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Persecuciones políticas en el siglo XVII: prisión y muerte del "Tapado"

No, no se trata de un “tapado” como los que en el siglo XX imaginó el cartonista y pintor Abel Quezada. Se trata de un personaje político que, aparentemente, tenía la capacidad para poner a temblar a la estructura del gobierno virreinal novohispano de aquel muy lejano 1683. Y traía tantas armas y tanto poder en las manos, que no bien puso pie en este reino, firmó su sentencia de muerte.

Carlos II, el Hechizado
Carlos II, el Hechizado Carlos II, el Hechizado (La Crónica de Hoy)

Atareado andaba el reino de la Nueva España en 1683. Uno de los graves problemas de seguridad que se afrontaban en aquellos días, estaba en las cosas, donde se sufría el asedio de los piratas. Personajes de sangre fría y completamente despiadados, capaces de arrasar con cuanto barco cargado de riquezas y mercancías moviéndose de uno a otro lado del mar. En aquellos días, los nombres de piratas como Lorencillo, John Morgan –o Juan Morgan, como se le conocía en estas tierras- Juan Darien, Juan Chaquez –o Jean Jacques-, o Nicolás de Agramont, eran susurrados con pavor, porque sus fechorías llegaban hasta tierra firme. En cómo enfrentarlos con eficacia andaban ocupados los novohispanos, cuando se atravesó un extraño caso de persecución política que sembró la incertidumbre; hizo las delicias de los chismosos, y dejó la sospecha sobre la cabeza de un virrey, todo en el curso de unos pocos meses.

Aquel extraño suceso, tuvo por protagonista a un hombre que, hasta donde se sabe, era enormemente poderoso cuando tomó rumbo a la Nueva España, y su misión le confería aún más influencia. Sin embargo, la suerte le fue adversa: creyéndose seguro, se mostró confiado y equivocó sus pasos, llegando al pozo sin fondo que es la muerte. Tan radical fue el movimiento que frenó su encomienda, que, teniendo nombre de alcurnia, pasó a la historia de la criminalidad y el abuso de poder en este país con un extraño sobrenombre: El Tapado.

En aquel mayo, el virrey Marqués de la Laguna fue notificado: Lorencillo, un mulato, y Juan Cháquez, se habían atrevido a desembarcar en Veracruz. De inmediato, el virrey mandó a armar una milicia con la cual ir a combatir y echar a aquellos piratas del puerto. El virrey fue muy diligente para armar el cuerpo de combate, y no era para menos. Según el informe que le había hecho llegar, los piratas se enseñoreaban en el puerto, contaban con 8 mil hombres, y el gran miedo era que, en cualquier momento, se les ocurriría internarse en tierra firme y continuar su cadena de muerte y desolación.

Así, el 21 de mayo hizo proclamar un bando, por todas las calles de la ciudad de México: mandaba el virrey que, en el término de dos horas, todos los habitantes varones, entre 15 y sesenta años de edad, habrían de presentarse en la Plaza Mayor para incorporarse a la milicia que enfrentaría a los piratas. Al día siguiente, ya estaban formados un cuerpo de caballería y otro de infantería, que al mando de dos oidores, don Frutos Delgado y don Martín de Solís, partieron para Veracruz.

Creyó, por unas horas, el señor virrey, que podía volver a la calma: los caballeros y las tropas, seguramente ahuyentarían a los piratas con rapidez, y, aunque lo más probable es que no los exterminaran, por lo menos los echarían de Veracruz,

Pero si las tropas iban hacia Veracruz, de allá mismo venía un dato que terminó por volverse más inquietante, al menos para el virrey, que la proximidad de los piratas.

Y así se lo contaron: poco antes de la llegada de los piratas, había desembarcado en Veracruz un caballero muy poderoso, adornado con cualquier cantidad de gracias, personales y políticas. Se trataba de don Antonio de Benavides, marqués de San Vicente. Era, además, buen soldado, que ostentaba el cargo de mariscal de campo. Lo inquietante era que llegaba a la Nueva España con el cargo de visitador del reino, nombrado por el rey.

Los visitadores siempre fueron, en la Nueva España, y en los otros virreinatos, fuente de problemas e intrigas: eran, en lenguaje actual, una especie de inspectores que venían a supervisar la marcha del reino, el buen actuar del virrey y el sabio y honrado comportamiento de la Audiencia. Como muchas veces, estas estructuras de gobierno atendían a sus intereses más que a los de la corona, la aparición de un visitador era fuente de molestias y disgustos, porque, finalmente era un enviado real, y de los informes que rindiera allá, al otro lado del mar, podía venir alguna sanción o incluso el relevo del virrey.

Claro que la llegada de un visitador le ponía movimiento a la “grilla” local. No faltaban los malquerientes del virrey o de los oidores que le contaban al ilustre personaje los negocios turbios, reales o ficticios, los abusos de poder o los delitos disimulados que cometía tan encumbrada élite. Unos y otros intentaban atraerse la amistad del visitador, esperando convertirlo en un arma eficaz contra los rivales políticos. En principio, la aparición del marqués de San Vicente, aunque incómoda, estaba en los parámetros políticos ya muy establecidos.

Pero esta vez sería diferente.

