
El 13 de julio de 1867, el presidente Juárez, a la sazón en Chapultepec, le escribía a su yerno, Pedro Santacilia, que tendría que estar llegando al Puerto de Veracruz, llevando consigo a toda la familia del mandatario: “Aunque me había propuesto llegar a México el 9 del corriente, no me fue posible porque con las lluvias el camino se ha puesto intransitable y fue necesario hacer jornadas cortas y detenerse en algunos lugares para dar lugar a que se compusieran los carruajes de la
comitiva…”
De esa manera, el Presidente y sus colaboradores más cercanos, aquellos que venían con él desde la lejana Chihuahua, apenas se acercaban a la vieja capital en la tarde del día 12. “No pasé directamente a México porque el Ayuntamiento y los amigos se han empeñado en que la entrada sea el lunes, porque no es posible que antes concluyan los preparativos para la recepción, que quieren que sea lo mejor posible… será una cosa extraordinaria…”
Y lo fue. Eran las 9 de la mañana cuando la comitiva del presidente Juárez entró por la garita de Belem y se encaminó a la ciudad por el Paseo de Bucareli. En la confluencia con lo que hoy es Paseo de la Reforma, a unos pasos del Caballito, fue recibido por las autoridades civiles y militares de la capital; Porfirio Díaz mostraba que había hecho bien su trabajo.
Un grupo de niñas, vestidas de blanco, le ofrecieron al Presidente unas hojas de laurel hechas de oro. Tantos empeños tenían su fruto: una enorme construcción efímera, un altar a la patria, se levantaba en el lugar, y en él se amontonaban las ofrendas de flores y los reconocimientos para el oaxaqueño que un día de 1863, entre sombrías perspectivas, había salido de la ciudad, llevando consigo los poderes de la Unión.
La comitiva creció: siguió Juárez por la avenida que hoy lleva su nombre, y por San Francisco y Plateros —la actual Madero—, entre arcos triunfales que decían “A Juárez”, dedicados por “El Pueblo”, llegó hasta la Plaza de la Constitución. Allí, la música, la fiesta, la multitud, colmaban el recibimiento. En el zócalo —que ahí seguía— de los días santannistas, se había levantado una estatua que aludía a la victoria. La república había triunfado, y el Presidente, en el manifiesto que emitió ese mismo día, llamaba a “afianzar la paz y el porvenir de la Nación”. Se había consumado, aseguró, “por segunda vez, la independencia de nuestra patria”.
Así, no bien se apagaba el bullicio del triunfo republicano, el presidente oaxaqueño emitía un proyecto que convertiría al mundillo político en un verdadero avispero. El 17 de agosto de ese 1867, aparecía en el Diario Oficial, recién reabierto, la convocatoria para elegir presidente de la República, los diputados al Congreso de la Unión y presidente y magistrados de la Suprema Corte de Justicia.
Pero en esa misma convocatoria se disponía que los ciudadanos habrían de votar si ese nuevo Congreso podría reformar o adicionar la Constitución de 1857 en dos puntos esenciales: primero, depositar el poder legislativo en dos cámaras, es decir, el restablecimiento del Senado, y segundo, dotar al Presidente de la facultad de vetar las primeras resoluciones del Poder Legislativo, para que éstas no pudieran llevarse a la práctica si no contasen con dos tercios de los votos de los legisladores.
Los ataques a Juárez fueron muy intensos; hubo quien lo acusó de traicionar el orden constitucional liberal y otros criticaron que hubiese propuesto un mecanismo de votación plebiscitario en vez de apegarse a los preceptos de reforma que la propia Carta Magna ya incluía: para sus detractores, Juárez había cometido un acto inconstitucional. No faltó quien lo llamara “déspota” o “tirano”, y la propuesta se frenó. No obstante, el presidente oaxaqueño aún tenía el suficiente capital político para ganar las elecciones, frente a los reclamos de una nueva generación, la de los jóvenes héroes de la Guerra de Intervención, con Porfirio Díaz a la cabeza, que reclamaban su parte de poder y que presionarían en los años que siguieron, para conseguirla.
El 30 de noviembre de aquel año, un decreto presidencial daba origen a la Biblioteca Nacional, cuyo primer acervo se constituyó con lo que restaba de las bibliotecas de los monasterios y conventos, y su sede sería el exconvento de San Agustín. Pocos días después, se anunciaba la creación de la Escuela Nacional Preparatoria, a cargo del médico Gabino Barreda, que se convertiría en el semillero de una nueva élite política e
intelectual.
Poco a poco, la vida cultural mexicana comenzó a restituirse. Fueron años de encuentros y desencuentros, de alianzas y pleitos: los exiliados regresaron y la expresión “tertulia literaria” se volvió asunto de actualidad.
Los periodistas y escritores que habían sido activistas, exiliados o militares, continuaron haciendo periódicos —como que ese era el soporte de la vida pública y el intercambio de ideas— pero también se sentaron a escribir libros y algunos emprendieron el sufrido pero gratificante camino de la docencia.
Hicieron todo eso sin dejar de ser secretarios de Estado, diputados o fiscales y magistrados de la Suprema Corte de Justicia, y de hecho, algunos de ellos le dieron bastante lata a Juárez, escribiendo con la tinta hecha de “ponzoña de escorpiones” que tan bien les salía cuando salía a relucir su ánimo crítico y alguna dosis de mala fe, y todo ello sin la menor inquietud, porque la libertad de prensa fue uno de los valores que el presidente oaxaqueño respetó a cabalidad.
Poco a poco, el país fue haciéndose más laico, y más republicano, sin que por eso desaparecieran los núcleos de conservadurismo que solamente aguardaban la ocasión propicia para resurgir; Juárez conoció diversas sublevaciones en distintas zonas del país, y como siempre, seguíamos siendo un país pobre, al que no siempre le alcanzaban los recursos para concretar la utopía liberal. Pero, muy lentamente, aquella promesa que se estampaba en las primeras actas del registro civil en 1861, según la cual los niños mexicanos nacían gozando de la protección del Estado, empezaba a tener visos de realidad. Era cosa de tiempo, de paciencia y de tenacidad.
El zócalo capitalino fue escenario de la fiesta popular con que la ciudad, una vez pasada la parte solemne, recibió al presidente Juárez. A partir de ahí comenzaría la restauración del orden republicano y la consolidación o la creación de instituciones que aún hoy existen.
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