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Morirse en octubre: el fin del general Francisco R. Serrano

A fines de septiembre de 1927, la ruptura entre el ex presidente Álvaro Obregón y su antiguo “hijo político”, el general Francisco R. Serrano, era total y pública. La crisis dentro del grupo de los revolucionarios sonorenses auguraba persecuciones y muerte; quienes se atrevieron a disputarle la silla al general manco, lo pagaron con la vida.

El asesinato de Álvaro Obregón
El asesinato de Álvaro Obregón El asesinato de Álvaro Obregón (La Crónica de Hoy)

En 1926, nada hacía pensar que la sucesión política del presidente Plutarco Elías Calles acabaría de manera sangrienta. Antiguos compañeros de armas, de zozobras y triunfos, los generales sonorenses habían salido triunfantes de la crisis que supuso la revuelta delahuertista. Ellos seguían en México, rigiendo los destinos del país, mientras Fito De la Huerta, exiliado, ganaba cierta fama en Hollywood con su método de canto, con el que le aseguró el empleo a numerosos actores y actrices que veían con espanto el tránsito el cine silente al sonoro.

Parecía que las complicaciones de 1923 habían quedado atrás. Álvaro Obregón pasaba los días en su finca del Náinari, donde cultivaba garbanzo, ensayaba nuevos cultivos y se metía en aventuras empresariales que resultaron más bien desafortunadas. Eso, sumado a la tentación del poder, lo arrastró de nuevo a la política, de la que en realidad nunca se había retirado. Quiso de nuevo la Presidencia de la República. El problema es que había ya otros aspirantes a la Silla. Dos hombres más jóvenes, formados en las filas obregonistas, hijos políticos, antiguos subordinados, cuyas ambiciones, incluso, habían sido vistas con simpatía por el general manco. Se llamaban Francisco R. Serrano y Arnulfo Gómez.

Empezó el fogueo del elegido. Por un lado, parecía que todo estaba más que conversado. A Serrano se le envió, en  “viaje de estudio”, a Europa, a fin de familiarizarlo con la alta diplomacia y las estructuras militares de otros países. Al menos, ésa fue la versión “oficial”. Las malas lenguas aseguraban que, en un intento por crearle una imagen pública “limpia”, a Serrano se le sacaba del país para que su afición a las juergas desapareciera de los chismorreos políticos. Las mismas malas lenguas afirmaban que, incluso, Serrano había sido obligado a viajar con su esposa, Amada, y tenía prohibido establecerse en París. El viaje del militar inició en octubre de 1924 y terminó cuando se embarcó para México en mayo de 1926.

La estancia europea no había alejado a Serrano de su ambición esencial: la Presidencia. Hoy conocemos un “Acuerdo privado provisional”, fechado en febrero de 1926, donde Obregón se comprometía “solemnemente” a no aspirar a la Presidencia y dejarle el campo libre a su antiguo pupilo. Parecía que todo iría sobre ruedas y que la transición se daría pacíficamente. El problema es que Álvaro Obregón cambió de parecer. Serrano intentó negociar, convencer por las buenas al general manco. Habló de un “pacto de caballeros”. Recibió una respuesta brutal: “Yo te creía inteligente, Serrano; si en México no hay luchas de caballeros: en ella, uno se va a la Presidencia y el otro se va al paredón”. No había más que decir. Uno de los dos moriría en la carrera por la Silla.

Inicialmente, apoyaron a Serrano el Partido Nacional Revolucionario, el Partido Socialista de Yucatán, el Centro Antireeleccionista y la Alianza de los Partidos Antireeleccionistas de los Estados. Pero, poco a poco, la conveniencia política modificó la balanza de fuerzas. El lanzamiento oficial de la candidatura de Obregón detonó una desbandada de leales, quienes vieron más por su sobrevivencia.

Con todo, Serrano seguía siendo un rival de consideración. Era el líder, junto con Arnulfo Gómez, de una generación que también exigía su cuota de poder. Incluso, lanzó un manifiesto con su ideario político, donde lo primero que hacía era descalificar con fuerza la reforma constitucional que facilitaba las ambiciones de Obregón; prometía un seguro obrero y un “fácil acceso a la tierra”, y aspiraba a una relación de amistad, “con dignidad”, con los Estados Unidos.

Mientras, Plutarco Elías Calles intervenía a favor de Obregón. Obligó a la dirigencia del Partido Laborista a manifestar su lealtad al ex presidente, a pesar de que la asamblea y las bases se inclinaban por Serrano e incluso se declaraban antiobregonistas.

Serrano alcanzó a hacer una breve campaña. Cundió el rumor de que él y Gómez conspiraban para levantarse en armas contra Calles, pensando que no habría elecciones limpias.

Si era cierto o no, Calles y Obregón no esperaron a comprobarlo. Sacaron a Gómez de la jefatura de Operaciones Militares en Veracruz, se le invitó a irse del país con un cargo diplomático, pero él rehusó. Aún creía que él también tenía posibilidades en la carrera por la Presidencia.

Los hechos se desencadenaron con rapidez. El 2 de octubre de 1927 se efectuaron maniobras militares en los llanos de Balbuena que dieron credibilidad a los rumores de asonada. Serrano aún no estaba convencido del peligro que corría: se fue a Cuernavaca, con unos pocos amigos, a celebrar el día de San Francisco.

Allí fueron detenidos y conducidos a la Ciudad de México. En el Castillo de Chapultepec se había decidido su destino: morirían antes de llegar a la capital.

Acusados del delito de rebelión, Serrano y sus acompañantes fueron bajados de los autos en las cercanías de Huitzilac, donde murieron baleados sin juicio alguno.

La anécdota cuenta que, cuando Álvaro Obregón vio el cadáver de Francisco Serrano, habló, burlonamente, de la “cuelga” que el militar había recibido por su santo. Incluso, se dice que agregó: “¡Ay, Pancho, mira cómo te dejaron!”

El caso del general Serrano fue, a fines del siglo XX objeto de varios textos producto de las indagaciones del poeta José Emilio Pacheco, que volvieron a narrar los acontecimientos, despojados de la ficción; así resurgió el asesinato en toda su crudeza. Hoy día, las cruces de Huitzilac aún permanecen en aquel punto de las carreteras morelenses, como mudo recordatorio de un pasado brutal.

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