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Pánico en la oscuridad: la Noche Triste

Un texto de nuestra colaboradora Bertha Hernández en el que aborda los acontecimientos que dieron lugar a la llamada "Noche Triste" para Cortés

La batalla de Otumba
La batalla de Otumba La batalla de Otumba (La Crónica de Hoy)

Ojo por ojo, diente por diente. La Matanza del Templo Mayor era una ofensa imperdonable. La imprudencia o la ambición de Pedro de Alvarado desató la furia de los mexicas, quienes ignoraron los regaños y los llamados al orden de Moctezuma Xocoyotzin. Una lluvia de piedras e insultos cayó sobre el tlatoani, al que protegían Cortés y el comendador Leonel de Cervantes. Una piedra golpeó en la cabeza al señor de los mexicas. Moriría a los tres días, y nada contendría a los que anhelaban cobrar venganza

Como en un sueño, el astrólogo Blas Botello sintió que no había suelo bajo sus pies. ¿Era la lluvia, eran las aguas del lago las que lo envolvían, tapándole la nariz con sus dedos ligeros pero poderosos? Nada veía en la oscuridad; nada escuchaba con claridad en medio de la barahúnda. ¿Dónde están los otros? ¿Dónde el capitán Cortés?

—“¿Me habré equivocado?”—Alcanzó a pensar. Cortés se había fiado de su sapiencia; era él, el astrólogo quien le había asegurado que esa noche era la propicia para abandonar Tenochtitlan antes de que los mexicas, enardecidos por el asesinato masivo en el Templo Mayor arremetieran en el palacio de Axayácatl, donde se habían hecho fuertes.

Hay quien dice que los últimos minutos de vida parecen correr más despacio. Mientras se hundía en el lago, alanceado, golpeado, ahogándose, muriendo sin darse cuenta de que moría, pensó en Moctezuma, herido de muerte por una piedra lanzada por su propia gente; despojado, a partir de entonces, de toda gana de vivir. Él era el último dique que contenía la ira de los mexicas, y aunque, contando con los aliados tlaxcaltecas aguantaron varias jornadas de combates, no había español sin herida, y ese ruido que no cesaba: ese coro de aullidos e injurias que atravesaba el aire a toda hora, les estaba destrozando los nervios. Era preciso irse, resolvió Cortés. Y él, el astrólogo dio la fecha propicia….

Mientras se abandonaba a la densa oscuridad del lecho fangoso del lago, Blas Botello alcanzó a darse cuenta de que no se había equivocado de momento. Lo que ignoraba es que su vida y las de cientos de aliados, príncipes mexicas y algunos españoles, eran el precio a pagar para que una parte de la expedición alcanzara a salir de la ciudad.

El astrólogo pudo recordar, todavía, que Cortés no hizo caso de sus agüeros, pero él, insistente, se lo fue a contar a Alonso de Ávila, y éste a Alvarado, y la voz se corrió entre todos los hombres. Sólo cuando todos los capitanes se unieron e insistieron repetidamente a Cortés, éste accedió a abandonar Tenochtitlan. Era la noche del 30 de junio de 1520, y el capitán general llevaba horas escuchando a sus hombres: si no salían en el acto, no quedaría nadie con vida.

La leyenda afirma que una anciana vio a los españoles y a su comitiva moverse con el mayor sigilo que podían, que debió ser cosa muy difícil: Abrían la marcha dos capitanes, con 20 jinetes, y 200 soldados de a pie.

Llevaban armas, cañones, hasta un puente portátil para ayudarlos a salir de la ciudad asentada en el lago, y ese puente lo cargaban entre cuarenta hombres. Y no eran pocos: más de un millar de españoles, unos dos mil soldados tlaxcaltecas, rehenes y acompañantes.

Solamente para proteger a Malintzin y a algunos nobles indígenas, entre los que se contaban los hijos de Moctezuma, que tanto le había encargado el difunto tlatoani a Cortés, marchaban 300 hombres a su alrededor.

Todos se movían con el alma en un hilo, intentando pasar desapercibidos en el ruido que producía la tormenta que se desató la noche del 30 de junio de 1520 sobre la gran Tenochtitlan.

“Como el oro comúnmente todos los hombres lo deseamos y mientras más unos tienen más quieren”, contó después Bernal Díaz del Castillo, los españoles cargaban armas y oro, todo el que habían podido reunir después de presiones y amenazas. Su tesoro, aquello que les prometía dejar la miseria en que muchos habían venido a tierras extrañas. Difícilmente podría decirse que marchaban silenciosos.

Fue la ambición la que les costaría la vida a aquellos hombres. Cuando se preparaban para salir, Cortés les entregó a los oficiales reales la parte del tesoro acumulado que le correspondía al rey de España. Les dio una yegua y un grupo de cargadores, y dijo que hasta ahí llegaba su responsabilidad con el oro real. Como de todas maneras mucho de lo que habían conseguido se perdería, pues era preciso partir lo más ligeros posible, le dijo a la soldadesca que tomase lo que deseaba. Algunos, deslumbrados, tomaron todo lo que pudieron, se llenaron las bolsas, las camisas, los petos. Todos ellos morirían, heridos por las armas mexicas y luego ahogados en el lago por el peso de todo lo que cargaban.

