Ya se perdieron en el inevitable regreso a sus pueblos y ciudades, los primeros pasos de los miles de peregrinos cuya fe los empujó desde remotos lugares para rendirle devoción a la madre amantísima y celestial de Guadalupe, cuyas palabras dulces, celestiales, maternales y consoladoras nos han definido como pueblo, como patria, como destino, porque seguimos siendo tal ella nos dijo: los más pequeños entre sus hijos, los solitarios, los abandonados de 1531 y mucho entes, antes de ser siquiera mexicanos porque en aquel tiempo ni México era, éramos novohispanos, no neo mexicanos, los pobres de toda la vida, los miserables sometidos, los tamemes, los pobres, pues, de cuando había esclavos y esclavas, y frente a esa condición de brevedad, de reconocimiento de la pequeñez, no hallamos sino el consuelo opuesto: sabernos inútilmente preferidos, encima de los demás por la madre, sin necesidad siquiera de su hijo divino, porque ella siempre ha estado por encima del Cristo; ella no hizo tal (aparecerse y presentarse y quedarse aquí), con nadie más en el planeta, madre exclusiva, propiedad espiritual de un pueblo sin más tesoro, y desde entonces, excluidos de las bondades mundanas, nos queda contemplar la túnica manchada de estrellas, el manto con el color de la bandera; bandera en sí misma, porque no lo olvidemos, “non fecit taliter omni nationi”, frase de nuestra distinción así haya sido tomada de los salmos judaicos, no importa; somo el pueblo de la Señora quien tal no hizo con ninguna otra de las naciones, y ya pueden otros decirse escogidos del Señor, nosotros perduramos en el edipismo “cósmico-religioso”, hijos de la madre sin preguntarnos mucho sobre el padre, pues para cuando esta devoción surgió en el territorio colonizado y virreinal, apenas una década después del naufragio de Tenochtitlan, el genitor era el extraño, el invasor, el conquistador o alguno de sus hijos españoles, criollos perversos y despreciativos; depredadores sexuales cuya violencia nos trajo al mundo y nos convirtió a todos en hijos de mujeres violentadas o violadas de plano y así convertirnos en hijos de la chingada (sin alusión alguna al Shangri-la de Palenque, vástagos todos de Pedro Páramo); la ofendida, la usada, la carne de petate, la esclava del metate, la meretriz involuntaria, la intercambiable Malinche, la olvidada; madre sorpresiva, madre sin proyecto, madre sin recursos, malquerida o de plano no querida jamás, pero todo eso fue sustituido por la bondad de los ojos entrecerrados de la virgen a cuyos pies se postra este país de altivos derrotados, cuyo mejor discurso es la ufanía rinconera de la pretérita grandeza de los pueblos originarios, precisamente esos, los vencidos, los derrotados, los olvidados, a quienes --ignorantes del mundo real--, seguimos segregando con leyes especiales para ellos, con tratos distintivos en la Constitución como si no pudiéramos ser todos iguales (todos iguales, todos maceguales), pero no, nos hemos lanzado como quien se tira desde el aire un salto al hueco del pasado, porque ninguno de aquellos valores convertidos ahora –cuando mucho— en atractivos folclóricos, nos sirve en los días actuales, porque no podemos por ejemplo, oponer a la infinita conquista del espacio exterior y los astros, el fugaz espectáculos de los papantecos voladores cuya espiral de penacho llena el viento de la tarde desde lo alto de un mástil en el Museo Nacional de Antropología, ni llegaremos a ninguna parte si seguimos como maquiladores pendencieros, sometidos a los vaivenes del tratado trilateral de América del Norte, región del mundo a cuyo destino nos atamos sin haber hecho jamás alguna contribución tecnológica significativa, porque no intervenimos jamás en la construcción del mundo moderno, ni hallamos recursos inteligentes para contribuir a la ciencia planetaria porque preferimos la imaginería ideológica a la investigación real, por eso cuando necesitamos frenar una pandemia, tenemos como recurso la exhibición de estampitas religiosas, practiquemos o no las dichas creencias; porque creemos en los poderes maravillosos de los chiqueadores de ruda y la baba de sábila untada en la planta de los pies, y las señoras ignorantes hablan de las Flores de Bach y los milagros de San Juditas y así se nos va la vida, entre la magia y la superchería; el engaño y el autoengaño, porque no podemos romper con el pasado; porque seguimos en la incesante repetición de nuestros errores, de nuestras mentiras y poco a poco, la realidad nos revienta sus globos de sangre en la nariz y buscamos soluciones mágicas a problemas reales y nos gozamos en la contemplación de la miseria y hacemos del pobre y el menesteroso la materia prima del electorado complaciente, sumiso y entregado; agradecido por la dádiva cuya existencia seria innecesaria si hubiera educación, capacitación y trabajo, mientras fingimos limpieza electoral, y sensatez en el gasto público y así vamos de tropiezo en tropiezo en la máscara de nuestras conveniencias fugaces mientras creamos un espacio para la caquistocracia, la ignorancia y la tontería, a fin de cuentas, pero no hay otra cera en los candelabros, ni otras mulas para el arado y así seguimos paso a paso por el camino de nuestra Inevitable derrota nacional, siempre en medio del jolgorio festivo porque también de dolor se canta y no olvidamos cómo no hay dos como nosotros y el mundo nos queda chico con todo y sus océanos para hacer un buche y gritamos y alzamos el tono porque no nos queda recurso mayor, porque seguimos siendo, por desgracia, un país de trenes sin pasajeros, instalaciones petrolera sin petróleo y científicos sin ciencia, felices en el arranque de la mayor obra de ingeniería de nuestra historia: el gran puente “Guadalupe Reyes”.
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