
The Walking Dead comenzó con la magia de una producción que revivió la imagen icónica del zombie de serie B de finales de los años 60; del tipo que se asemeja más al clásico de George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (1968), que a los subdesarrollados hijos del virus T, creados por la Corporación Umbrela en Resident Evil.
Lo que atrapó de inmediato la atención del público no adepto a estas peculiares criaturas fueron las caracterizaciones y el uso masivo de personal de reparto para la creación de hordas que daban credibilidad al escenario posapocalíptico. La fotografía y los detalles de la escenografía crearon el ambiente ideal.
La producción fue tan convincente y atrayente para el nuevo público que la premisa de Hannah (una madre que se convierte en zombie tras sacrificarse por sus dos hijos infantes) traspasó a los webisodios, independientes a la historia central de la saga, Torn Apart, en los que se explica su historia. ¿Pero quién es Hannah? Nada más y nada menos que la zombie a la que le falta la mitad inferior del cuerpo, con la que se encuentra Rick Grimes al salir del hospital, durante el primer episodio de la serie.
Fue así como el contexto posapocalíptico se convirtió en el pretexto perfecto para el desarrollo de historias que demostraran los contrastes del pensamiento humano, inducidos por el instinto. Un escenario donde todos los trastornos del pensamiento que llevan a una persona a distintos estados de shock, fueran posibles.
La concepción de la muerte pasó a ser el menor de los males y de las preocupaciones cuando el ser pierde humanidad y pasa a convertirse en un monstruo caníbal. Pero esa evaporización de lo humano no sólo queda representado a través de la transformación zombie, sino con más de uno de los personajes que comienzan a normalizar la convivencia con dichas criaturas; y en algunos casos, a considerarlas mucho más valiosas que la vida humana.
Con dichas cuestiones filosóficas —poco asimiladas de manera consciente— The Walking Dead ha entregado emocionantes historias al público a lo largo de (ahora) nueve temporadas; sin embargo, algo se ha ido perdiendo en el hilo conductor de las historias.
Tuvimos temporadas donde la narrativa era innecesariamente lenta, como si los guionistas estuvieran más perdidos que los protagonistas al abandonar la Granja Greene. Aunque el flujo constante de los personajes permitió que la historia fuera dinámica y que mantuviera al público expectante, lleno de intriga; pero poco a poco las historias comenzaron a dividirse y separarse hasta complicar y casi forzar su cauce.
La única forma de reivindicar ese conflicto narrativo fue la construcción de uno de los personajes más interesantes —luego del desarrollo de Rick Grimes y la evolución de Carol Peletier— y fructíferos para la saga, quien se convirtiera en el enemigo común que permitiera a todas esas partes unirse de nuevo: Negan.
Un personaje que en realidad se trataba de una entidad que representaba el control totalitario y abusivo, que desde su primicia, es necesario en toda sociedad para mantener el equilibro. Una lógica que apuesta a una crítica social indirecta de las formas desiguales de explotación; y que también funciona para la creación de antihéroes: el mal que el bien necesita. Un Joker para un Batman, en términos generales.
Pero luego de dos temporadas de drama y lucha de poder entre Negan y Grimes, finalmente la paz reina sobre Alexandria, Hilltop, Oceanside y El Santuario. Aunque por la premisa del último capítulo de la octava temporada y la primera entrega de la novena, esto no durará, pues parece que la sed de venganza continúa siendo la madre de todos los conflictos en el mundo de The Walking Dead. ¿O será que a los guionistas ya se les acabaron las ideas?
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