Con tanto aparato y escándalo, no es necesaria aquella figura imaginaria de la anciana que los descubrió. Los mexicas los vieron desde el primer momento, y estaban listos para atacarlos. Cuando trajinaban en montar el puente portátil, los centinelas dieron la voz de alerta.

Entonces, miles de mexicas furiosos se abalanzaron sobre los extranjeros; docenas de canoas aparecieron. El puente, que era su esperanza para ir cruzando hasta tierra firme, se atascó a la primera. La retirada, que Cortés pensó estratégica, después de resistirse mucho, se convirtió en una fuga desesperada, donde todo era ruido, gritos, lluvia y lamentos. Lamentos de los heridos, que, bajo el peso de su cargamento, se ahogaban en las aguas del lago; lamentos de los europeos, empavorecidos de ver la furia de los mexicas ofendidos, cobrándoles todos los agravios cometidos desde su llegada.

Aterrados, los españoles y sus aliados comenzaron a llenar el hueco de la zanja donde estaban atrapados con todo su cargamento. Así se perdió parte del tesoro que llevaban. Luego, el hueco siguió llenándose con los cadáveres. Hubo quien salvó la vida pasando sobre sus compañeros sin vida.

La venganza daba fuerzas a los mexicas. La imagen más terrible de aquella noche sale de la pluma de Díaz del Castillo; todos los que sobrevivieron vadearon las aguas corriendo por encima de muertos, de vivos, de bestias y de petacas. Ya nada importaba, sino salir con vida y cada quién quedó librado a sus propias fuerzas. Cortés echó mano de todo su ánimo; peleó con valor, volvió grupas a rescatar a los rezagados, y solo tuvo éxito parcial. Algunos de sus hombres quedaron prisioneros y serían sacrificados a los pocos días. A él, al capitán, le quedaron dos dedos lisiados por una agresión atroz.

Solamente le quedan a Cortés 425 hombres y 23 caballos. Ni uno solo salió ileso. Perdieron los cañones, la pólvora se mojó. Bernal Díaz del Castillo hace sus cuentas: murieron 860 españoles. Son también cientos los tlaxcaltecas muertos en la batalla. ¿El oro? Disperso, perdido. Nadie sabe dónde quedó la mula que llevaba el quinto real, el oro del rey. El desastre es completo y es fortuna estar entre los vivos.

Malintzin está viva, pero poco a poco se saben los detalles de los muertos. Se han quedado en el camino, aparte de los hombres de Cortés, “hijos e hijas de Moctezuma”. Botello, el adivino que afirmó que esa era la noche adecuada, también está muerto.

Reaparece Pedro de Alvarado, solo, y al verlo Cortés en ese desamparo, “se le saltan las lágrimas de los ojos”. Desde entonces se empieza a tejer la tradición que salva la vida de Alvarado gracias a un formidable salto, apoyado en una lanza, que le permite cruzar las aguas oscuras. Pero la tropa es escéptica, pues todas las calzadas estaban llenas de guerreros.

Bernal, ácido, apunta: “en aquel tiempo, ningún soldado se paraba a verlo si saltaba mucho o poco, porque harto teníamos que salvar nuestras vidas porque estábamos en gran peligro de muerte”. Díaz del Castillo reduce a polvo las pretensiones heroicas de Alvarado (que a la fecha tienen consecuencias: aún existe la calle Puente de Alvarado) “estaba el agua muy honda y no podía llegar al suelo con ella [la lanza], la abertura era muy ancha y alta, que no la podría salvar sobre lanza ni de otra manera”. Muchos años después, el viejo soldado que escribe en Guatemala, le echa la culpa a un tal Gonzalo de Ocampo, que escribía pasquines, de la invención de la hazaña, y agrega: “y nunca oí decir de este salto de Alvarado hasta después de ganado México”.

Al día siguiente, Cortés reunió a los restos de sus fuerzas en la plaza principal del reino de Tlacopan (Tacuba), y tomó dirección hacia Tlaxcala, donde esperaba reponer fuerzas y planear su regreso a Tenochtitlan: le tomaría un año volver y vencer. Pero jamás olvidaría esas horas de pánico, de miedo, de indefensión.

La pieza es, después de tantos años, aún sorprendente. Es pequeña, alargada, brillante. No es un lingote como los que la ambición humana contemporánea tiende a imaginar. Es levemente curvo, no muy grueso. Su textura es en sí misma un viaje en el tiempo: en su superficie hay huellas de burbujas, producto de la apresurada fundición. Nada se sabe del soldado español que lo llevaba. En cambio, sabemos que el empeño en llevarse todo el oro del que con tantas complicaciones se habían apropiado, le costó caro a muchos: en la refriega, cayeron al agua y murieron, si no heridos, ahogados por el peso de su botín. Si esa pieza hablara, contaría historias de horror y de muerte; describiría el miedo infinito que experimentó el soldado que lo llevaba, al darse cuenta de que, como a tantos otros, la muerte los había arrebatado.

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