuviera a alguien con quien compartirla.
Cicerón
De la amistad
Mi última biblioteca estaba en Francia, dentro de un viejo presbiterio de piedra al sur del valle del Loira, en una aldea tranquila de menos de diez casas. Mi compañero y yo elegimos ese lugar porque junto a la casa había un granero, parcialmente derribado siglos atrás, lo bastante grande como para albergar mi biblioteca, que para entonces ya tenía treinta y cinco mil libros. Yo pensaba que, una vez que los libros encontraran su lugar, yo encontraría el mío. Estaba equivocado.
Supe que quería vivir en esa casa la primera vez que abrí dos pesadas puertas para carruajes que daban al jardín desde la entrada. Lo que se veía, enmarcado por un portal arqueado de piedra, eran dos antiguas sóforas que proyectaban su sombra sobre un suave césped que se extendía hasta un muro gris en el fondo. Nos habían dicho que, durante las guerras campesinas, se habían construi- do túneles abovedados debajo de ese terreno que comunicaban la casa con una torre lejana y ahora derruida. A lo largo de los años, mi compañero cuidó el jardín, plantó rosales y un huerto y se ocupó de los árboles, muy maltratados por los dueños anteriores, que habían llenado uno de los troncos huecos con basura y habían dejado que las ramas altas se volvieran peligrosamente frágiles. Cada vez que paseábamos por el jardín decíamos que éramos los guardianes, nunca los dueños, porque (como ocurre con todos los jardines) parecía que ese sitio estaba poseído por un espíritu independiente que los antiguos llaman numen. Plinio, cuando explica lo numinoso de los jardines, dice que se debe a que en otros tiempos los árboles eran los templos de los dioses y que esos dioses no habían olvidado. Los frutales del fondo del jardín habían crecido sobre un cementerio abandonado que se remontaba al siglo ix; tal vez los antiguos dioses también sentían que aquel era su hogar.
Había una tranquilidad extraordinaria en ese jardín amurallado. Cada mañana, cerca de las seis, yo bajaba, todavía un poco dormido, me preparaba una jarra de té en la oscura cocina de vigas y me sentaba junto a nuestra perra en el banco de piedra del exterior a contemplar cómo la luz de la mañana se arrastraba por la pared del fondo. Luego iba con ella a mi torre, que estaba adosada al granero, y leía. Sólo el canto de los pájaros (y, en verano, el zumbido de las abejas) interrumpía el silencio. Al crepúsculo, unos murciélagos diminutos volaban en círculo y, al amanecer, las lechuzas del campanario de la iglesia (jamás entendimos por qué elegían construir sus nidos bajo el repicar de las campanas) bajaban en picada para cazar su cena. Eran lechuzas comunes, pero en Nochevieja una gigantesca lechuza blanca, como el ángel que según Dante guía la embarcación de las almas hasta las orillas del Purgatorio, se deslizaba silenciosa en la oscuridad.
Ese antiguo granero, cuyas piedras llevaban la firma de sus constructores del siglo xv, albergó mis libros durante casi quince años. Bajo un techo de vigas desgastadas, reunía los sobrevivientes de numerosas bibliotecas anteriores, desde mi infancia en adelante. Había sólo unos pocos libros que tendrían valor para un bibliófilo serio: una Biblia ilustrada de un scriptorium alemán del siglo xiii (regalo del novelista Yehuda Elberg), un manual para inquisidores del siglo xvi, algunos libros de artistas contemporáneos, unas cuantas primeras ediciones difíciles de encontrar y muchos ejemplares firmados. Pero yo no disponía (como tampoco dispongo ahora) de los fondos ni del conocimiento necesarios para convertirme en un coleccionista profesional. En mi biblioteca, lustrosas y flamantes ediciones de bolsillo se encontraban democráticamente junto a patriarcas de aspecto severo encuadernados en cuero. Los libros más valiosos para mí eran ejemplares con los que guardaba una relación personal, como, por ejemplo, uno de los primeros que leí, una edición alemana de 1930 de los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm, impresa en una sombría letra gótica. Muchos años después volvía a revivir recuerdos de mi infancia cada vez que pasaba las hojas amarillentas.
