Narra el historiador Benjamin Carter Hett que “nadie como los nazis para captar el resentimiento de masas debido a la situación impuesta hacia Alemania y el odio nada disimulado contra los demás países que le habían vencido una década atrás. El odio se convirtiió en el fermento de la política alemana y ese odio acabó dejándose convencer de que era necesaria otra guerra” (La muerte de la democracia. Crítica, 2021).
Y no cualquier guerra digo yo, sino la peor de la historia humana.
Fue la guerra terrible habida jamás en la que se inventó la industria moderna del crimen para exterminar a un pueblo, el judío. Su cauda es tremenda: 55 millones de muertos, tres continentes profusamente ensangrentados y 43 ciudades de distintos países demolidas.
Toda esa destrucción fue el resultado inmediato del odio nazi y del resentimiento convertido en arrogancia, que intoxicó a una nación, hasta convencerla de que todos los pueblos habían sido injustos con ella siendo inferiores, por tanto, podía reclamarse dueña de la vida del resto de los vecinos... solo para empezar.
La Segunda Guerra Mundial fue efectivamente, mundial (la primera, la de 1914-18, se escenificó casi completamente en Europa). Abarcó todos los continentes de forma extensiva (salvo quizás América, pero no sus aguas); los combates en el norte de África; la lucha en Asia –desde Moscú hasta Indochina- y Europa que nunca dejó de ser el centro neurálgico disputado por todos los contendientes.
Fue asimismo, una guerra que se recordará por sus fortísimos componentes ideológicos. A diferencia de 1914, aquí si se enfrentaban visiones del mundo, sistemas políticos rivales e incluso, “modos de producción” diametralmente distintos. El hecho de que el comunismo soviético acabara combatiendo con los aliados contra la Alemania de Hitler, viene a subrayar que las ideologías eran tres: la liberal-democrática, el comunismo y el fascismo. Una de las mayores lecciones de esta guerra (y una de sus principales ironías) es que el totalitarismo soviético resultó ser el gran aliado de la democracia occidental y en algunos sentidos, su efectivo salvador.
Por eso tan estúpido negar el papel de la Unión Soviética en la derrota de Alemania, como negar el criminal pacto de Stalin con Hitler (Molotov-Ribbentrop, de 1939) para repartirse Polonia. O negar la resistencia absolutamente determinante de Inglaterra contra el nazismo o el peso del involucramiento decisivo de Estados Unidos en la contienda de todo el globo contra Japón, Alemania e Italia, al mismo tiempo.
En esa Guerra combatían pueblos completos y no sólo Estados (Alemania, URSS, Inglaterra, China, Polonia, etcétera). Y aunque la Guerra de 1914-18 ya había experimentado con los crueles mecanismos de la muerte industrializada, en 1945 se franquearon los umbrales técnicos y científicos de la destrucción humana, con la “solución final” de los nazis (capaz de matar a mil personas por hora, en una atroz cadena ininterrumpida, que podía durar semanas, Burleigh, M. El Tercer Reich, Taurus) y la búsqueda desesperada de la bomba nuclear. Así pues, como dicen Williamson Murray y Allan Millet, “todos éstos factores permiten calificarla de primera y única contienda, a la vez, total y mundial”
“Todavía hoy, uno no puede recorrer con la vista, las largas, interminables hileras de lápidas que dominan los cementerios militares de Europa y del Pacífico o los montículos de tierra donde se enterraron los cadáveres, sin darnos cuenta ya, del terrible costo de la victoria en la Segunda Guerra Mundial” (La guerra que había que ganar, Crítica, 2002).
A medida que se alejan los ecos de esa hecatombe, historiadores y comentaristas, han empezado a emplear palabras suaves y pretendidamente “objetivas” para describir los vaivenes de aquel conflicto. Desde los que vuelven a repetir que el holocausto es una exageración propagandística del lobby judío, los que suponen que la superioridad material de los aliados es suficiente para explicar el desenlace de la guerra, hasta los que equiparan los actos de “unos y otros” como si hicieran parte en el mismo cajón de las infamias históricas.
Richard Overy, sale al paso: “Un cierto revisionismo nos dice que el esfuerzo bélico de los aliados, soviéticos o norteamericanos, no fue sino la cara de la misma moneda. Que la causa aliada estaba en la misma bancarrota moral que la del Eje… que puede encontrarse un crimen norteamericano o ruso, por cada uno de los que cometieron los alemanes o japoneses” (Porqué ganaron los aliados. Tusquets, pp. 45).
Esta derivación, sin compromisos ideológicos y más o menos posmoderna, condena igualmente a los aliados porque “nunca decidieron bombardear las líneas ferroviarias que conducían a Auschwitz”… “propinaron indecibles penalidades –hambre y tortura- a los prisioneros de guerra”, y “cometiron el peor de todos los crímenes de guerra, la incineración de Hiroshima y Nagasaki”.
Pero la equivalencia moral es un gravísimo error: la guerra que desencadenaron los japoneses contra China (en 1937) y los alemanes contra Polonia (en 1939) tenían un propósito incalificable que estuvo a punto de destruir los dos grandes centros de la civilización mundial (la democracia en Inglaterra, Francia, Estados Unidos y el movimiento socialdemocrático de occidente. ¿Y que hubiera ocurrido a cambio? El imperio de un régimen fundamentado en la superioridad racial, la vuelta a la esclavitud de los países conquistados y el genocidio como parte del sistema. Y no lo consiguieron gracias a los sacrificios extraordinarios de los aliados que procedían de todo el mundo: de Ucrania o de California, de Polonia o de Inglaterra, de España o de China.
Hitler no era otra amenaza, un aspirante a conquistador del mundo como César o como Napoleón. Fue único en mil años de historia porque su propósito explícito era destruir la civilización conocida.
Ese enloquecido Führer o Mussolini son un ejemplo extremo de líderes que buscaron un poder desenfrenado, de un Estado que en su propia lógica no van a otra parte, sino a más destrucción, comenzando en primer lugar, con destruir la democracia que los llevó al gobierno.
Hace ochenta años la humanidad escapó de ese destino, pero fue por un pelo. ¿Podremos escapar de nuevo en el siglo XXI?