
Empecemos por el diagnóstico. Donald Trump padece un trastorno de personalidad narcisista. Subrayo: no digo que presente rasgos narcisistas, como todos podemos presentarlo en un momento dado —muy comunes en esta época de redes sociales y culto a la imagen—, sino que el magnate neoyorquino presenta un serio y permanente desorden de personalidad narcisista y egocéntrica, que convierte su vida en un eterno elogio de sí mismo y que necesita, para calmar su adicción, sentirse adulado, admirado e incluso deseado por los otros.
Por razones obvias y de estrategia electoral, el virtual candidato republicano, que admite encantado que su autoritarismo gusta a los votantes conservadores, no va a reconocer que es un narcisista patológico ni va a humillarse sometiéndose a un análisis psiquiátrico para confirmar dicho diagnóstico (o descartarlo), pero como dice el sabio refrán: “si camina como pato y dice ‘cuac, cuac’, es pato”.
Por ponerlo en palabras de alguien con autoridad en la materia, como es Howard Gardner, catedrático de psicología en Harvard, Trump es un “narcisista sobresaliente”, un grado al que no llegó ni el mismísimo Richard Nixon (aunque sería interesante analizar qué grado de egocentrismo y envidia, propios de un narcisista, influyó en el ex mandatario republicano para que cometiera la increíble torpeza que lo llevó a renunciar a la Presidencia).
Con estos datos sobre la mesa se entienden muchas cosas sobre el polémico comportamiento de Trump, antes y después de lanzarse a la carrera presidencial.
No es casualidad, por ejemplo, que el lema de campaña de Trump sea Make America great again. Detrás de ese “Volvamos a hacer grande a Estados Unidos”, se esconde un mensaje subliminal: “Hacerlo tan grande como yo”. Tampoco lo es que presuma de lo rico que es y de lo “insignificante” que fue para su fortuna el boicot que hicieron varias empresas y televisoras, en protesta por los insultos que vertió contra los mexicanos.
Tampoco nadie debería de extrañarse de que un “macho-alfa” como Trump escoja de compañera lo que él entiende por una “hembra-alfa”, que no es sino una mujer del tipo Barbie o “conejita Playboy”, y desde luego no una como su ex adversaria republicana Carly Fiorina, a la que denigró en un debate al señalar “cómo podría votar alguien por eso, con esa cara”.
Pero si algo lo convierte en un personaje peligroso es su nula empatía hacia los que no han tenido su suerte en la vida, como los inmigrantes, a los que criminaliza, pese a que durante años ha convivido con trabajadores latinos y, por tanto, debería conocer las miserias que dejaron atrás y los sacrificios que hacen para intentar prosperar en un país que no es el suyo, tengan papeles en regla o no.
En su estudio sobre la violencia psicológica, Roy Baumeister estableció que en la raíz de la mayoría de las agresiones psicológicas, como las cometidas por Trump contra sus adversarios, se encuentran, de manera sistemática, en individuos que presentan rasgos de una personalidad narcisista.
Sin embargo, si abrimos el libro, lo que encontraremos en su arranque es una cita que representa todo lo que no es Trump. Dice así: “El camino a la felicidad consiste en mantener tu corazón libre de odio, tu mente libre de preocupaciones. Consiste en vivir con sencillez, en esperar poco y dar mucho. Esparce el bien, olvida tu yo y piensa en los demás. Prueba a cumplir esto durante una semana y quedarás sorprendido”.
Dudo mucho que Trump haya intentado cambiar y haya seguido los consejos de su “guía espiritual” más de dos minutos seguidos en su vida.
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