
Graciela se asoma por la ventana. Tiene 24 años, pero durante la pandemia ha cortejado a la muerte al menos tres veces. Su mirada tras el cristal salpica infelicidad. Enfermó de coronavirus y por ahora se mantiene aislada en uno de los cuartitos de la casa. Cedérselo no fue decisión fácil en una familia en la cual más de una veintena de personas viven en siete piezas diminutas y, menos, cuando una de éstas fue aprovechada para montar un horno de pan. La venta de bollos es una de las fuentes primordiales de subsistencia para los Caldiño.
Entre la masa de harina, el jugueteo de una decena de chiquillos y la estrechez del espacio, se multiplicaron los contagios, aunque don Pedro, jefe del clan y quien cumplió 73 años, se niega a creerlo. Han presentado síntomas al menos dos de sus nietos, una nuera y tres de sus hijos: María Magdalena, de 47, ya fue hospitalizada en la Unidad General de Milpa Alta. Pelea contra la muerte: los médicos han pedido ya autorización para intubarla.
“Siento que el COVID no ha entrado a mi casa”, insiste él.
En la búsqueda del por qué Milpa Alta, pese a su escasa cantidad de habitantes y densidad poblacional se coloca entre los 10 municipios del país con mayor incidencia de coronavirus, descubrimos su historia, como muchas en esta región abandonada, prolífera en estampas de hacinamiento…
De acuerdo con la última encuesta interestatal del INEGI, en promedio hay 3.4 ocupantes por vivienda en la Ciudad de México, mientras en Milpa Alta 4. Es, de hecho, la alcaldía con grado máximo de hogares apretujados. En la CDMX, 4.6 por ciento de las casas se conforman de un solo cuarto, y aquí 9.6.
Según el Coneval, esta demarcación es una de las de mayor crecimiento en los tiempos recientes, ante la imposibilidad de ampliación en otras zonas de la ciudad. A la par, se han desbordado los índices de rezago social, conforme a indicadores de salarios, educación y vivienda: los ingresos de casi el 3 por ciento de la población, por ejemplo, son inferiores a la línea de pobreza.
Basta alejarse 200 o 300 metros del centro de los pueblos para encontrar familias hacinadas… Y lo inimaginable: moradas con piso de tierra. En el resto de la ciudad los casos son nulos, pero no aquí, donde el porcentaje es superior al 2 por ciento. “Nos dicen en la televisión que los zapatos deben estar aseados, ¿cómo, si siempre los traemos llenos de tierra? Que nos lavemos las manos, que limpiemos los pisos, ¿con qué agua?, ¿quieren que vivamos entre lodo?, pregunta doña Lidia Feria, vecina de San Pablo Oztotepec.
En la travesía hacia estos senderos desamparados asombra el número de pipas destartaladas en vaivén: unas, con bidones de combustible; otras, con tambos de agua. Es un tránsito incesante, sin pausa. Muchas de estas familias excluidas se dedican a almacenar y vender gasolina en sus casas. En Milpa Alta operan sólo dos gasolineras, ambas en la cabecera municipal, pero la mayoría de los conductores, cuyos automóviles carecen de permiso de circulación, prefieren comprar de manera secreta, lejos del radar de los agentes de tránsito.
El índice de agua potable entubada, indicador internacional de desarrollo humano, alcanza 98 por ciento de los hogares en la CDMX, y sólo 87 por ciento de los de Milpa Alta.
“¿Por qué en vez de pegarnos tantos carteles, no usan ese dinero para mandarnos unas pipas, no tenemos agua ni para el baño”, se queja doña Lucia Martínez, del barrio de San Miguel Cuhatete.
A menos de 500 metros hacia las franjas más elevadas de San Salvador Cuauhtenco, el agua se extingue. Los residentes de esas zonas deben emprender largas caminatas para acarrearla desde un tanque en ruinas. Algunos, los menos pobres, optan por cooperarse para comprar de manera ocasional una pipa, la cual se ofrece entre 700 u 800 pesos, negocio fructífero de los caciques.
“Tardé para infectarme, pensé que sería en abril, cuando fui a dar una consulta a San Pablo y el paciente tenía el virus. Lo recuerdo bajo el marco de una puerta que daba a un patiecito. Le daba la corriente de aire y por eso sugerí a los familiares que lo llevaran a su cama. Era sólo caminar unos pasos, pero en ese tramito se desplomó. ´¡Doctora, ayuda!´, comenzaron a gritar. Corrí a reanimarlo, sin tiempo para ponerme los guantes, pero ya no resistió. Murió al borde de la cama. Era un señor como de 40 años, muy gordito, estaban tres hombres ahí y no lo aguantaban”.
—¿Es intimar con la muerte?
—Sí, porque se fue en instantes. ´¡Haga algo, por favor!´, me pedían, pero este virus es despiadado.
De sus pacientes, han fallecido poco más de 10…
—Entonces, ¿cuándo se contagió?
