
Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Así es como se llama una de las obras más famosas del pintor mexicano Diego Rivera; luego de pasar una tarde en esta plazuela de la Ciudad de México me di cuenta que el título de su mural no está tan alejado de la realidad.
Era domingo y no había mucho qué hacer, tomé camino y llegué a uno de los parques más grandes y concurridos de la capital.
Me senté en una de las pocas bancas que están bajo un árbol y que ofrecen un lugar con sombra para disfrutar de la tarde.
No habían pasado ni diez minutos cuando una pareja de enamorados se encontraban en lo que parecía una cita.
Él llegó primero; aún no terminaba de sentarse cuando recibió una llamada. Supongo que era ella, una sonrisa se plasmó en su rostro. Minutos después la mujer, de unos 23 años, apareció y la magia sucedió.
Luego de un caluroso abrazo, él le tomó de la mano y sin más le dijo “¿quieres ser mi novia?”. No hubo necesidad de contestarle, la joven le plantó un beso con respuesta implícita.
Tomaron asiento y, en los treinta minutos que estuve frente a ellos, no cruzaron palabra alguna.
Parecía que tenían que darse los besos que se debían pues el tiempo apremia y no hay que desperdiciarlo. La Alameda Central aún sigue siendo escenario de encuentros amorosos y peticiones románticas.
Ese domingo me encontré a más de 10 parejas derrochando amor.
Y ahí, luego de ver a esa pareja recordé que en ese sitio mis padres comenzaron su relación amorosa un 21 de enero de 1985.
Me levanté y tomé camino, la nueva pareja merecía, en medida de lo posible, un poco de privacidad.
Más adelante me topé con un globero como el que aparece en el mural de Rivera; intentaba vender su mercancía pero la gente lo rechazaba, “están muy caros y solo duran un ratito”.
La obra fue pintada por el esposo de Frida Kahlo en 1947 y las cosas han cambiado.
La mezcla de clases sociales se hace evidente, mientras unos van porque no tienen más presupuesto que para ir a la Alameda Central otros acuden solo “para que mis hijos puedan conocer” o “porque los mandaron de la escuela a hacer un trabajo”.
Aunque está estrictamente prohibido andar en bicicleta, patineta o patines en este parque, poco parece importarles a los jóvenes quienes lo utilizan como si fuera pista.
Lo hacen a pesar de que hay elementos de la Secretaría de Seguridad Pública en el lugar, pero, ¿por qué no habrían de hacerlo? si la autoridad no se los prohíbe.
Doña Fausta está sentada frente a una de las fuentes, el agua brota del piso y permite que algunos niños y no tan niños se refresquen.
Enfundada en un vestido café con flores verdes y encima de ella un mandil, está esperando a que sus siete nietos terminen de jugar en el agua.
A su costado derecho hay tres bolsas; en una trae ropa para que los pequeños se cambien, en la otra las toallas y en la última comida, pues después de que terminen el juego harán un picnic.
El menú: sándwiches de jamón con queso amarillo, tortas de sardina y taco placero.
A su lado está Juventino, su marido. El señor de unos 70 años está leyendo el libro vaquero, no hay nada que lo haga separar la vista de las hojas.
Desde que se encargan de cuidar a sus nietos, hace más o menos tres meses, acuden a la Alameda Central pues “nos sale barato y mis chamacos se divierten mucho”.
En otra de las fuentes hay un grupo de mujeres. La vestimenta es prácticamente la misma; vestido a la altura de la pantorrilla, medias, zapato de tacón bajo y un suéter delgado sobrepuesto en los hombros.
Ninguna deja de platicar. Hablan tan a prisa que es difícil entender lo que se dicen.
“Mi patrón me subió el sueldo”, “la señora me regaló ropa bien bonita”, “los niños están de vacaciones y ya no se qué hacer con ellos”, fue algo de lo que alcance a escuchar y entonces supe que eso de ir a pasear los domingos a la Alameda no era un mito si no toda una verdad.
Lo que bien es cierto es que este parque es punto de encuentro y recreación para cientos de capitalinos. Podrá pasar el tiempo pero las costumbres y tradiciones harán que la Alameda Central no pase de moda.
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