
Una de las piezas de la dramaturgia mexicana post pandemia que mejor dialoga con la irrupción en nuestras vidas de las nuevas tecnologías en la era digital es sin duda alguna IA, Inteligencia Actoral, escrita en 2022 por Flavio González Melo. Las aportaciones de su autor a la literatura dramática, que suman más de tres décadas, le abrieron las puertas a la Academia Mexicana de la Lengua, donde ocupa una silla desde hace poco, lo que nos confirma que el del lenguaje teatral es una rama fundamental del español que hablamos y reinventamos, día con día, los mexicanos.
Inteligencia Actoral regresa por tercera ocasión a los escenarios de la capital del país. Una nueva temporada se presenta en el teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque hasta el 27 de abril. Comparto para esta entrega un par de comentarios escritos con anterioridad sobre esta obra que traza un puente lúdico, ingenioso y perturbador entre el teatro clásico del siglo XVI, y los entuertos culturales, ontológicos e identitarios de nuestro siglo XXI, siendo la nuestra -como bien nos lo ha recordado Juan Villoro en un libro reciente- la primera generación en la historia de la humanidad a la que se nos ha exigido demostrar que no somos robots, a la hora de realizar trámites, consultas y compras diversas por Internet.
1.
¿En qué se parecen la inteligencia artificial y el ejercicio teatral de la actuación? En que ambas se proponen imitar el comportamiento humano con tal precisión y realismo que resulten convincentes. Un robot es, a fin de cuentas, el modelo aproximado de un ser humano reflejado en el espejo de la tecnología, de la misma manera que el actor es un artista que se propone reflejar la complejidad y los matices del sentimiento humano en ese otro espejo de nosotros mismos que es el teatro.
¿Qué pasaría entonces si quisiéramos fusionar la inteligencia artificial y la inteligencia actoral? Es decir, si el avance de la tecnología nos permitiera en un futuro no tan lejano sustituir a un actor de carne y hueso por un robot. ¿Podría este androide fabricado por seres humanos interpretar con todos sus registros emocionales y dramáticos a un personaje -también de facturación humana, en este caso un dramaturgo- tan complejo y abismal como lo es el Hamlet de Shakespeare?
Estaríamos entonces ante una triple representación: el robot que imita al actor, el actor que imita al personaje, el personaje que imita al ser humano. Un juego teatral que se parecería al efecto de la imagen del espejo reflejada en otro espejo hasta el infinito y que resumió Borges en la pregunta que remata su famoso soneto sobre el ajedrez: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”
Tal es el tema que se aborda en IA, inteligencia actoral, un ejercicio meta teatral -esto es, una puesta en escena dentro de otra puesta en escena- no menos reflexivo que ingenioso. Una relectura de Hamlet para el siglo XXI que, siguiendo la traducción alternativa que hiciera Tomás Segovia al monólogo célebre del príncipe de Dinamarca, propone una respuesta alternativa al dilema clásico: “ser o no ser, de eso se trata”.
En “IA, inteligencia actoral” un actor -interpretado magistralmente por otro actor: Roberto Beck, joven egresado de Casa Azul- a pocos días del estreno de la obra en la que le dará vida a Hamlet, le avisa al director de la puesta en escena que deberá ausentarse unas semanas, tras haber aceptado un papel menor en una millonaria producción hollywoodense de superhéroes que se filmará en la remota Namibia.
Como solución temporal, el actor le propone al director entrenar a su “reemplazoide” (un vocablo de González Melo al que ya le llegará el turno de incorporarse al diccionario del español), es decir, un robot hecho a su imagen y semejanza- para que sea la máquina de carne, huesos y cables quien lo sustituya en las primeras funciones. Le asegura que nadie notará la diferencia, que el robot es perfecto, que aprende rápido y puede estudiar hasta perfeccionar todo aquello que sobre interpretaciones pasadas de Hamlet se encuentre en internet.
La obra intenta responder a una pregunta recurrente de nuestro tiempo: qué tan diferentes somos de esas conciencias artificiales a las que hemos creado como si fueran nuestro espejo.
2.
¿Qué nos vincula como ciudadanos globales del mundo digitalizado del siglo XXI, con las obras de Shakespeare? En muchos sentidos sigue siendo nuestro contemporáneo.
En el libro “Shakespeare, la invención de lo humano” Harold Bloom afirmaba que el dramaturgo inglés configuró como ningún otro autor de la modernidad la noción que tenemos del individuo. Sus obras y sus personajes -pensaba el profesor de Yale- inventaron y develaron a la humanidad con la complejidad y la profundidad con la que hoy la reconocemos. Obras con profundo sentido histórico y político, lecturas metafóricas de un presente continuo alrededor de temas universales -el poder y la gloria, la ruina o la traición- que aún hora podemos leer y reinterpretar con ojos contemporáneos. Ben Jonson, su amigo y rival en los escenarios lo entendió desde un principio: “él no era de una época sino de todos los tiempos”.
Por eso, cuatro siglos después, las obras de Shakespeare se pueden adaptar a todas las realidades y a todas las lenguas. Por eso hoy tiene Shakespeare -en diálogo con González Mello- algo que decirnos sobre la inteligencia artificial. El experto británico Giles Ramsay lo dijo de esta manera: “cada generación toma a Shakespeare como los niños una sonaja, para hacerla sonar de un modo que resulte placentero para su propio oído”.
El último relato que escribió y publicó Jorge Luis Borges se titula “La Memoria de Shakespeare”. En dicho cuento plantea la posibilidad de que los recuerdos de una persona sobrevivan en la mente de otra. En este caso el protagonista del relato alberga en su memoria nada menos que la memoria del autor de Macbeth. “Shakespeare es mi destino”, afirma el personaje de Borges. Shakespeare es también nuestro destino… y el de nuestros parientes los robots.