
El 11 de noviembre de 1817, Xavier Martín Mina, preso de las tropas realistas, se preparaba para enfrentarse con la muerte. Moriría fusilado en las cercanías del fuerte de Los Remedios, en lo que hoy es el municipio guanajuatense de Pénjamo. Le escribió a su padre, anunciándole que moriría a manos de los servidores de Fernando VII. Atrás quedaba la memoria de sus días de guerrillero en la guerra de independencia española, de sus días de prisión en Vicennes, donde acabó de convertirse en un sólido liberal. Atrás quedaban sus críticas al corto y mezquino monarca español que soñaba con el poder absoluto, a despecho del espíritu de la constitución de Cádiz.
Xavier Martín Mina se iba a morir en tierra novohispana, convencido de que el viaje a América, que le había permitido conocer a Simón Bolívar y trabar relación con decenas de conspiradores independentistas era una forma de luchas por las libertades de los individuos, pero también el mejor modo de enfrentarse y socavar el régimen de Fernando VII. Había empeñado la vida en ello, y el destino le cobraba el precio.
Mina dejó en Soto La marina a una parte de sus fuerzas, para que levantaran un fuerte donde almacenarían sus pertrechos. Allí dejó al inquieto e incorregible Fray Servando Teresa de Mier, quien había hecho el viaje con él. Al caer el fuerte, al poco tiempo, el padre Mier sería juzgado por la inquisición y alegaría con desvergüenza, que nada sabía de los propósitos de la expedición comandada por el español y que él iba en el barco solamente porque le habían ofrecido viaje gratuito. Mina seguiría su destino.
Primero fue Valle del Maíz, en San Luis Potosí, luego, la hacienda de Peotillos. En ambos sitios, Mina y sus hombres tuvieron enfrentamientos con las tropas realistas, y salieron triunfantes. Siguieron su marcha, en busca de grupos de la insurgencia con los que aliarse. El viaje no dejó de ser desgastante, aunque las acciones de armas fuesen afortunadas: llevaba más de 2 mil caballos y mulas, y solamente 400 animales llegarían a Guanajuato.
Allí, en las cercanías de León, en el Fuerte del Sombrero, la tropa de Mina entró en contacto con las fuerzas que comandaba el laguense Pedro Moreno. En aquel emplazamiento, fueron sitiados a fines de julio de 1817. Entonces conocieron el hambre y la angustia. El joven guerrillero salió de la fortificación para conseguir agua y alimentos, pero el 20 de agosto el fuerte cayó en manos realistas, y algunos oficiales de Mina murieron fusilados.
Pese al duro revés, Mina intentó seguir combatiendo. Valoró seriamente apoderarse de San Miguel el grande, pero ante la perspectiva de enfrentarse a más de mil soldados
realistas le hicieron desistir. Se trasladó a Michoacán, donde la Junta de Jaujilla lo nombró “generalísimo” de los ejércitos mexicanos.
De vuelta en Guanajuato, Mina desiste de su propósito de tomar la capital de la provincia y se retira a la hacienda de la Tlachiquera. Se guarece en el rancho del Venadito, en la misma propiedad. Allí está Pedro Moreno. Mina se siente entre amigos, y por una noche, se come y se bebe en amable compañía. Duerme el jefe español en una troje cuando una fuerza de 500 hombres comandada por Francisco de Orrantia irrumpe sorpresivamente en el rancho.
Es el 27 de octubre de 1811. Mina y Moreno resisten, pero es mucha la superioridad numérica. Pedro Moreno cae peleando. Su cabeza se convertirá en trofeo de guerra de los realistas. Mina es tomado prisionero. Sabe que eso significa la muerte, que llegará quince días después.
Es el médico Manuel Falcón quien firma el certificado de defunción del joven español. Ese documento, levantado dos horas después de la muerte del guerrillero navarro, junto con una noticia detallada de las últimas horas de Mina, son publicadas en la Gaceta de México el 16 de diciembre de 1817.
En mayo de 1818, Fernando VII firmó el decreto que convertía el virrey Apodaca en Conde del Venadito, por “su constante lealtad y sus distinguidos servicios… persiguiendo y destruyendo a los rebeldes [del virreinato]…”. El título, de entrada, sonaba muy poco solemne, y dio pie a que los burlones bautizaran a la virreina como “la Venadita”. Cosas del humor involuntario de los monarcas.
Los despojos de Mina siguieron el mismo camino de los caudillos de la insurgencia: de una capilla de la catedral, a la oscura cripta a la que se entraba por un pequeño acceso detrás del Altar de los Reyes. En 1895 salieron de las profundidades del subsuelo catedralicio para regresar a una capilla. De ahí, en 1925, se les llevaría a la Columna de la Independencia, donde, estudios antropológico-forenses de por medio, ahí siguen.
Los últimos ocho meses de vida del joven guerrillero español le alcanzaron para convertirse en uno de los elementos indispensables en la narrativa convencional del proceso independentista, ese que aprenden los mexicanos en todas las escuelas de nivel básico. En sus años de exilio en España, el escritor mexicano Martín Luis Guzmán produjo un libro, Mina el mozo. Héroe de Navarra (1932). Inevitablemente, resultaba una figura heroica y romántica: Guillermo Prieto, en su Romancero Nacional de 1885 le dedicó algunas de esas piezas largas y emotivas a las que era tan aficionado cuando a su musa callejera le daba por ponerse patriota. En 1950, el poeta chileno Pablo Neruda escribió el Canto General y allí, en el tramo de “Los libertadores”, colocó al guerrillero navarro.
La fama y la huella de Xavier Mina le valieron, en el año de los centenarios, circular de mano en mano, grabada una variación del único retrato que de él se conoce, en una moneda de cinco pesos. A la distancia, su vertiginosa campaña aún tiene algo de alucinante, de enigmático para los que, desde el siglo XXI, volvemos a leer algunas de sus cartas y proclamas. En una de ellas, habla de la necesidad de recobrar la dignidad. Eso ocurriría, afirmó, cuando “todos los pueblos donde se habla el castellano aprendan a ser libres, a conocer y a hacer valer sus derechos”.
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