Instalé mi biblioteca de acuerdo con mis propias necesidades y prejuicios. A diferencia de una biblioteca pública, la mía no precisaba de códigos comunes que otros lectores pudieran entender y compartir. Una cierta lógica estrambótica gobernaba su geografía. Las secciones principales estaban determinadas por el idioma en que estaban escritos los libros; es decir que, sin distinción de género, todos los libros escritos originalmente en español o francés, inglés o árabe (siendo este último un lenguaje que no hablo ni en el que leo) estaban juntos en los mismos estantes. Determinados temas —la historia del libro, comentarios bíblicos, la leyenda de Fausto, literatura y filosofía del Renacimiento, estudios gais, bestiarios medievales— tenían sus secciones separadas. Algunos autores y géneros ocupaban un lugar privilegiado: yo coleccionaba miles de novelas de detectives pero muy pocos relatos de espías, más Platón que Aristóteles, las obras completas de Zola y prácticamente nada de Maupassant, todo John Hawkes y Cynthia Ozick pero casi nada de los autores de la lista de bestsellers del New York Times. Guardaba en los estantes docenas de libros muy malos que no tiraba a la basura por si alguna vez necesitaba el ejemplo de un libro que me pareciera malo. En El primo Pons, Balzac ofrece una justificación de esta conducta obsesiva: “Una obsesión”, escribió, “es un placer que ha alcanzado el nivel de una idea”.
Aunque sabía que sólo éramos guardianes del jardín y de la casa, con respecto a los libros sentía que me pertenecían, que eran parte de mi ser. A veces se habla de personas a las que les cuesta prestar atención o prestar ayuda; yo pocas veces prestaba libros. Si quería que alguien leyera determinado título, compraba un ejemplar y se lo regalaba. Creo que prestar un libro es incitar al robo. En la biblioteca pública de una de mis escuelas había una advertencia tan excluyente como generosa: “Estos libros no son tuyos: son de todos”. Un cartel como ese no podía ponerse en mi biblioteca. Para mí era un espacio completamente privado que al mismo tiempo me rodeaba y me reflejaba.
Cuando era un niño y vivía en Israel, donde mi padre era el embajador de Argentina, con frecuencia me llevaban a jugar a un parque que empezaba como un jardín cuidado y que iba convirtiéndose en dunas por las que unas enormes tortugas avanzaban pesadamente, dejando delicadas huellas en la arena. Una vez encontré una tortuga que había perdido la mitad del caparazón. Me dio la impresión de que me miraba con sus ojos ancianos mientras se arrastraba sobre las dunas hacia el mar, despojada de algo que la había protegido y definido.
Con frecuencia he sentido que mi biblioteca explicaba quién era yo, me otorgaba una personalidad cambiante que se transformaba constantemente con el correr del tiempo. Y, sin embargo, a pesar de esto, mi relación con las bibliotecas siempre ha sido extraña. Me encanta el espacio de una biblioteca. Me encantan los edificios públicos que se erigen como emblemas de la identidad que escoge una sociedad, imponente o discreta, intimidatoria o familiar. Me encantan las hileras interminables de libros cuyos títulos trato de descifrar en su escritura vertical, que tiene que leerse (jamás supe por qué) de arriba hacia abajo en inglés e italiano y de abajo hacia arriba en alemán y español. Me encantan los sonidos amortiguados, el silencio reflexivo, el amortiguado resplandor de las lámparas (especialmente si están hechas de cristal verde), los escritorios pulidos por codos de generaciones de lectores, el olor a polvo y a papel y a cuero, o los olores nuevos a mesas plastificadas y productos de limpieza con aroma a caramelo. Me encanta el ojo al que no se le escapa nada del mostrador de informaciones y la solicitud sibilina de las bibliotecarias. Me encantan los catálogos, especialmente los viejos, formados por cajones con fichas (donde sea que aún sobrevivan) con datos mecanografiados o escritos a mano. Cuando estoy en una biblioteca, en cualquier biblioteca, tengo la sensación de estar traducido a una dimensión exclusivamente verbal por medio de un truco de magia que jamás he entendido del todo. Sé que toda mi historia verdadera está allí, en algún estante, y que lo único que necesito es tiempo y una oportunidad para encontrarla. Nunca lo hago. Mi historia sigue siendo esquiva, porque nunca es la definitiva.
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