—Empecé con síntomas el 10 de junio. Ni supe cómo: empezaron a llegar al consultorio muchísimos enfermos de San Pablo, San Lorenzo, Xochimilco, Ajusco, Villa Milpa Alta, porque los doctores de otras comunidades cerraron y aquí nos mantuvimos en pie. Entre tantos contagios me desgasté y bajaron mis defensas. Con eso tuve. En San Salvador somos 10 particulares, y sólo quedamos 4. Cuando me infecté, le pedí a mi esposo, quien también es médico pero ya estaba retirado, que atendiera mis consultas. Nunca había trabajado tanto en mi vida: antes de la pandemia daba entre 8 y 10 consultas al día, ahora no bajan de 20.
Hoy las oraciones se centran en María Magdalena, aún hospitalizada, y en su hija Graciela, la joven detrás del cristal y quien parece confundida cuando ve reunirse al abuelo y su descendencia frente al ventanal. Todos los diagnósticos refieren contagios crecientes en la casa, pero don Pedro es incrédulo.
“Mi Magdalena siempre ha padecido de los pulmones: le paga tantito el frío y empieza a toser. Fue al Centro de Salud y le dijeron que era COVID, es un poco supersticiosa y ya no se le quitó la idea de la cabeza. ´Es el dichoso virus´, me decía. ´Cómo vas a creer: si lo fuera, ya nos habríamos muerto todos´, le contestaba. Ella no quería ir al hospital, pero Candelaria, otra de mis hijas que había estado hospitalizada, la convenció. Anduvo deambulando por muchas clínicas, pero no la aceptaban, hasta que una doctora del pueblo nos ayudó a meterla en el General de Milpa Alta”.
La internaron el 18 de julio y sobrevive con dosis diarias de oxígeno. Los médicos han sugerido intubarla ya: se mantienen a la espera de la autorización familiar, postergada por el miedo…
—¿Y su nieta Graciela?
—Ella se resfrió, hirvió hierbas olorosas, absorbió el vapor y salió a la calle: así se enfermó. Ha cometido muchos errores. De repente, pierde la paciencia por no poder salir del cuartito. Le recetaron medicamento, tomó demasiadas pastillas y se dañó más; luego, ya desesperada, le dio un trago al cloro.
Nadie, en la familia, comprende del todo los fantasmas de Graciela. Aún tiene pendiente una cita en el área de salud mental del Centro de Salud, mientras sus hermanos han recurrido a la venta de dulces y gelatinas para compensar la baja en la venta de pan.
—Aquí en Milpa Alta no había habido muertos— suelta con enfado don Pedro.
—¿Y qué pasó?
—Vinieron a fumigar, anduvieron echando ese dichoso polvo en las calles y la gente no lo aguantó. Empezaron a caer como mosquitos. Por eso en Santa Ana Tlacotenco (otro de los barrios de la alcaldía) los pobladores se armaron con palos y empezaron a pelear contra la mentada sanitización.
Leopoldo —otro hijo de don Pedro, de 45 años—, su esposa Norma y una de sus tres hijas —la quinceañera— también se contagiaron. Ellos, en total siete integrantes contabilizando a un yerno y una nietecita, viven en un espacio independiente del terreno.
Él es trabajador de un restaurante en Villa Coapa. Emplea casi cuatro horas al día para el traslado, de ida y de vuelta. Sale de casa a las seis de la mañana y vuelve más allá de las 7 de la noche.
“Dejé de trabajar 3 meses, pero a finales de junio nos pidieron ir hasta Coyoacán para una junta. Siento que me contagié en el transporte. Empecé el día 28 y me vi muy mal, por el dolor de cuerpo y la fiebre que no me paró en una semana”.
—Ya se estaba dando por vencido: no quería tomarse los medicamentos ni levantarse, por eso lo encomendé a la virgen -interrumpe Norma, su compañera, empleada en el Centro Comercial de Galerías Coapa e igual acostumbrada a los trayectos interminables.
—¿Pensaste en la muerte?— se pregunta a Leopoldo, quien durante los días de la enfermedad se apartó en un reducido rincón de la casa, tapizado con hule.
—Es que ya no tenía fuerza, me sentía muy débil, tomaba los medicamentos y no me hacían nada. El peor día, mi esposa me convenció de ir al Seguro y ahí fue donde me levantaron.
En medio de angustias, penurias y agonías, Erika Rojas, una de las nietas políticas de don Pedro, acudió a la presidencia municipal para abogar por los enfermos, pero el edil Octavio Rivero (Movimiento Ciudadano) se escabulló.
“Sus auxiliares nos hicieron dar tres vueltas y al final nos dijeron que el alcalde no podía recibirnos porque estaba ocupado con la contingencia, que fuéramos al hospital. Cuando vino a pedir el voto no le dijimos que estábamos ocupados haciendo el pan o lavando los trastes. ¿O es sólo cuando les conviene? Al menos queríamos ser escuchados. De tanto insistir, nos dieron un teléfono, pero al marcarlo era una simple grabadora”…
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