Pero apenas empezaba aquel enredo político, cuando las cosas se complicaron: por un lado, las milicias que iban rumbo a Veracruz, rotundas y echadas para adelante eran ya un ejército muy respetable: ordenados por castas, había ya batallones de soldados españoles, batallones de criollos, de negros; su mariscal de campo era nada menos que el conde de Santiago Calimaya, y entre los jefes de tropa había caballeros muy encumbrados. Hasta el tesorero de la casa de moneda, don Francisco de Medina Picazo andaba en el asunto con cargo militar. Eran ya más de dos mil hombres, que cargaban además cuatro carros de equipaje. Si no hubiesen tenido un propósito de todos conocido, cualquiera diría que el virrey se estaba preparando, con su ejército personal, para hacer valer su poderío en toda la Nueva España.

Tal vez fue una lectura equivocada de todo aquel barullo lo que ocasionó los sucesos posteriores. La enorme tropa solamente había avanzado dos o tres jornadas –la rapidez no era lo suyo, definitivamente- cuando se supo que los piratas, entre cautos y aburridos, se habían marchado de Veracruz, después de saquear el puerto.

Dos noticias llegaron a la ciudad de México casi al mismo tiempo: la retirada de los piratas, y un suceso de lo más extraño. A su llegada a Puebla, el visitador había sido aprehendido. Y la orden venía nada menos que de la Audiencia.

La sorpresa inundó las calles de la capital: ¡apresar al visitador! ¿Pues qué pensaban o qué debían los oidores? ¿De que pretendían escapar al adelantarse a cualquier gesto del visitador? Y, peor aún: ¿Qué clase de desesperación los había movido a poner preso, nada menos, que a un enviado del rey?

Gran incertidumbre llenó a la ciudad. Se supo, al mediodía del 4 de junio de ese 1683, que, al caer la noche, entraría a la capital, el visitador preso, el marqués de San Vicente.

Y así fue. Pero nadie sabía cómo era el personaje, y que intenciones traía ni qué encomiendas reales portaba. Era tal el misterio alrededor de su persona, que, desde que lo apresaron, la gente empezó a llamarlo El Tapado. La incertidumbre creció, y la noche del 4 de junio, eran cientos los que, en las calles, aguardaban a ver pasar al ilustre preso.

Pasaban las nueve de la noche, cuando alguien gritó: “¡Ahí viene!”, y montones de curiosos se arremolinaban por la calle del Relox, alargando el cuello, intentando trepar en el de adelante, elevándose a saltos o sobre las puntas de sus pies.

Una mezcla de decepción y curiosidad inundó a la muchedumbre, porque vieron a un hombre, a lomo de mula, envuelto en una gran capa negra que le cubría hasta el rostro. Cabalgaba aquel caballero rodeado de un grupo de alguaciles que marchaban a caballo.

“Ese es el Tapado”, susurraron algunos. Y con eso decían todo, al tiempo que nada en claro dejaban.

Muy negra tendría la conciencia la Audiencia entera, y quién sabe qué cuentas debía el virrey marqués de la Laguna, porque, lejos de poner libre al visitador, y hacer gala de maniobra política, lo encerraron en un calabozo, y sólo hasta seis días después lo llevaron a interrogar.

Ahí renació el escándalo: se supo que al visitador le preguntaron por los encargos reales que traía para la Nueva España; cuáles eran sus propósitos, cuáles sus planes. Trascendió que el enviado real, lejos de amilanarse por el encarcelamiento, empezó a responder con sarcasmos o frases jocosas o burlas francas, Se supo también que no hubo promesa ni amenaza ni tortura que ablandara al ilustre preso, que no dio su brazo a torcer.

Exasperados e inquietos los oidores, el virrey decidió intervenir, ya que los métodos usuales no surtían efecto. El 11 de junio, el virrey bajó al calabozo del preso y se encerró con él.

Cuatro horas duró aquel encuentro, y todo el mundo intentaba poner la oreja, estirar el cuello en torno a aquella puerta cerrada, pero nada sacaron en claro. Cuando el virrey salió del calabozo, tenía el semblante pálido y un aire sombrío. No hizo caso a nadie y con nadie habló. Nunca se supo qué había ocurrido en el calabozo durante aquellas cuatro horas.

El preso fue devuelto a la Audiencia para que hiciera lo que mejor juzgara.

Encerrado lo dejó la audiencia por espacio de un año. Como nada pudieron sacarle, y tampoco llegó mensaje de España preguntando por la labor del real enviado, en julio de 1684 corrió la noticia por la ciudad: el Tapado estaba condenado a muerte, y se le ejecutaría el 14 de ese mes.

Llegó el día sin que aquel pobre hombre revelara los encargos que lo habían traído a la Nueva España. Se supo que habló brevemente con el secretario del virrey, un hombre apellidado Castillo. Pero lo que conversaron jamás se conoció.

Vestido de negro, el pecho lleno de escapularios, Antonio de Benavides, marqués de San Vicente, visitador real, fue llevado a la Plaza Mayor, nuestro Zócalo, donde fue ahorcado.

Bajaron aquel cuerpo de la horca, y le cortaron las manos y la cabeza; una mano se quedó en la horca de la ciudad de México, la cabeza y la otra mano fueron enviados a Puebla, donde, acaso, unas palabras de más, una observación indiscreta fue el inicio de aquella siniestra madeja.

Nada se supo más de aquel caballero; pero su muerte se quedó grabada en la memoria de la ciudad, porque, cuando el verdugo clavaba una mano del ajusticiado en la horca, sobrevino un eclipse de sol. El cielo se oscureció, y la gente aterrada, huyó hacia sus casas. Les fue imposible no relacionar el fenómeno con aquella terrible muerte, que era, o parecía tan gratuita.

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